5

Fue un otoño con todas las de la ley. Las calles estaban cubiertas por una alfombra de hojas doradas que se arremolinaban y salían dando vueltas cuando el viento arreciaba. Los días eran cada vez más fríos y cortos, y Maria Domenica tenía tan pocas ocasiones de ver el sol como de atisbar a Alex.

Cuando por fin logró resolver el misterio de su desaparición se sintió aliviada: había encontrado trabajo. Ayudaba al mecánico de un garaje que había calle abajo. Había mucho trabajo y Alex tenía interés en hacer todas las horas extra que podía. Su piel rosada adquirió un tono ligeramente más intenso cuando le dijo que quería ahorrar algo de dinero. Luego metió la cabeza debajo del capó de uno de sus coches desvencijados y se puso a tararear una tonada discordante que hizo que a ella se le quitaran las ganas de hacer más preguntas.

El trabajo absorbía la mayor parte del tiempo de Alex. No habían vuelto a tener ocasión de realizar otra de sus clases de conducir y solamente habían podido ir al cine un par de noches.

—Me alegro de que estés trabajando duro —le decía ella, pero no lo pensaba de verdad. Había descubierto que echaba de menos tenerle a su alrededor. Incluso Chiara, que era una niña de temperamento alegre, se sentía decaída y abandonada.

De modo que cuando Alex apareció y le preguntó si quería ir a cenar fuera, Maria Domenica se sintió casi emocionada.

—Pero no te gastes en un restaurante ese dinero que tanto te ha costado ganar —le dijo, aun así—. Nos lo pasaremos igual de bien si compramos pescado frito con patatas y nos lo comemos en el paseo.

—No, quiero llevarte a cenar como es debido a algún sitio agradable —insistió.

—Pero no podemos… No tengo nada que ponerme.

—No seas tonta, tienes un montón de ropa. Tú siempre estás guapa —dijo él con una amplia sonrisa.

Los restaurantes elegantes nunca habían formado parte de la vida de Maria Domenica, de modo que no pudo evitar ponerse nerviosa cuando tuvo que vestirse para salir. Los pocos vestidos que tenía en su armario acabaron desperdigados por la habitación mientras se probaba faldas y blusas y descartaba lo que no le gustaba, tratando de elegir el mejor conjunto. Se decidió por un vestido de color crema con un cinturón que le llegaba hasta la rodilla. Aunque al salir de casa se sentía cómoda, en cuanto entró en el restaurante supo que aquel no era su lugar. El local era muy lujoso, estaba muy iluminado, y el maître era excesivamente rígido y arrogante. El empleado enseguida se dio cuenta de que eran el tipo de clientes que cenaban fuera muy de vez en cuando, y no vio la necesidad de intentar ganárselos. Las cosas no mejoraron cuando los llevaron a su mesa. Había demasiados cubiertos para Maria Domenica, demasiados platos y un menú larguísimo lleno de palabras extrañas en francés.

Ella y Alex conversaron en voz baja, temiendo perturbar la santidad de aquel lugar. Maria Domenica casi se sintió en la obligación de arremangarse y echar una mano en la cocina, o como mínimo de servir algunas mesas. Pero se limitó a decirle a Alex:

—Qué bonito es esto. Cuánto lujo. —Él asintió con la cabeza y tragó un bocado. Parecía nervioso y estaba más sonrosado de lo normal.

Habían comido el primer plato y estaban empezando el segundo cuando Alex se metió la mano en el bolsillo y sacó una cajita cuadrada que deslizó a través de la mesa.

—Maria, ¿quieres casarte conmigo? —preguntó con una voz apenas audible.

Ella lo miró totalmente conmocionada.

—Te quiero —prosiguió él—. Quiero que seas mi esposa.

Mana Domenica se sentía como si estuviera actuando en una película y alguien se hubiera olvidado de decirle la siguiente frase. Buscó una respuesta desesperadamente.

—Alex, no puedo. Lo siento, pero no puedo.

A continuación vio horrorizada cómo a Alex comenzaban a caerle lágrimas por la cara. Todo el mundo estaba mirando: los camareros, los demás clientes y el hombre que tocaba el piano en el rincón. Pero a pesar de ello Alex siguió llorando en silencio. Maria Domenica, a su vez, sintió que los ojos se le empañaban de lágrimas.

