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Mientras un galeón de su reino estaba por ser abordado, la princesa Blanca y su madre, la reina Rosalía Corazón de Nieve, se despedían de la familia real de Arzallum tras concluir el espectáculo en la Majestad. La princesa aún creía que el príncipe Anisio estaba más gordo de lo que debería estar y percibió cierta frialdad en la forma en que este la trató, si bien no le dio mucha importancia. Era una princesa diferente, del tipo que gustaba de estudiar asuntos no muy bien vistos por la corte. Y esa era la clase de conducta que nunca pasaba inadvertida.
—Por lo visto, parece que todavía te gusta estudiar temas extraños, princesa —observó el rey Primo antes de despedirse, al observar entre las pertenencias de su futura nuera un libro de magia blanca.
La princesa rio:
—Me gusta estudiar magias de curación e investigar la historia militar de épocas pasadas, rey Branford. He de convertirme en una princesa que estará al lado de su marido en la Sala Redonda del Gran Palacio en momentos de conflicto, en vez de llorar por su regreso tras una batalla incierta.
—No sé por qué no dudo de eso, Blanca. Ni por qué no te reprendo.
—Qué diferencia entre las princesas de hoy y las de nuestros tiempos, ¿no, Primo? —intervino el rey Alonso.
—Ciertamente, viejo.
Los dos monarcas se abrazaron a manera de despedida. Fue en ese momento cuando el príncipe Axel Branford pidió licencia a los invitados para «ir a la toilette», comentario que cualquier persona más atenta de inmediato habría percibido como una falsedad interpretada por un doble, en vista de la pomposa forma en que lo expresó. Pero nadie advirtió ese detalle, como también resulta impresionante que nadie —¡absolutamente nadie!— notó que aquel que regresó del baño, toilette o cualquier otro lugar, era un príncipe tres centímetros más alto que el que salió, que además venía enjugándose el exceso de sudor, a todas luces incongruente con alguien que ha pasado las dos últimas horas sentado en una butaca, incluso con la temperatura cálida originada por la sala llena de la Majestad… Bueno, nadie más con la excepción de la familia real de Andreanne. Y eso bien se puede comprobar cuando, al salir del Palco de la Majestad, el rey Primo preguntó de la manera más discreta que un monarca podría lograr:
—¿Y cómo te fue?
—Cada vez soy más lento. ¡Me tardé más de cincuenta segundos en noquear al tipo! ¿Puedes creerlo? ¡Más de cincuenta!
Y ante el comentario el monarca rio con un volumen alto, muy alto, aunque nadie comprendió por qué. Si se lo hubieran preguntado, Primo habría tenido que explicar que lo hacía por orgullo: el orgullo que sólo un padre es capaz de sentir por su hijo, sea un Rey o no.