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María Hanson pensó que estaba paranoica, pues desde el instante en que se levantó de la cama y le sirvió un café a su hermano, hasta el momento en que los acompañó a él y a su amiga preferida hasta la puerta de la Escuela Real, tuvo la nítida impresión de que los dos niños, que ella conocía tan bien, la miraban de manera diferente, interrogante, como si sospecharan alguna cosa extraña. Por un momento se le aceleró el corazón al imaginar que acaso la habían visto conversando con el príncipe, situación que sólo habría ocurrido si ellos fueran omniscientes.
«¿Y qué si me hubieran visto?», se tranquilizó. No había hecho nada malo, aunque, desde su punto de vista, había dicho demasiadas tonterías. ¡Entonces pensó que ella era la única en saber del cambio de príncipe por un doble durante la presentación de la obra! ¡Y eso podía ser parte… uf… de alguna conspiración… o una protección contra alguna amenaza de asesinato contra el benjamín de la familia real!
Claro, sabemos que exageraba, pero ponte un momento en su lugar. Era una plebeya con una vida anterior nada emocionante, y ahora parecía una niña descubriendo un mundo de aventuras. Y lo mejor, esta vez sin brujas de por medio. A pesar de haber errado el motivo, tenía razón en cuanto al hecho de que João y Ariane la observaran de manera más curiosa que lo normal.
Durante la caminata entre la casa y el colegio de los niños salió de dudas:
—¡Ya, corta ese silencio! Cuéntanos, María, ¿quién te gusta, eh? —preguntó Ariane, breve y sustanciosa.
—¿Yo? ¿Qué tontería están diciendo ustedes dos? —María procuraba al máximo parecer natural y encarar el asunto como una gran broma, pero en el fondo había en sus palabras un resquemor por todo aquello que la confundía.
—Sí. Cuando una niña se la pasa suspirando y con mirada de pez muerto, es porque algo tiene… —João se unió al coro de Ariane, también en forma breve y sustanciosa.
—¿Pero qué es esto? Están buscando lanzarse contra mí, ¿no? —María era lo bastante inteligente para percibir que de nada serviría hacerse la desentendida con un par de listos como esos.
—¡Ay, María, habla! ¡Vamos! ¡Cuéntanos ya! ¡Si lo compartes, hasta podríamos ayudarte a conquistar al tipo! ¿No, João?
El aludido no se mostró tan contento y afirmó:
—No tan totalmente. ¡Sólo si el tipo lo merece! ¿Estás pensando que dejará a mi hermana andar con cualquier vagabundo? Es una muchacha de respeto. ¡Primero tendrá que pasar sobre mí! —João no bromeaba, había dicho aquello con un aire firme, la nariz levantada y una expresión de «hombre de familia».
Las dos muchachas se rieron de su intento por mostrarse como un macho. En realidad María nunca había visto a su hermano experimentar un ataque así, y le pareció particularmente interesante que el niño se preocupara por las cualidades de su futura elección amorosa. Sin embargo, debía librarse de la insistencia de aquellos dos, y aunque se tardó un poco al fin encontró la mejor forma de hacerlo:
—Está bien, les digo —los ojos de ambos brillaron—. ¡Es el príncipe Axel!
—¡Aaah! —por el tono de la expresión, María notó que había logrado la deseada incredulidad—. ¡Eso hasta yo! —y Ariane no se dio cuenta, pero María sí, de la mirada furiosa que le lanzó João.
Cabe hablar aquí de nueva cuenta de la relación entre el príncipe Axel Branford y las mujeres de la plebe, aunque el ejemplo también aplique a la perfección con las mujeres de la nobleza. Ya dije que el príncipe arrancaba suspiros y todo lo demás a las mujeres, y que representaba lo que los plebeyos aspiraban a ser, pero es preciso abundar en la información. Déjame contarte antes acerca del aspecto físico del príncipe, cuestión que aún no abordo en realidad pues no me gusta perder el tiempo en descripciones de hombres, príncipes o no, mientras exista una historia por contar. Pero de ser necesario, entonces hay que hacerlo: se trataba de un príncipe de cabellos claros y labios finos, casi imberbe, estatura mediana, los brazos trabajados durante horarios excesivos de entrenamiento con los profesionales de pugilismo del reino, además de un rostro, dirían las plebeyas, «de bebé». Las plebeyas también decían otras cosas sobre él, pero ya me excedí demasiado en la descripción de ese príncipe.
Sin embargo, para terminar el razonamiento, las muchachas también decían que sólo dos tipos de hombre serían capaces de sacudir la imaginación femenina: los que, como el príncipe Axel, poseían una «cara de bebé» —esos eran «lindos»— y los que, como el príncipe Anisio, tenían «rostro de hombre» —es decir, los «machos»—. Sinceramente tengo dificultades para entender por qué no todos los hombres cuentan con un «rostro de hombre», así como no logro visualizar a aquellos que hablan sobre mujeres que no tienen «cara de mujer».
Tras investigar más a fondo entendí lo siguiente: las doncellas consideraban con una «cara de hombre» a los sujetos de mandíbula cuadrada, nariz y labios gruesos, cejas grandes, muchas veces sin afeitar, y a aquellos con «cara de bebé» a los de estatura media. Los varones con la «bendición» de haber nacido con tal «cara de hombre» también solían ser altos, aunque no necesariamente con los músculos trabajados, pero sí abultados. Existe también la cuestión de la postura y la manera de comportarse con las mujeres, pero eso involucra todo el razonamiento de un ser humano inconstante y difícil definir.
¡Basta ya! No me pidan más que feminice la imaginación plebeya o noble, pues mi función debería reducirse a contar historias, no a describir los elementos de carácter exclusivamente femenino. Aunque ahora está definido ya por qué los príncipes alimentaban tanto la imaginación femenina, al punto de que no les faltaban pretendientes para sus futuros casamientos. Y todas concordaban en un punto: ya fuera el príncipe con «cara de bebé» o aquel con «cara de hombre», sólo las nobles tendrían una oportunidad con cualquiera de los dos.
—¿Qué piensas del príncipe Axel, Ariane? —preguntó María.
—¿Qué pienso? ¡Que todo él es bueno! ¡Habla en serio, amiga!
Las palabras de Ariane te deben sonar extrañas, pues acaso no recuerdes la palabrería común a los mundos etéreos de «fantasía heroica». Pero te garantizo —a ti y a cualquier otro— que si eso ocurre es porque andas conversando con contadores de historias de la élite o que sólo cuentan historias de la élite. Si pasearas por algunos de los salones de clases de los preadolescentes, así como de los adolescentes de Andreanne, de seguro encontrarías la misma palabrería expresada aquí de manera común:
—¡Es muy lindo! Ese cabello lisito, ese cuerpo, ese trasero…
—¡Eh! ¿Pueden parar ya? ¡Qué payasada! —dijo João en el tono más rudo posible, representando el sentimiento de cualquier hombre que escuchara la conversación—. ¡Pensé que ustedes eran dos chicas de respeto! Así lo creía yo, ¿eh? —y caminó delante de ellas, porque ya habían llegado a la Escuela Real del Saber, siempre observado y acompañado del impulso incontrolable de las dos niñas, las cuales no paraban de reír.