—Alex, me gustas de verdad —logró decir—. Te considero mi mejor amigo, pero no puedo casarme contigo. Es imposible.

Él la miró por encima de los platos llenos de carne, patatas y una salsa cremosa.

—¿No quieres mirar el anillo por lo menos? Es una esmeralda.

—No, guárdalo, Alex. Por favor, guárdalo.

Intentaron comer, pero de repente pareció que la comida era imposible de digerir. Cuando el maître los acompañó a la salida, Alex tenía los bolsillos más ligeros y el estómago vacío. Su cuerpo volvía a estar rígido como una tabla de planchar y evitaba mirar a Maria Domenica a los ojos.

Ella deseaba explicarle que tenía una buena razón para decirle que no: ya estaba casada. En Italia había una persona llamada Marco que decía que era su marido, a pesar de que nunca la había amado. Y aunque podía enlazar las palabras en su mente, le resultaba imposible pronunciarlas.

Emprendieron el camino de vuelta en silencio; cuanto más tiempo permanecían callados, más difícil se hacía hablar. Para Maria Domenica fue un alivio poder echar a correr escaleras arriba hasta el santuario de sus habitaciones y escapar de la mirada de reproche de Alex y del ostensible bulto de su bolsillo, donde se hallaba el anillo de compromiso. Pero si pensaba que iba a poder dormir, estaba equivocaba. Se quedó despierta entre sus limpias sábanas blancas, escuchando el tictac del reloj y sintiéndose como si se hubiera olvidado de cómo se dormía, como si no fuera a dormir nunca más.

Le pareció absurdo quedarse allí tumbada, de modo que se levantó y se dirigió al sillón que tenía orientado hacia el oscuro río y las luces de Liverpool. Acurrucada y abrazando una almohada contra su pecho, contempló la vista e hizo un esfuerzo por ordenar sus pensamientos.

En primer lugar, estaba casada. Volver a casarse supondría infringir la ley. Pero si hubiera sido libre, si el divorcio hubiera sido una opción, ¿habría aceptado el anillo de Alex? Ella no le quería. No sentía pasión cuando le miraba ni la menor excitación cuando él la tocaba.

Por otra parte, si se casaba con Alex, podría vivir en aquel antiguo caserón para siempre. Él era agradable, nunca le levantaría la mano y jamás la abandonaría. El amor que él le profesaba conseguiría que se sintiera cómoda y a gusto, y ella cuidaría de él. Quizá con aquello bastaba para casarse, tal como le había dicho su tía Lucia.

Maria Domenica echó un vistazo al reloj. Era la una de la madrugada; él debía de estar durmiendo en la cama a esas horas. Salió de la habitación sin hacer ruido, procurando no despertar a Chiara, y bajó la escalera.

La puerta de Alex estaba entornada y, aunque no podía verlo en la oscuridad, oía su respiración. Se quedó allí un rato oyendo su ritmo constante. Estaba a punto de hacer algo. Si atravesaba aquella puerta cometería el acto más descabellado de su vida, y al mismo tiempo el más sensato.

Lo que le preocupaba no era la idea de infringir la ley. Las leyes estaban hechas por hombres corruptos, y siempre habría alguien dispuesto a aceptar un fajo de billetes a cambio de solucionarlo todo, como había hecho el agente de la frontera suiza. Y en cuanto al hecho de presentarse ante Dios y prometer que sería fiel a Alex hasta que la muerte los separase… tampoco le asustaba. Ningún dios sensato esperaría que se quedara con un hombre capaz de hacerle daño y amenazar con hacérselo también a su hija, ¿no?

Lo que le daba miedo era que no pudiera tener ningún sentimiento de pasión por Alex. Trató de imaginarse tumbada a su lado y dejando que la tocara con sus ásperas manos. Se imaginó las largas piernas de él entrelazadas con las suyas, y su piel contra la de ella, pero no parecía posible, ni mucho menos probable. Vaciló ante su puerta, con los ojos acostumbrados ya a la oscuridad y capaces de distinguir su silueta en la cama.

