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–¿Y cuál es la mejor forma de observar cómo planea un gobernante real cada uno de sus pasos? Bien, resulta extremadamente sencillo: ¡por los príncipes reales de Arzallum! —dijo Sabino von Fígaro, profesor de historia de la Escuela Real del Saber.

Sabino era un ex soldado condecorado y jubilado por su armada. Se decía que incluso fue ex consejero del Rey, pero que se rebeló al constatar que el mundo consideraba que ya no estaba en edad para cabalgar un corcel, armado de una lanza. Por tal motivo vivía de la enseñanza de sus especialidades a los más nuevos, los cuales no se habían formado una opinión sobre él, y de protestar contra los gobernantes militares de los reinos.

María Hanson cursaba el último año de su formación. En las escuelas de Nueva Éter los niños comenzaban a estudiar a los ocho años y continuaban haciéndolo hasta los quince. Al salir de las escuelas sabían leer y escribir, aprendizaje que ya era una gran ventaja. En realidad, los sucesivos años escolares eran impartidos por los mismos profesores, que repetían las mismas lecciones a los niños para obligarlos a practicar y para que no olvidaran cómo leer y escribir. Sin embargo, a sus sesenta y cinco años de vida el profesor Sabino llevaba una didáctica distinta a la de otros salones de clases, normalmente improvisados en algunas casas de las aldeas: él intentaba estimular el raciocinio y conducir a los alumnos a pensar por sí mismos, aunque de una forma manipulada por sus propias opiniones.

—¡Fíjense bien, queridísimos, lo que son los dos príncipes residentes de esta ciudad! Por un lado tenemos a Anisio, el mayor y el heredero. El de discurso elocuente, hábitos nobles, cualidades admirables para quien quiera un día convertirse en Rey. El príncipe querido de la nobleza de este reino… —la atención de los adolescentes de aquella clase era constante. Tal vez el profesor Sabino era el único capaz de callar a una turba de jóvenes y captar en verdad su interés por lo que decía—. Por el otro, sí, tenemos a aquella quienes las chicas de este reino tanto adoran y por quien suspiran: el príncipe Axel Terra Branford —la frase había sido aderezada con una gran gesticulación y un tono de voz que aumentaba y disminuía, una técnica que ya había utilizado cuando era líder de guerra, con la que captaba la atención de los soldados.

—¡Uuuh! —los gritos involuntarios partieron de distintos lugares del salón, provenientes de dos o tres niñas.

—¿Qué se imaginan? ¡Yo sabía que surgirían esos grititos! Lo que no entiendo es… —aquí su tono de voz se elevó demasiado— ¿qué ven ustedes en ese tipo, al final de cuentas? —el grupo rio y el profesor, con su cuerpo delgado y sus lentes de baja graduación, también lo hizo.

—¡Él es el más lindooo! —fueron las palabras de Patty, una adolescente con una vivacidad muy parecida a la de Ariane.

—¡Jo jo…! ¡Si ese es el criterio, entonces creo que también me propondré para ser príncipe en mi próxima encarnación! —dijo el profesor, batiendo las palmas una vez y arrancando carcajadas—. ¿Qué más se necesita para convertirse en un príncipe carismático, además de ser… «el más lindo»?

—¡Ser el más guapo! —dijo la joven Garistela.

—¡Y el más apetecible! —acabó de una vez Kenny, la más atrevida de todas las chicas de Andreanne.

—¡Uf! ¡Basta! ¡Basta, les digo! ¡Prefiero enfrentar a un ejército enemigo a seguir escuchando opiniones tan escabrosas! Nosotros, los soldados, somos conocidos porque nos hemos forjado un estómago fuerte para muchas situaciones, pero no para algo así… —y todos rieron a carcajadas una vez más.

María estaba impresionada con aquel profesor, sobre todo en momentos como aquel, pues en cualquier otra aula, con cualquier otro profesor, comentarios como los emitidos por las niñas serían calificados de «inmorales», «desvergonzados» y tantos otros adjetivos comunes en su universo. ¡Pero con ese profesor era diferente! Él trataba todo con bromas y buen humor. Para los jóvenes eso era un hecho inédito en un escenario como aquel. Y tal vez por eso, por no existir en aquel salón la censura a la que todos eran sometidos afuera, María creyó que las personas eran más sinceras con Sabino, lo cual era admirable.

—¡Muy bien, tenemos un Rey que agrada a la nobleza y a ustedes, plebeyos! ¡Y tenemos un príncipe para cada clase social! ¿Qué cosa mejor pensada y perfectamente diseñada que esa? —María no estuvo de acuerdo. Ella misma se sorprendió al hacer la observación en voz alta, ya que por su naturaleza habría tendido a esperar una pausa para preguntar directamente al profesor la respuesta a alguna duda o solicitarle que le indicara algún libro de la Biblioteca Real que le sirviera para lo que deseaba.

—Profesor, ¿está diciendo que el príncipe Axel es fruto de un plan real? Es decir, ¿que el Rey lo habría preparado para actuar como un plebeyo?

