Resultaba ya evidente la falta de bibliografía española sobre uno de los autores anglosajones que más polvareda ha levantado en el mundo durante los últimos años. Las obras de Tolkien se encuentran entre las más leídas, no sólo en Inglaterra o Estados Unidos, sino en Francia, Alemania y otros países de Europa y América. Desgraciadamente, y como suele ocurrir con excesiva y lamentable frecuencia, fueron casi ignoradas entre nosotros hasta el estreno en 1980 de la versión cinematográfica de El Señor de los Anillos, basada en el más importante de sus relatos. Aun así, de toda la ingente producción del autor y de la labor crítica que ha generado hasta este momento, primavera de 1981, sólo se conocen en nuestra lengua una traducción de esta obra y una versión argentina de The Hobbit.
La primera pretensión, pues, de este volumen es la de contribuir a paliar esa escasez y acercar este autor al gran público de habla hispana. Servirá, por otra parte, así lo creemos, de punto de apoyo que ayude a los todavía no iniciados a acercarse con mayor conocimiento de causa y la necesaria preparación a su obra más significativa ya mencionada, El Señor de los Anillos[1].
Estas páginas suponen también un aporte más a una literatura que, sin ceder puntos en el aspecto cualitativo, alcanza las mayores cotas de popularidad: la literatura de ficción fantástica. La validez de realización y el enorme poder de convocatoria que han demostrado avalan su calidad. Han supuesto un éxito sin precedentes y contra todo pronóstico, que sorprendió incluso a su propio autor, y cuyas claves nos vienen dadas por una serie de circunstancias entre las que, como tantas veces ocurre, sobresalen las profesionales y personales.
Tolkien fue un concienzudo y entregado profesor de literatura anglosajona en la universidad de Oxford. Su contacto permanente con los relatos épicos de las lejanas civilizaciones paganas y paleocristianas, y el encanto romántico de aquellas vidas entregadas a unos ideales heroicos, se mezclaban con su propia insatisfacción ante la realidad que le tocó vivir. El tremendo choque personal que supuso la experiencia de una guerra sucia de trincheras como fue la de 1914 produjo un cambio sustancial en la visión idealizada que muchos escritores, contemporáneos suyos de armas y letras, habían mantenido con anterioridad a aquel conflicto. Baste recordar a este respecto nombres como los de Owen, Sassoon, Brooke y otros. A esta descarnada realidad siguió otra no menos trágica: el auge del mundo industrial con sus secuelas de degradación ambiental, la sustitución de la labor artesanal y creativa por un maquinismo castrante y el consiguiente vuelco en la tradicional escala de valores, dando paso a una concepción primordialmente materialista de la sociedad.
Tolkien se resistió a aceptar este estado de cosas y plasmó a manera de protesta, de revuelta personal y válvula de escape, su particular concepción del universo y del puesto que en él le toca jugar al ser humano.
Así fueron surgiendo una serie de obras, El Hobbit, El Señor de los Anillos, El Silmarillion y un amplio etcétera, del que forman parte las tres que componen este volumen.
Podríamos comenzar diciendo que se trata de tres títulos menores, y sería cierto si entendemos el adjetivo en su sentido físico mensurable y dimensional, y no en el peyorativo que con frecuencia lo acompaña; porque, aun siendo cortos, están rebosantes de contenido y pueden dar una idea exacta, precisa y ajustada del autor y de las tesis que defiende a lo largo de toda su producción. Tesis artísticas, filosóficas y religiosas.
Estas últimas están incardinadas en una teoría personal de los valores, basada, como en su caso no podía ser menos, en las enseñanzas tradicionales de la Iglesia Católica, que se proyectan sobre su peculiar universo narrativo sin que ello signifique freno a la imaginación en aspectos circunstanciales o secundarios.
Otro de sus temas es la problemática del artista-creador, que es tanto como decir la suya propia. Tolkien concibe el trabajo como un medio de servicio a la comunidad y, sólo a partir de aquí, vehículo de nuestra propia superación para llegar al encuentro con el Más Allá, con ese Infinito Absoluto hacia el que todo ser humano tiende. Dentro de este concepto general, en el que cualquier trabajo se justifica siempre que se resuelva en una aportación al bien común, el artista-creador tiene una importancia crucial, pues su contribución a la sociedad no se limita a lo material, sino que tiene la virtud de poner al alcance de los demás los atisbos del glorioso reino de la Fantasía, que sólo al iniciado le es dado vislumbrar. Ese Reino, más que una mera ilusión, es un mundo de espiritualidad, una especie de antesala del Infinito, con el que parece limitar por uno de sus confines.
