14

En el momento referido, cuando la familia real y un grupo de niños dejaban la Majestad, ya era de noche. Cerca de las veinte horas, de acuerdo con los tañidos de la campana central de la catedral. En este instante la historia es narrada desde tierra, pero también podríamos hacerlo en alta mar, adonde iremos en este momento, pues ya no puedo ocultar por más tiempo la existencia de un grupo de personas fundamental para este relato.

Las ocho de la noche. Alta mar. Un sombrío navío pirata.

Existe algo de poético y mórbido en la vida de los hombres dedicados a la violencia. Más todavía en la de aquellos que se aíslan en ella. Se necesita mucha energía para que un hombre quiera ser malo todo el tiempo y dedicar a ello su existencia. La rabia corroe y el odio cansa a la mente inquieta, y si un hombre consagra su tiempo como siervo de su propio caos es porque buscó respuestas a enigmas personales dentro de sí y se desesperó al no encontrarlos.

Pareciera que las ocho de la noche no es la mejor hora para describir las acciones de piratas mercenarios. A tales horas sería más probable que estuvieran en algún establecimiento sucio y hediondo, bebiendo barriles de ron que deberían haber sido desechados desde hace meses, maltratando a mujeres de escasas ropas, zurrando a borrachos con poco dinero, lanzando cuchillos a chuchos hambrientos y planeando golpes entre chistes de humor negro. Sin embargo, esto no aplicaba a ese grupo en particular. Cuando menos no a aquel grupo. Ni a aquel capitán. Pues aquel grupo de piratas, aquel capitán en particular, no escogía lugar, hora ni día para atacar un navío o una ciudad, y la mayor parte de las veces actuaba por la inmediatez que precede a la locura.

Aquel capitán era Jamil, o Corazón de Cocodrilo.

Tal vez el nombre no te diga nada ahora. Pero te garantizo que si fueras un auténtico habitante de Andreanne, la piel se te erizaría al escuchar tal nombre, y al pronunciarlo te traería recuerdos de antiguas pesadillas difíciles de borrar. Se trata del nombre de un pirata distinto a los demás, descendiente directo del peor pirata que jamás haya existido.

Jamil era hijo del pirata más famoso del mundo.

Jamil, Corazón de Cocodrilo, era el hijo bastardo de James Garfio.

Durante muchos años, al mando del navío Jolly Rogers, James Garfio y sus piratas aterrorizaron pueblos, cortaron gargantas —algunas de enemigos y otras de traidores, pues al fin y al cabo no hay diferencia, ¿cierto?—, pillaron, saquearon, robaron, mataron, comerciaron con esclavos, traficaron con polvo de hada y cometieron atrocidades y crímenes de la peor especie que rehúso comentar a fin de no enloquecer.

Garfio y sus piratas eran tan temerarios, prepotentes y alucinados, que lograron lo que hasta hoy nadie más ha conseguido y en particular dudo que algún día se conseguirá: descubrieron la entrada a una isla élfica, considerada imaginaria, a la que curiosamente solían llamar Nunca, pues nunca nadie la visitaba. Al menos no en forma voluntaria.

No soy el más apropiado para contar historias sobre esa tierra, pues aún tengo problemas para aceptar su existencia, pero sé que si en realidad existe, Garfio la encontró y llevó el horror a ese paraíso. Fueron muchos los que desafiaron su reinado de terror y pocos también los que lograron desafiarlo. Sin embargo, un enemigo lo venció, uno al que no se puede enfrentar, pues por más fuertes, centrados y temerarios que seamos, ninguno de nosotros es capaz de derrotar al tiempo, ante el cual nos encontramos indefensos, temerosos, sometidos.

Con Garfio no fue diferente.

Nadie sabe si continúa vivo, pero aun si lo estuviera tendría alrededor de noventa años, y no hay pirata que mantenga el control de un barco sin el vigor necesario para cortar la cabeza del primero que ponga en duda su autoridad. Sólo Andreanne, aunque resulta injusto comparar con ella a cualquier pirata, incluso a Garfio. El hecho es que un día, cuando rondaba los sesenta años, Garfio se vio imposibilitado de continuar al frente de su grupo y habría caído muerto a manos de cualquiera de su tropa, pues lideraba a sus hombres con base en el miedo, y cuando este se ha perdido no hay nada que impida a un hombre llevar justicia o cobrar venganza contra aquel al que detesta. No piensen, pues, que aquellos bellacos morían de amor por su capitán.

Pero Garfio tenía un heredero, lo cual sólo salió a la luz en aquel curioso momento. Todo el mundo sabía quién era Jamil, uno de los más malvados del galeón de Garfio, y también cuál era su origen paterno. El Jolly Rogers era un bello galeón, conquistado, claro está, en brutal batalla, con tres largos mástiles que mantenían a flote a una nave de cuarenta y ocho metros. Y Jamil era un marinero que odiaba seguir y ejecutar órdenes mezquinas del sombrío capitán, al igual que cualquiera otro allí. Explotado como todos los marineros, lavaba la cubierta, limpiaba cañones y llevaba y probaba la comida de Garfio frente a su padre para averiguar si había veneno mezclado en la ración.