—¡Justo eso, María Hanson! Y digo más, esa decisión imprevisible del príncipe de inscribirse en la Confederación de Pugilismo de este reino fue estratégicamente pensada. ¡Y en realidad es una decisión perfecta! ¿Quién de ustedes, muchachos, no sueña con convertirse en un campeón del pugilismo? —no pasó mucho tiempo antes de que se escucharan los murmullos de los muchachos. Convertirse en un campeón del pugilismo o encontrar una mina de oro eran las únicas formas en que un plebeyo podía conseguir fama y dinero, incluso en el inicio de su vida como hombre.

—¡No, no es posible! ¡El príncipe Axel admira a la plebe! —en verdad María estaba diciendo las cosas sin pensar, no porque estuviera sin ganas de decirlas, sino porque solía apelar a la razón antes que a la emoción para evitar la vergüenza de exponerse delante de sus compañeros, una cuestión común entre adolescentes menos tímidos.

—¡Ja, ja, ja! —el profesor no se burlaba, sino que le hacía gracia imaginar a un príncipe al que «en realidad» le importara la plebe. El grupo comenzó a reír también, contagiado por el maestro, aunque en realidad nadie allí comprendiera el motivo de tanta risa—. ¿Y por qué un príncipe, nacido dentro de ese monumento conocido como el Gran Palacio, se preocuparía por la plebe, María? —toda la atención se volvió hacia la silla de la joven muchacha, que en ese momento se sintió como un prisionero interrogado por un tribunal.

—¡Yo qué sé! Pero… —enderezó los hombros para hablar y extendió las manos en un gesto de «¿yo qué puedo hacer?»—… Él dijo eso.

—¡Hablas como si conocieras al príncipe, María! —afirmó la tal Patty.

—¿Qué? ¿Conoces al príncipe, María? —esta vez fue Kenny, aquella niña atrevida, la que preguntó, con visibles dobles intenciones.

—¿Yo…? —María tenía ganas de exclamar: «¡Sí, lo conocí! Y él me dijo eso». Pero era tanta información: el hecho de que Axel fingiera que le gustaba la plebe sólo por temas políticos, el recuerdo de la posible existencia de un doble, la cuestión de haberlo conocido si bien con toda certeza él ni recordaría su nombre… Todo zumbaba en la cabeza de la adolescente—. ¡No, claro que no lo conozco! ¿Cómo podría hacerlo? —María bajó los ojos, como si estuviera avergonzada. Pero no era la vergüenza la que sentía, sino embarazo por la cantidad de pensamientos simultáneos.

—¡Ah, lo sabía! ¡Esa adora figurar! Primero con aquella payasada de la bruja y la casa de dulce. ¡Y ahora con esto! —el comentario maligno, injusto y completamente innecesario provino de una persona con las mismas calificaciones. Se trataba de Fourton, el que menos oportunidad tenía de subir en la vida de todos en aquel salón.

María no respondió. No pudo hacerlo. Su estómago empezó a hervir de rabia. Comenzó a ponerse roja, y cualquiera que la mirara podía comprobarlo. Las manos se cerraron hasta formar un puño y comenzaron a temblar; los labios se apretaron; la nariz se deformó; las cejas se aproximaron, y la frente se arrugó. Si un día existió una muchacha con rabia en Andreanne, se inspiró en lo que sentía María Hanson en ese momento. Imagina cuánta rabia fue necesaria para que a María le rebasara la razón en aquel instante, momento en que sujetó con fuerza el objeto más próximo a ella, un grueso y pesado cuaderno de tapa dura, y lo arrojó con la puntería de un lanzador de discos hacia la cara de Fourton.

El lance fue tan inesperado, que el muchacho no tuvo tiempo de reaccionar. ¡Y mientras el objeto volaba, adquiría tal energía cinética que causó un estrago espectacular al detenerse contra la pobre nariz del muchacho! Fourton cayó hacia atrás, aún sentado en su silla, con las manos cubriendo la región golpeada, mientras María, créanlo o no, permanecía de pie, apuntando el dedo índice directo al desdichado:

—¡So idiota! Si vuelves a decir una tontería como esa, te arrancaré los…

—¡Opa, opa, opa! ¿Acaso alguien recuerda que continúo en el salón? —el profesor batió las palmas con fuerza para llamar la atención del grupo hacia sí.

Fourton hizo el ademán de que agregaría algo, pero el profesor lo cortó:

—¡Cállate la boca y permanece sentado, pues te lo ganaste! ¡En cuanto a ti, muchacha, espero que no tenga que volver a interrumpir mi clase por tu culpa! La próxima vez la expulsaré de este salón y sólo volverá a entrar acompañada de sus padres. ¿Está claro?

—Sí, profesor. —María bajó la mirada, esta vez avergonzada—. Le juro que no volverá a suceder.

—Perfecto —al parecer Sabino retomaría el tema anterior, pero cambió también el tono de voz—. Si María golpeara tan bien como arroja los cuadernos, ¡yo sería el primero en apostar por ella en el próximo torneo de pugilismo de este reino!

Salvo Fourton, el resto del grupo, incluida María, compartió las carcajadas con el profesor.