La concepción que del artista-creador contempla Tolkien no queda muy distante de la que han sostenido otras civilizaciones pretéritas. El artista era para ellas fundamentalmente un ser en contacto, o capaz de entrar en contacto, con la divinidad y hacer partícipe de esta experiencia al resto de los mortales. El encuentro artista-divinidad presentó dos versiones: en unos casos el artista, privado de toda iniciativa, era sólo el médium a través del que los dioses se manifestaban; en otros, eran sus peculiares facultades las que le permitían entrever la grandeza que a los demás les quedaba oculta. Pero sea como fuere, siempre se le acababa considerando como un ser especial y tenía que sufrir la incomprensión y él aislamiento, cuando no el odio y la persecución, por parte de aquellos a quienes quería servir. El artista tiene para Tolkien algo de sacerdote y oráculo.
Además de la defensa de los valores tradicionales y de su concepto personal sobre el artista, la misión de éste y su entorno cultural y humano, Tolkien se enfrenta también a un tercer problema, clave e insoluble, caballo de batalla para tantos moralistas, filósofos y artistas, que resulta ser la gran tragedia del ser humano: el tiempo, su estrechez para nuestras ansias y la futilidad de nuestros esfuerzos por dominarlo.
Estos son los leit-motiv que una y otra vez actúan como comunes denominadores en las tres obras «menores» que hoy presentamos. Ahora bien, aquí terminan las semejanzas, porque en los tres casos el planteamiento, la clave y la resolución son completamente distintos.
Egidio, el granjero de Ham es un «divertimento» con vocación de «exemplum», es decir, una obra en la que, burla burlando, el autor canta las verdades a los hipócritas, arribistas, prepotentes, presuntuosos, vanidosos y parásitos de siempre, tratando al tiempo de que el lector aproveche al final la moraleja.
Desde un punto de vista formal y estilístico Egidio quizá sea, si prescindimos de El Señor de los Anillos, la más conseguida y sin duda la más amena de sus narraciones. El tono, tan lejano en cierta forma del resto de su producción, podría desconcertar al incondicional de Tolkien durante los primeros momentos. Pero si profundizamos en las circunstancias ambientales que arroparon su nacimiento, y entendemos por tales las profesionales y personales, esta aparente digresión resulta perfectamente comprensible. Tolkien se hallaba por estas fechas, 1949, en una de sus etapas más positivas. La vida familiar discurría sin mayores sobresaltos. La euforia por la reciente victoria aliada contribuía a este estado de cosas. Académicamente había visto consolidada su posición en el campo universitario. Pero sobre todo, y esto para nosotros es lo más significativo, empezaba a percibir una luz en el largo túnel de su ansia más íntima: la creación literaria; el tímido ensayo narrativo de El Hobbit se iba abriendo camino con éxito; la trilogía de los Anillos estaba ya muy avanzada y en la mente de Tolkien no cesaban de bullir los distintos mundos de su peculiar creación, El Silmarillion. No es de extrañar que quisiese dar cuerpo y forma a su satisfacción; y nada mejor que ponerse a garabatear cuartillas en su escritorio. Así nació lo que antes calificábamos de excrecencia y aparente digresión.
¿Por qué aparente? En realidad se trata de dar sólo un baño de humor e ironía a la temática y a los enfoques que el autor desarrolla en todos sus escritos. Es decir, y matizamos aquí la afirmación de Køcher[2], la broma queda en el estilo, no afecta al contenido de la obra, en la que Tolkien mantiene una vez más sus tesis: sólo en la humildad se encuentra la verdadera grandeza, el que se humille será ensalzado; que vale tanto como defender unos valores tradicionales frente a las modernas corrientes que tratan de negarlos o relegarlos a los últimos lugares. Pero Tolkien no toma postura en favor de estos valores como meras fórmulas más o menos rituales. Para que tengan pleno sentido deben estar inmersos en autenticidad. Y cuando zahiere o ataca, su diatriba no va contra principios o ideas. No se trata de condenar unas proposiciones teóricas, sino de demostrar que lo importante, como siempre, es la forma en que se lleven a la práctica y el empeño que pongamos en hacerlo de la manera más honesta posible. Por eso intenta siempre mantenerse en un punto exacto de equilibrio, sin adoptar actitudes ultraconservadoras ni revolucionarias. Y en pocas de sus obras se aprecia tanto este deseo como en Egidio. Cuando critica al rey, a los nobles o a los caballeros, no lo hace por su condición de tales, sino precisamente por no «ejercer», por no ser fieles a la autenticidad de su misión, por ser pobres remedos de la función a la que han sido llamados. Y su crítica se lleva a cabo sin acritud, amargura u hostilidad. Expresa más bien menosprecio por lo falso. Condena la degeneración en que la soberbia, el abuso y la inhibición han hundido al tecnificado mundo moderno. Tolkien prefiere un ambiente más sencillo, donde se pueda llegar con facilidad al corazón de los demás. Pero tampoco el ambiente rural está visto a la luz de una idealización nostálgica. Es consciente de los problemas que lo pueblan, las envidias, la falta de cultura, las cicateras ambiciones personales que se anteponen siempre al bien común. Lo sabe y no lo oculta; con todo, en el mundo rural aún se pueden encontrar la autenticidad y la sencillez. Y cuando este mundo crece en el relato y se convierte a su vez en Corte, lo que lo distingue y salva de caer en la mayoría de los vicios criticados es el hecho de mantener su propia identidad y hacerlo con la necesaria humildad como para que resulte auténtica.
