A Maria Domenica le gustaba levantarse temprano. Ahora no había pan que preparar ni gallinas a las que dar de comer, pero estaba acostumbrada a salir de la cama con la primera luz del día y no podía romper ese hábito.
Normalmente tenía la casa para ella sola a esas horas. Algunas mañanas se entretenía en la cocina preparándole tostadas y jamón a Chiara y limpiando lo que Alex o su padre habían dejado la noche anterior. Otras veces iba a buscar el periódico al buzón y leía atentamente algún artículo en un intento por mejorar su inglés. Su dominio de la lengua era bastante bueno a esas alturas, aunque seguía pensando y soñando en italiano.
Esa mañana estaba bajando la escalera cuando oyó un silbido. Alex ya estaba levantado y deambulaba por la cocina en pijama.
—Buenos días, querida. —Le dedicó a Maria Domenica una sonrisa soñolienta—. ¿Te apetece una taza?
—Te has levantado temprano. ¿No podías dormir? —le preguntó ella.
—No, no. Solo quería empezar bien el día. —Vertió leche en un bol con cereales y los machacó con el dorso de la cuchara. Inclinado sobre el fregadero, comenzó a zamparse el desayuno—. Voy a poner agua a hervir, ¿vale? —dijo entre bocado y bocado.
Ella notó que sus ojos la seguían mientras ponía la mano en |a panera para sacar el pan. Cohibida, puso una rebanada sobre la parrilla y esperó a que se tostara. El silencio entre los dos se hacía incómodo, y Maria Domenica se devanó los sesos buscando algo que decir.
—Así pues, ¿qué planes tienes para hoy? —dijo finalmente.
—En realidad, si no te importa, había pensado ir contigo a los baños. —Había acabado de comer y estaba llenando el hervidor de agua.
—Pero yo estaré ocupada trabajando.
—Sí, ya lo sé. Había pensado que podría jugar con la niña mientras tú trabajas. Hacer que se divierta un poco en la piscina, procurar que esté entretenida. Debe de aburrirse estando todo el día en el café sin ti.
—A ella no le importa. —Maria Domenica se puso a la defensiva.
Alex captó rápidamente el tono de su voz.
—No, claro que no —dijo él alegremente—. Pero es más divertido darse un baño y jugar en los toboganes.
Parecía que no podía hacerle desistir. Llevaba el bañador enrollado dentro de la toalla, y su bolsa con el bronceador estaba esperando junto a la puerta trasera. Maria Domenica masticó distraídamente un trozo de la tostada de Chiara.
Normalmente, Alex era una presencia invisible en la casa. Ella lo oía detrás de las puertas y a través de las paredes, veía sus platos sucios en el fregadero o su mono grasiento arrugado en el suelo del cuarto de baño. Aquella era una casa grande, con cuatro plantas, y Maria Domenica disponía de una habitación y un cuarto de estar en el piso superior. De todos modos, pasaba fuera la mayor parte del día, con lo cual no era de extrañar que ella y Alex apenas se encontraran cara a cara. Ahora estaba empezando a darle la impresión de que lo había visto más en los últimos días que durante los tres años anteriores. Tenía sus sospechas acerca de lo que estaba pasando, pero esperaba estar equivocada.
Después de beber el té y tomar el desayuno, se movieron torpemente por la estrecha cocina; Maria Domenica mantuvo la distancia con él en todo momento.
—Muy bien —dijo Alex por fin, y apuró su taza—. Me voy a vestir y veré si consigo poner en marcha el Morris.
—No hace falta, podemos ir caminando. Solo se tarda media hora.
—Acabarás rendida si no te cuidas un poco —Alex le dedicó una amplia sonrisa—. De todas formas, creo que ya sé cuál es el problema. No tardaré mucho en arrancarlo. Está tirado.
Al final resultó que no estaba tan tirado. Maria Domenica oyó que el motor tosía mientras ella y Chiara se lavaban y vestían. Pero cuando estaban cepillándose los dientes y dieron con una de las sandalias de Chiara que había desaparecido misteriosamente, Alex consiguió encender el vehículo.