No miento al decir que muchos de la propia tripulación se olvidaban de que Jamil era fruto de un accidente entre Garfio y alguna prostituta en un puerto cualquiera, como muchos otros bastardos deben haberlo sido, sin saberlo ni aceptarlo. Y fue el propio muchacho el que, a los dieciséis años, partió detrás de aquel de quien decían era su padre e hizo todo para ingresar al grupo de piratas más temido de todas las épocas tras el establecimiento de los piratas en la legendaria Andreanne.

Hasta su ingreso en la tripulación pirata y su consagración como nuevo líder de aquel grupo, derecho que no heredó más que por la fuerza, el pasado de Jamil, un hombre nacido en un puerto cualquiera de la unión entre su madre y su cliente más famoso, representa por sí solo una excelente historia que adoraría contarles en otra oportunidad. No obstante, para resumir lo necesario sobre Jamil, encontró a su padre y lo convenció de que era su hijo bastardo, por lo cual este debería aceptarlo en su grupo.

Al hablar así pareciera que Garfio se mostró feliz al enterarse de la existencia de un heredero de todo aquello por lo que tanto sudó, robó, traficó y mató para conquistar. No te engañes: Garfio no albergaba el mínimo sentimiento paternal hacia el muchacho, e incluso alguna vez llegó a decir que «un hijo suyo debería tener ganchos en las manos». Tal vez por eso humillaba a Jamil cada vez que lo juzgaba apropiado. De hecho, en esencia eran parecidos, pero distintos en su filosofía. En política Garfio era un conservador y Jamil un anarquista.

A Jamil esto no le importaba. En realidad había nacido para pirata y sabía pensar como pirata. Siempre se colocaba en la situación del padre y creía que debía probarse en aras de ganarse el respeto y merecer el derecho de ser llamado su hijo —a la postre, para un pirata ser el vástago de una leyenda como aquella era motivo de orgullo—. También tendría que experimentar en qué consistía ser un soldado raso, de esos que lavan el suelo y prueban la comida del capitán del barco, para algún día convertirse en líder. Y así fue razonando, desde los pequeños hasta los grandes pasos, para moldearse a sí mismo y convertirse en un pirata mucho peor que su progenitor.

Y aquel deseo fue puesto a prueba máxima un día, cuando los tripulantes del galeón decidieron no aceptar más las órdenes de un pirata carcomido, próximo a la demencia, que apenas recordaba por la noche lo que había ingerido en el desayuno.

—Un día mis oponentes vencerán, pero no será hoy… —fueron las palabras proferidas a Jamil en aquel instante.

Ese día lo habrían matado. Ni el propio Garfio lo dudaba. Y lo echarían al mar, pues la antigua «mascota» del grupo siempre estaba cerca, esperando aquel momento con toda la paciencia. Se trataba del mayor cocodrilo de agua salada de la historia de ese mundo, que ya había probado el sabor de Garfio cuando algo o alguien, al parecer en Nunca —otros afirman que lejos de allí, pues pocos piratas cuentan la historia como se debería contar—, cortó la mano del pirata y se la entregó como alimento al bicho. Desde entonces el predador lo perseguía a fin de concluir aquel bocado. Cuando se detectaba a ese obsesivo cocodrilo en busca de comida, la impresión de cada tripulante de aquel barco era que aquel maldito predador traía en el vientre un maldito reloj, el cual representaba una siniestra cuenta regresiva para recordarles que hasta para el peor de ellos llegaría el final algún día.

Pocas cosas asustaban a esos locos, y ese cocodrilo era una de ellas.

Algunos llegaban a afirmar que aquel lagarto era el reptil más grande del mundo, aunque de seguro lo decían porque nunca antes vieron a un dragón. De cualquier manera se trataba de un macho que medía casi diez metros y pesaba cerca de tonelada y media. Alrededor de los ojos tenía dos crestas que remataban una inmensa cabeza desproporcionada respecto del resto del cuerpo. Gracias a sus sesenta y ocho dientes, aunque fuera un bicho viejo con una dentellada aún era capaz de arrancar la cabeza de un buey.

Aquel cocodrilo parecía decidido a no sumergirse mientras no satisficiera su obsesión por su última presa. No era pues motivo para sorprenderse que los hombres estuvieran locos por saciar su hambre.

Sin embargo, ocurrió de otra manera. Aquel día, cuando la tripulación estaba lista para iniciar su motín, liderada por Starkey, el segundo de a bordo, Jamil invocó su herencia por compartir la sangre con el líder que muy pronto sería asesinado, y anunció en voz alta que a partir de ese momento él pasaría a ser el nuevo capitán del Jolly Rogers por derecho de nacimiento, de modo que el galeón entero estaría obligado a seguir sus órdenes.