Los pies avanzaron antes de que su cerebro hubiera accedido a dar aquel paso. Notó la arena que había bajo las plantas de sus pies descalzos y, de entre todas las cosas, su mente reparó en que hacía tiempo que Alex no pasaba el aspirador por la alfombra. Retiró sus sábanas viejas y sucias y se metió en la cama junto a él. Apoyó la mejilla contra su pecho y notó cómo subía y bajaba con su respiración.

Él la rodeó con sus brazos de forma refleja. Entonces se despertó sobresaltado y susurró, incrédulo:

—¿Maria?

—Alex, la respuesta es sí.

—¿Qué?

—La respuesta es sí, me casaré contigo.

—¿De verdad?

—Sí, sí.

—Entonces, ¿por qué dijiste antes que no podías? Yo pensaba que…

Ella interrumpió sus palabras con un beso. No un roce de labios o un beso entre amigos, sino un beso de verdad. La lengua de ella se introdujo entre sus labios y Maria Domenica se arqueó y se apretó contra él. A continuación notó cómo el cuerpo de Alex respondía al suyo.

—Dios, eres tan hermosa… Soy tan afortunado —dijo él gimiendo.

—No, yo soy la afortunada. —Volvió a besarle—. No puedo creer lo afortunada que soy.

Él deslizó sus manos tímidamente por el cuerpo de Maria Domenica, y ella notó el áspero tacto de sus palmas, curtidas por el contacto con los motores de los coches. Al frotarlas por su piel, ella sintió un hormigueo.

Alex se colocó encima de ella y Mana Domenica abrió las piernas para acomodarse a él. Por un momento pensó que ahora sabía cómo se sentía una puta, aunque ella se estaba acostando con Alex a cambio del afecto y la seguridad que él podía ofrecerle, y no de dinero. A continuación él la besó y, sorprendida por el deseo que despertaba en su cuerpo, se olvidó de todo lo demás.

Alex era un amante atento. La acarició y la besó durante lo que parecieron horas y luego, por fin, la embistió. Maria Domenica oyó un gemido y se dio cuenta de que lo había emitido ella misma. Alex comenzó a embestir con mayor urgencia; sus cuerpos se volvieron resbaladizos y su respiración entrecortada. Por primera vez en su vida, Maria Domenica sintió que un orgasmo se elevaba en su interior. Y durante un instante insoportablemente delicioso alcanzó el clímax del placer; a continuación, jadeó y se estremeció con el estallido final.

Después Alex posó una mano sobre su vientre y le susurró al oído:

—¿No sería maravilloso que ahora mismo se estuviera concibiendo un bebé aquí dentro?

—Mmm —contestó ella, con la mente todavía abstraída por la intensidad con que había respondido su cuerpo.

—Nos casaremos pronto, ¿verdad? No veo ningún motivo para que aplacemos el compromiso.

—Sí.

—Espera un momento. —Salió de la cama de un salto y empezó a rebuscar entre la ropa que había dejado amontonada encima de la alfombra sucia.

—Vuelve a la cama, Alex —dijo ella, con voz soñolienta.

—Un momento, un momento —susurró él—. Ah, aquí está.

Se metió otra vez bajo las mantas y tomó la mano izquierda de ella. Acto seguido, deslizó con cuidado el anillo con la esmeralda en su dedo.

—Parece que encaja perfectamente —le dijo en la oscuridad—. Pero no podremos ver cómo te queda hasta que sea de día.

—Debes de haber trabajado mucho para poder pagar el anillo y la cena.

Él rió.

—Bueno, la cena sí que está pagada, pero todavía me falta pagar una parte del anillo —admitió él—. De todas formas, no tardaré mucho en saldar la deuda. Voy a trabajar muy duro y voy a cuidar de ti y de Chiara, te lo prometo. ¿Maria Domenica?

—Sí.

—Si hay algo que no quieres contarme sobre Italia y el padre de Chiara, ya sabes, sobre el motivo por el que viniste a New Brighton y todo eso, no pasa nada. No me importa el pasado, solo el futuro.

Maria Domenica se quedó dormida con la cabeza apoyada sobre el pecho de Alex, rodeada por sus brazos. Su piel olía a jabón, aunque sus sábanas no desprendían la misma fragancia. A través de la ventana abierta podía oír el sonido de las olas que chocaban contra el malecón. Se sentía protegida y segura. Se prometió que pasara lo que pasase, nunca haría daño a aquel hombre que dormía junto a ella.