—¿Castillos de arena? —preguntó Chiara, esperanzada, mientras Alex le abría la puerta del coche con un movimiento ampuloso.
—Hoy no, cariño. —Señaló un flotador que la estaba esperando en el asiento trasero—. Hoy vamos a aprender a nadar.
—¡Qué bien! —exclamó, y se deslizó en el interior junto al aro hinchable.
Maria Domenica sonrió a su pesar.
—Es muy amable por tu parte —le dijo a Alex.
El coche salió del camino de entrada dando bandazos.
—Bah, no es nada. Me cae bien tu niña. Nos lo pasamos bien juntos. De todas maneras, tengo tiempo de sobra.
—Supongo que sí —dijo ella, pensativa—. ¿Te importa si te hago una pregunta?
—Adelante.
—¿Por qué no buscas trabajo?
Él se echó a reír.
—Me recuerdas a mi padre.
—No, en serio, ¿no te aburres en todo el día?
—No me he aburrido en mi vida, te lo prometo. De todos modos, me entretengo con los coches y saco algo de dinero cuando vendo uno. Lo suficiente para ir tirando. ¿Responde eso a tu pregunta? —Alex apartó los ojos de la carretera un momento y lanzó una mirada a Maria Domenica.
—Supongo que sí.
—¿Puedo hacerte ahora yo una pregunta?
Ella asintió con la cabeza.
—¿Qué hace una chica italiana tan guapa sola con su hija en un sitio como este?
—Bueno… me apetecía cambiar, no quería pasarme toda la vida en Italia, supongo.
—Sí, pero ¿por qué aquí? Este es un pueblo de mala muerte, ¿no crees?
—Un amigo mío me dijo que vivía aquí —comenzó ella poco a poco—. Pero me parece que se ha marchado. Al menos no consigo encontrarlo.
—¿Tu novio?
—Más o menos.
—¿El padre de la niña? —preguntó él con el mismo tono neutral.
Maria Domenica movió la cabeza.
—Has hecho más de una pregunta —le dijo—. Ahora me toca preguntar a mí. ¿Es difícil conducir?
Él rió.
—Menudo cambio de tema. La respuesta es no. Una vez que le coges el tranquillo está chupado. ¿Te gustaría que te enseñara?
Ella vaciló.
—Puede que no se me dé bien.
—Mira, si yo puedo hacerlo, cualquiera puede. Te diré lo que haremos: conseguiré unas placas con la L para el coche y el próximo día que tengas libre puedes intentarlo, ¿vale?
—Vale —asintió ella.
Durante el resto del breve trayecto Maria Domenica observó con atención cómo él cambiaba de marcha, miraba por el retrovisor e indicaba cuidadosamente si giraba hacia la izquierda o la derecha. Sentía un estremecimiento de emoción. Iba a aprender a conducir. Por un instante se sintió ligera y libre. Su futuro estaba allí, desplegándose ante ella. Había tantas posibilidades… podía pasar cualquier cosa. Estaba deseando ver cómo se desarrollaba su vida.
Alex descendió lentamente por la colina. Las hileras de tiendas y casas adosadas desaparecieron y se encontraron frente a la amplia extensión del puerto. El cielo era tan azul esa mañana que incluso el mar parecía menos denso e insondable de lo normal.
—Otro día precioso. Seguro que hace un calor abrasador —comentó Alex mientras pasaban por el parque de atracciones y el minigolf. Los baños de New Brighton estaban enfrente, formando una grácil curva a lo largo de la línea del rompeolas, ofreciendo su lisa fachada a las turbias olas. Desde allí la instalación podría parecer un edificio municipal más de no ser por los postes de colores brillantes de los altos trampolines que sobresalían por encima del tejado.
—Nadar, nadar, nadar. —Chiara brincaba emocionada en el asiento trasero.
—Tendrás cuidado con ella, ¿verdad? —Maria Domenica se volvió hacia Alex con una repentina cara de ansiedad.