Hay, pues, una inteligente y atemperada crítica social, hecha con buen humor y una ironía suave, muy bien matizada y nada agresiva. Defiende con apasionamiento, pero sin dureza, el modelo de sociedad que a él le gustaría disfrutar. Es decir, para Tolkien la vida rural, la actividad humana tal como la entienden y practican las gentes del campo, sin estar exenta de defectos, resulta en conjunto preferible a la de los núcleos urbanos, donde la gente está más atenta a las apariencias y signos externos que al valor real de los sentimientos, afectos o actitudes. Toca así la tesis del Beatus ille, recurrente en casi todas las literaturas, y se acerca de alguna forma a lo que en nuestra propia tradición se tituló Menosprecio de corte y alabanza de aldea.
Estas diferencias se hacen más evidentes al contrastar en forma cómica y caricaturesca ambas posturas. Pero además de lograr resaltar el contraste apoyándose en estos recursos, consigue una obra simpática en extremo, ágil, fácil de leer y, lo que es muy importante, asequible a todo tipo de público.
El desarrollo argumental sigue uno de los patrones más repetidos en este tipo de narraciones, al que Tolkien resulta ser particularmente aficionado: el héroe se ve forzado a emprender un viaje para encontrar o rescatar un tesoro. Y hablando de héroes, no estará de más advertir que los protagonistas creados por nuestro autor se acercan a lo que se ha dado en denominar antihéroe, no a la tópica figura épica revestida de bélicos arreos y empujada y sostenida por nobles ideales. Egidio tiene más de Sancho que de Quijote, y el resto de la galería de los principales personajes tolkienianos está encarnado casi de forma invariable por hombres llanos, apegados a su forma sencilla de vida y costumbres.
La segunda de las narraciones presentadas, «Hoja», de Niggle, es la más simbólica de las aquí traducidas y, al mismo tiempo, la más clarificadora para calar en el pensamiento del autor. Contrariamente a lo que ocurrió con Egidio, los momentos que precedieron a la gestación de esta obra fueron tensos y preñados de preocupaciones. Soplaban vientos de guerra en Europa y los presagios no parecían muy favorables para Gran Bretaña. Tolkien teme que la catástrofe pueda afectarle de modo directo y parece sentir la necesidad de hacer balance de lo que hasta entonces ha sido su vida y su carrera. «Hoja», de Niggle es, pretende ser, una justificación del trabajo literario realizado por el autor hasta el momento. Resulta evidente que sentía cierta preocupación por la reacción, presumiblemente negativa, de sus colegas universitarios ante el tipo de obras que se traía entre manos. No parecía propio de un serio profesor universitario, capaz de publicar esclarecedores ensayos sobre obras fundamentales de la literatura anglosajona, ponerse a escribir, y lo que es más grave, publicar aquellos títulos «incalificables».
Pero no es ésta, que podríamos considerar causa menor, la que empuja a Tolkien sobre las cuartillas. Él está convencido de la «bondad» de su esfuerzo, y es este convencimiento el que trata de compartir con los demás.
El profesor de Oxford, católico romano, cree por encima de cualquier duda que hay otra vida, un Más Allá, y que nuestro paso por este mundo no es sino una preparación, un peregrinar hacia esa meta lejana y próxima a la vez. Cree también que el artista está capacitado, gracias a su especial sensibilidad y sus dotes de percepción, para acercarse al Más Allá y entrever su grandeza.
No hace falta mucho esfuerzo de imaginación para descubrir en Niggle al propio autor: la entrega a su vocación sin abandonar las obligaciones que tiene para con sus semejantes como miembro de una sociedad, y su intento de recrear a través del trabajo artístico la realidad espiritual a la que tendemos e iniciar así la vía ascética que nos lleva al Oeste de Promisión.
