Evitar a Alex no era difícil, era imposible. Había adquirido el extraño hábito de presentarse por casualidad allí donde ella iba. Chocaba con ella en la verdulería y la ayudaba a llevar la compra. O bien al volver a casa después del trabajo, Maria Domenica oía el ruido familiar del motor del Morris y acto seguido él se paraba para llevarla. Siempre había una sonrisa cordial en el rostro de Alex y nunca se olvidaba de mimar a Chiara. A menos que fuera brusca, no conseguiría librarse de él.
Tal como había prometido, cuando ella tuvo un día libre Alex apareció con unas placas con la L para el coche.
—¿Estás lista para aprender a conducir? —le preguntó.
—Oh —dijo ella, vacilante—, no sé.
—Vamos, la semana pasada estabas entusiasmada.
—Sí, pero…
—Inténtalo, Maria. Entra en el coche.
Se dirigió al lado del pasajero por la fuerza de la costumbre.
—Ah, no —le dijo Alex—. Ven aquí.
Se hacía extraño tener el volante delante. Maria Domenica miró como una tonta los mandos del coche, como si nunca hubiera visto algo parecido. Chiara se encaramó al asiento trasero.
—¿Conducir? —preguntó, esperanzada.
Maria Domenica giró la llave de contacto y el motor arrancó con un tosido.
—Muy bien, recuerda; retrovisor, señal, maniobra —indicó Alex.
—Alex, no sé maniobrar, ni siquiera sé cómo hacer que este trasto se mueva. —Maria Domenica se echó a reír, nerviosa.
De modo que Alex apagó el motor y volvió a empezar desde el principio; le explicó qué eran el embrague, el acelerador, el freno y las diferentes marchas. Era un profesor con una paciencia notable, y cuando Chiara empezó a aburrirse y a quejarse en el asiento trasero, se limitó a girarse y decirle en tono autoritario:
—Silencio, tu mamá está concentrada.
Al final de la lección, Maria Domenica solo había conseguido dar una vuelta a la manzana una vez y la mayor parte del tiempo había avanzado a trompicones, pero Alex parecía encantado con sus progresos.
—Seguiremos la semana que viene —le prometió.
—De acuerdo —respondió ella.
—Y ahora, mis honorarios.
—¡Oh, tus honorarios! —Ella ni siquiera había pensado que querría que le pagara.
—Eso es, a cambio de sacar tiempo de mi apretada agenda para darte clases de conducir, creo que tú deberías sacar tiempo para venir conmigo a admirar alguna obra de arte.
Por un momento Maria Domenica pensó que quería ir con ella a una galería de arte.
—¿Te gusta el arte? —preguntó sorprendida.
—Sí. Me encantan los musicales, y en el cine que hay a la vuelta de la esquina hacen una sesión especial —prosiguió él, entusiasmado—. Esta semana ponen Sonrisas y lágrimas. Yo ya la he visto, pero me encantaría volver a verla. ¿Vendrás conmigo esta noche?
Tras caer en la cuenta, Maria Domenica buscó desesperadamente una excusa.
—¿Y Chiara? —intentó—. ¿Quién cuidará de ella si me voy al cine?
—No hay problema. Mi padre y su novia Maureen estarán encantados de cuidar de ella.
Maria Domenica había visto a Maureen un par de veces. Era una chica peculiar; tenía el pelo fino, llevaba gafas de culo de botella y parecía haber nacido para hacer de canguro.
—Vamos —dijo Alex en tono zalamero—. Me lo debes. Te he dado una clase de conducir, ¿recuerdas? Es lo menos que puedes hacer.
La había puesto contra las cuerdas y Maria Domenica supo que no tenía elección.
—De acuerdo. —De repente se acordó de sus modales y añadió—: Será divertido, gracias.
No sabía cómo, pero Alex consiguió llevarla a la última fila del cine. Tras dejar unas chocolatinas con envoltorio de celofán sobre el regazo de Maria Domenica, se sentó junto a ella en la oscuridad. Ella oyó cómo acercaba su brazo antes de notar su peso y su calor. Con cierta rigidez, dejó que lo apoyara sobre su hombro. Era una cita, pensó mientras se iluminaba la pantalla. Todos sus planes para evitar a Alex habían fracasado estrepitosamente.
El telón se retiró y se oyó una música de instrumentos de cuerda al tiempo que una voz comenzaba a cantar.
«Las montañas están vivas…» Julie Andrews cantaba con tanto entusiasmo que parecía que la voz le saliera de los pies mientras daba saltos por los Alpes suizos.
Cuando los niños de Von Trapp aparecían bailando alrededor de una fuente vestidos con ropas hechas con viejas cortinas, Alex ya tenía el brazo alrededor de los hombros de ella y jugaba distraídamente con su pelo. A ella no le molestó tanto como había imaginado.
—Ha estado muy bien —le dijo él más tarde, e hizo girar el coche para meterlo en el camino de entrada. Ella pensaba que entonces se inclinaría y le daría un beso, pero se limitó a sonreír—. Deberíamos repetirlo —dijo de pasada—. La semana que viene ponen My Fair Lady, ¿te gustaría vería?
—Tal vez.
—El cine es bueno para tu inglés. Te puede ayudar un poco.
—¿Acaso no hablo bien inglés? —preguntó ella, ligeramente ofendida.
—Maria, querida —él sonrió de nuevo, aunque esta vez de forma más tímida—, tú lo haces todo bien.