—Claro que tendré cuidado —prometió él—. No tienes por qué preocuparte. Nos lo vamos a pasar en grande.
El cielo azul era como una respuesta a las oraciones de los amantes del sol, que acudieron masivamente, llenando las terrazas con bancos de madera que se elevaban alrededor de la piscina como en un anfiteatro.
En el café anduvieron ajetreados todo el día, pero, pese a lo ocupada que estaba, Maria Domenica no podía evitar mirar de vez en cuando el espacio situado debajo de la barra que normalmente ocupaba Chiara; enseguida descubría con un sobresalto que no estaba allí.
No los vio por ninguna parte hasta pasada la hora de comer. Entonces divisó a Alex, que se dirigía hacia el café seguido de Chiara; parecía cansada pero contenta. Tenía el pelo moreno húmedo y alisado y su piel estaba adquiriendo un tono dorado. Parecía una auténtica niña italiana, y Maria Domenica casi se sorprendió cuando su hija abrió la boca y salieron de ella unas palabras en inglés.
—Mamá, tengo hambre —se quejó.
—A mí tampoco me vendría mal comer algo —añadió Alex.
Mientras untaba el pan con mantequilla y cortaba queso y tomate en rodajas, Maria Domenica escuchó el relato de lo que habían hecho durante el día. Habían aprendido a nadar en la parte de la piscina donde menos cubría, habían jugado en la fuente, habían hecho amistad con un niño travieso que había estado salpicándolos, y se habían tirado por el tobogán pequeño, pero no por el grande.
—Debéis de estar agotados —dijo ella riéndose, mientras le servía un sándwich a Alex y a su hija un plato lleno de rebanadas de pan con queso.
Chiara arrugó la nariz en señal de desaprobación.
—Puaj —exclamó.
—¿Cómo que «puaj»? Tiene una pinta riquísima —le dijo Alex.
—¡No! ¡Puaj! —La niña apartó el plato.
—Bueno, pues si tú no lo quieres me lo comeré yo —afirmó él encogiéndose de hombros, e hizo ver que devoraba una rebanada de pan. Maria Domenica trató de ocultar su sonrisa—. Mmm, está de rechupete —dijo suspirando.
Chiara le arrebató el plato y empezó a mordisquear la comida. Cuando Maria Domenica volvió minutos más tarde con unas copas de soda con helado, los dos estaban comiendo juntos amigablemente. Formaban una extraña pareja, pensó. Nadie los habría tomado por padre e hija, sin embargo parecían llevarse bien.
La señora Leary, la dueña del café, había estado todo el día sonriendo de oreja a oreja como hacía cuando el local estaba lleno, pero ahora estaba todavía más radiante y les hacía señales con la mano desde detrás de la barra. En cuanto tuvo ocasión, se acercó furtivamente a Maria Domenica y susurró:
—No me habías dicho que tenías novio, picarona.
—¿Qué?
—Por fin has encontrado a un chico. Y muy guapo. —Hizo otra alegre señal a Alex con la mano.
—Oh, no, no somos novios —se apresuró a corregirla Maria Domenica—. Es el hijo de mi casero. Solo somos amigos.
—Conque solo amigos, ¿eh? —Otra amplia sonrisa iluminó el rostro de la señora Leary, y sus pecas y lunares desaparecieron entre los pliegues de sus arrugas—. Venga ya, Maria. Basta mirarlo para ver que le atraes.
Maria Domenica no quería atraer a nadie, y mucho menos a Alex. Le gustaban las dos pequeñas habitaciones que tenía alquiladas en la casa alta y estrecha donde vivía, y temía que una situación embarazosa con el hijo del casero hiciera que la obligaran a marcharse. Tendría que evitarlo por un tiempo hasta que se le pasara el enamoramiento. Era una lástima porque a Chiara le gustaba mucho, pero no había más remedio. Los hombres traían problemas; hasta el momento lo habían echado todo a perder en su vida. Por muy simpático que pareciera, no iba a dejar que Alex arruinara lo que le quedaba.