La labor de Niggle es, desde un estricto punto de vista social, plenamente válida, pues sirve de nexo de unión entre el mundo superior, esa región ideal que acabamos de mencionar, y la oscura y fría realidad de nuestro vivir cotidiano. El artista es el vigía encaramado en la cofa más alta del palo mayor, que desde allí transmite incluso los más leves atisbos de tierra a los míseros galeotes hundidos en la sentina. Pero esta misión no deja de tener sus peligros. El camino de Fantasía es intrincado y, por si fuera poco, suscita y genera incomprensión en este mundo racionalista y utilitario que nos ha tocado vivir. No son pocos los galeotes que critican al vigía y no comprenden que también es arriesgado mantenerse en la cofa expuesto al sol y al frío, tratando de distinguir la línea de la costa entre la bruma o la proximidad de tierra firme por el vuelo de las aves. La incomprensión y hostilidad de sus convecinos es uno de los tributos que debe de pagar todo aquél que destaca. Tolkien lo sabe perfectamente, porque es su caso, y trata en esta obrita de hacernos llegar su particular opinión sobre estos puntos. Para él Fantasía, el intento de acercarnos a ese Reino y de caminar sus sendas supone un medio de lograr nuestra realización como personas y nuestro acercamiento y encuentro con el Más Allá.
Afirma la validez del trabajo, cualquiera que sea su faceta, como fuente de enriquecimiento para la sociedad. Por lo que respecta al arte en particular, cuestionado por el utilitarismo de un mundo materialista y cerrado a la imaginación, defiende su validez a la hora de aportar una contribución positiva al bien común. De todas formas, ni el derecho a la elección libre y personal de una actividad ni el reconocimiento de los valores de ésta por el resto de nuestros semejantes son los problemas que más preocupaban a Tolkien en aquellas fechas de 1939. La guerra le ponía delante una vez más la gran tragedia a la que desde siempre se ha debido enfrentar el ser humano: la frustración que supone saber que en cualquier momento, cuando menos lo esperemos, tendremos que abandonar esta vida dejando detrás de nosotros nuestra obra inacabada, que nuestras horas están pesadas, medidas y contadas, y que nuestros esfuerzos por evitarlo son irremisiblemente vanos.
Estos mismos problemas se tocan a lo largo de las páginas de la tercera narración, El herrero de Wootton Mayor. Ya quedó dicho al comienzo que estas tres obras son variaciones temáticas conjugadas claves diferentes. También aquí nos encontramos con la defensa de unas determinadas actitudes ante la vida, con una reflexión muy personal sobre Fantasía y con el fantasma del tiempo y su victoria inexorable sobre los mortales. Pero desde 1939 habían variado de forma sensible las coordenadas personales del autor y, como es lógico, el enfoque de los problemas también sufrió modificaciones que, si no afectan en profundidad a la ideología, sí se hacen presentes en el tratamiento, desarrollo y exposición de los mismos.
El herrero de Wootton Mayor fue publicado en 1967, y se nota cómo el paso de los acontecimientos ha redondeado las aristas del pensamiento juvenil. El Reino de Fantasía es aún ese Sinaí mítico, lugar de peregrinación, encuentro y enriquecimiento espiritual; aunque con una diferencia fundamental: las profundas connotaciones religiosas, que en Niggle suponen casi una pública confesión o profesión de fe, se encuentran en esta ocasión mucho más difuminadas. Fantasía no deja de ser un mundo que nos está paradójicamente vedado y al mismo tiempo abierto, y cuyo disfrute nos exige una auténtica dedicación y esfuerzo. De nuevo encontramos aquí la idea del artista elegido, pero elegido en razón de unas condiciones previas de receptibilidad y entrega a los demás. Se insiste también en las servidumbres que esta elección acarrea y en el ostracismo a que se ve condenado el artista. Y todo esto a pesar de que a los mortales sólo les es dado atisbar desde los umbrales del Reino. Esta misma incapacidad ha de hacerles comprender sus limitaciones, para que puedan de esa forma afrontar, revestidos de humildad, el trato con sus semejantes. Gracias a esa humildad y conscientes de que su obra no es sino parte de un todo mucho más complejo, serán capaces, llegado el momento, de entregar el relevo a sus sucesores.
Abordamos así otro punto cardinal en la producción de Tolkien: el tiempo. Aquí se encuentra quizás una de las diferencias más notables entre esta narración y la anterior, tan coincidentes en otras facetas. Cuando describe la angustia de Niggle, el autor es un hombre joven, inmerso en el torbellino de una guerra y en el temor a morir y dejar sin recoger la cosecha sembrada. Sus creencias le impiden la rebelión o la desesperación, pero no puede evitar que le atenacen la incomprensión, la angustia y el abatimiento.
En El herrero, sin embargo, la vida ha ido templando pasados ímpetus, haciéndole más tolerante y ampliando sus criterios. Le ha preparado para el inevitable relevo. Su postura es más reflexiva, más meditada. Si no hay resignación, hay al menos voluntaria entrega. No es, pues, de extrañar que (a diferencia del ardor y entusiasmo de Niggle, del humor irónico y socarrón de Egidio) predomine en El herrero el tono melancólico y opresivo que acompaña a las despedidas.
J. C. Santoyo
J. M. Santamaría
Abril de 1981