Es obvio que todos en el barco rieron. Y rieron mucho, con unas carcajadas que sólo los mejores bufones o los más atrevidos —que suelen ser lo mismo— son capaces de arrancar a las personas. Me refiero a esos ataques de risa en los que incluso duele el estómago, cuando la gente estampa el pie en el suelo o cae al suelo y rueda de un lado al otro hasta detener la histeria.

Jamil no se mostró sorprendido ante aquel grupo de unos sesenta hombres que no lo tomaban en serio, pues hasta un pirata sabe valorar, aunque esté a punto de asesinarla, a una persona que lo divierta. De hecho, en realidad eso esperaba.

Entonces sacó un cuchillo y todos pararon de reír.

Es obvio que Jamil no salió a cortar ninguna garganta ni ensayó otra acción interesante como las que narran los juglares, pues no era tonto. Nadie dejó de reír a causa de su figura amenazadora con un cuchillo en mano. Sólo sintieron curiosidad ante lo que haría aquel joven descerebrado, pues el bastardo se dirigió a la popa —la parte trasera del navío— y se quitó la camisa como si fuera a lanzarse al agua.

Y se lanzó.

Mientras observaban aquel espectáculo, los otros hombres consideraron que ese muchacho de diecinueve años había comprendido que era una vergüenza para el mundo, por lo que habría decidido poner fin a tanto sufrimiento. Y cuando el cocodrilo más grande del mundo, en extremo viejo, es cierto, pero siempre peligroso, apareció en aquel mar de tono añil, mientras Jamil se mantenía a flote con medio tronco fuera del agua, la hoja del puñal entre los dientes, esperando la llegada del lagarto con paciencia, todos ellos tuvieron una certeza.

Por un instante el muchacho se sumergió.

Transcurrieron largos, largos segundos.

Cuando los hombres se encontraban por retomar la discusión sobre cuál sería el mejor método para entregar a Garfio al cocodrilo, escucharon un sonido avasallador: cual una visión súbita, chocante y violenta, el bicho y sus enormes dientes salieron a la superficie con el cuerpo de Jamil entrelazado, para conformar una figura en la que el hombre y el cocodrilo se confundían.

Es verdad que la tripulación quedó impresionada de que el muchacho no hubiera sido despedazado. Tanto así que, una vez que hombre y animal descendieron de nueva cuenta a las profundidades, comenzaron a apostar cuánto tiempo le llevaría al cocodrilo esparcir un charco de sangre en el océano. Las apuestas, al principio un simple juego, empezaron a tomarse en serio y se inició una especulación.

Nadie le apostaba a Jamil, de modo que podemos darnos una idea de la sorpresa general cuando el muchacho resurgió en la superficie, en medio de un charco de sangre que no le pertenecía. Y cuál no habrá sido también la sorpresa cuando alguien le arrojó la escalinata y él subió a cubierta con la máxima y sangrienta prueba de su victoria: el corazón del cocodrilo más grande del mundo.

¡Un bellaco de diecinueve años, con un puñal entre los dientes, había matado solo al verdugo del progenitor que detestaba! El hecho fue que allí, en aquel momento surrealista, nadie más albergó dudas sobre quién sería el nuevo líder de aquel barco. Por eso todos cumplieron la orden cuando se condenó al conspirador Starkey a caminar, sangrante, sobre la tabla para morir como alimento de los tiburones, y por eso todos acataron la orden cuando el viejo Smee fue señalado y elegido como el nuevo segundo de a bordo. El Jolly Rogers agitó sus velas en saludo a su nuevo capitán y el corazón de los presentes latió en forma diferente, con esa eterna mezcla de temor y admiración que corre por la sangre de hombres como aquellos, pues hasta ellos se dieron cuenta de que estaban ante el mayor pirata que hubieran conocido en vida. Mayor que todos ellos. Mayor tal vez incluso que Garfio.

«Un día mis oponentes vencerán, pero no hoy…». Y fue así como nació Jamil, Corazón de Cocodrilo.

En esta digresión para contar la historia de Jamil no puedo dejar de referir que el Jolly Rogers navegaba en dirección a su próximo blanco: otro galeón que llevaba en el mástil la bandera del reino de Stallia, localizado al norte de Arzallum.

Jamil ordenó a los cañoneros que se prepararan, posicionaran la dirección del ariete de acuerdo con sus instrucciones y tomaran las dos hileras de armas que llenaban las cubiertas a babor y estribor del barco.

Aquellas eran las órdenes para un combate con olor a muerte.

Y nadie que jamás lo haya atestiguado tendrá una noción auténtica de cómo sus hombres adoraban eso.