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Los baños de New Brighton se hallaban junto a las aguas turbias y grisáceas donde el río Mersey desembocaba en el mar de Irlanda. Era una construcción baja y alargada de estilo art déco, construida cuando el lugar era un bullicioso pueblo costero lleno de obreros de la industria que acudían de excursión y veraneantes que se alojaban en la pensión ubicada carretera arriba. Su piscina al aire libre constituía un enorme atractivo, y las familias acudían allí en tropel los días calurosos de verano. Los niños jugaban en la profunda y amplia piscina y en las fuentes, se tiraban por los toboganes y deseaban que llegara el día en que fueran lo suficientemente mayores para poder subirse al trampolín más alto y lanzarse de cabeza al rectángulo oscuro que había debajo.

Sin embargo, el pueblo se hallaba ahora en su ocaso y su época de esplendor quedaba ya muy lejos. Todavía había un parque de atracciones con una noria, karts y caballitos, y, lo mejor de todo, las ollas donde los adolescentes con acné hacían dar vueltas a sus guapas novias en las vagonetas de colores brillantes hasta que gritaban o se mareaban, aunque no necesariamente por este orden.

Los baños de New Brighton seguían estando junto a la playa, tal vez un poco más deteriorados que antes. Durante los meses más cálidos, las familias de la zona seguían acudiendo y extendiendo sus toallas, se partían los dientes con las manzanas de caramelo y acababan con la piel tan roja que se pasaban los días siguientes quitándose unos a otros largas tiras de piel muerta de la espalda.

También había un pequeño café que trabajaba mucho en verano. El local tenía dos entradas. Una se hallaba en la calle lateral, de forma que la gente que iba vestida y que había estado caminando por el paseo podía hacer un alto en el camino y entrar a tomar una taza de té. La otra puerta daba directamente a la zona de la piscina y los niños empapados se pasaban el día entrando y saliendo a toda velocidad, abasteciéndose de refrescos con gas, algodón de azúcar rosa, helados y sándwiches de huevo con berros. Una valla de madera atravesaba el centro del local para evitar que los dos tipos de clientes se mezclaran… y para impedir que los jóvenes se colaran en la piscina por el café en lugar de abonar el precio de la entrada y pasar por el torniquete como se suponía que debían hacer.

El local olía a bañador mojado y a té. Tras la barra había una chica delgada de ojos negros y piel dorada untando bollos y rebanadas de pan blanco con mantequilla. Quizá tenía una nariz demasiado picuda y los ojos excesivamente hundidos para ser una auténtica belleza, pero su cabello caía sobre su espalda como si fuera agua y se movía con una elegancia y una fluidez que hacían que destacara entre las chicas fornidas y bronceadas que entraban y salían del café en bañador armando gran alboroto.

—¿Quiere un poco de azúcar, señora? —preguntó la chica morena, mientras le pasaba una bandeja con té y bollos a una anciana que, pese al calor que hacía, había entrado con abrigo y sombrero por la puerta de la calle.

—¿Qué? ¿Qué dices? —La anciana giró la cabeza y se inclinó lucia ella—. No logro entender una palabra de lo que está diciendo —anunció a todo el café.

Maria Domenica se encogió de hombros. Después de trabajar tres años en aquel lugar su inglés era suficientemente bueno, pero lo que ella no sabía era que su fuerte acento se había contagiado de la sonoridad con que se pronunciaban las vocales en el norte, y en ocasiones no resultaba fácil averiguar lo que estaba diciendo. Sin embargo, la niña que estaba medio escondida debajo de la barra no tenía aquellos problemas. Con la piel más pálida y el pelo más claro que su madre, Chiara se divertía sola, quieta y en silencio, con la cabeza inclinada sobre un libro ilustrado hasta que le decían que era hora de marcharse.

Ella y su madre eran forasteras allí, aunque la mayoría de la gente se mostraba amable con ellas. Si lo intentaban, lograban decir la palabra «Chiara» con sus extrañas voces cantarinas, pero Maria Domenica había renunciado a tratar de enseñarles cómo pronunciar su nombre.

—¿Maria de qué, querida? Es un nombre kilométrico, ¿no crees? —se quejaban.

De modo que terminaba diciéndoles:

—Llámeme Maria, es más fácil.

Le había costado bastante llegar hasta allí, pero en ningún momento había dudado de que lo conseguiría. Cuando su madre la rechazó aquella fría noche, acudió directamente a Franco en busca de ayuda; no al café Angeli, que a aquellas horas de la noche ya estaba cerrado, sino a su casa, tres calles más allá de donde se encontraba. Nunca había ido a verle allí.

Era una de las casas más antiguas del pueblo, oculta tras unos altos muros y construida alrededor de un patio empedrado.

Franco había dejado la puerta medio abierta y, a través de una ventana iluminada, Maria Domenica vio claramente a su hijo Giovanni sentado a la mesa de la cocina tras un montón de libros; estudiaba hasta altas horas de la noche. Se estaba haciendo mayor y en su rostro se podía apreciar una barba incipiente y suave, aunque todavía era demasiado joven. Demasiado joven para oír la historia que Maria Domenica llevaba consigo.

En aquel momento vaciló. Se detuvo en la puerta sin saber qué hacer. Le bastó acariciar con la punta de los dedos la mejilla hinchada y dolorida y lanzar una mirada al rostro de su hija dormida para decidirse a entrar en el patio de Franco y atravesar la puerta de entrada.

Sorprendido al ver su cara maltrecha, Giovanni le tendió los brazos y la agarró con fuerza.

—¿Qué ha pasado? ¿Qué ha pasado? —le preguntó en un susurro.

Ella se separó de él. Le dijo que se sentara en un sillón, se colocó junto a él y dejó que le cogiera la mano.

—Marco me ha pegado —dijo en voz baja—. Se ha vuelto completamente loco y todavía no sé por qué. Creo que tiene celos de Vincenzo. Piensa que hay algo entre nosotros dos.

Giovanni la miró a los ojos.

—¿Y lo hay?

—No seas ridículo. Apenas lo conozco.

—Lo siento, Maria Domenica, lo siento. —Le apretó la mano con fuerza y escuchó en silencio mientras ella le contaba cómo su madre la había rechazado y la había mandado a casa con Marco.

—No puedo volver a esa casa. Tengo miedo de que vuelva a pegarme. O peor aún, de que pegue a Chiara —le dijo.

—¿Qué vas a hacer?

Ella sacudió la cabeza y dejó caer los hombros, derrotada.

—Yo sé qué hacer. —Giovanni se envalentonó y su voz sonó más grave y fuerte—. Iré a buscar a Marco. Le diré qué pienso de los hombres que pegan a sus mujeres. Y si tengo que hacerlo, le daré un puñetazo a ese cabrón.

—No, no, no puedes hacer eso.

—Sí que puedo —insistió Giovanni—. Soy tan fuerte como él, y casi igual de alto.

—Pero yo no quiero. No serviría de nada.

—¿Y qué puedo hacer?

—No estoy segura, pero lo que no quiero es que hagas algo que os dé problemas a ti y a Franco. Tenéis que llevar un negocio, no podéis permitiros involucraros.

—No te preocupes por mi padre y por mí. Podemos cuidar de nosotros.

—Yo también puedo cuidar de mí misma, Giovanni. Lo hice durante un año en Roma. Puedo volver a hacerlo si me veo en la obligación.

—No te marches otra vez, por favor, Maria Domenica. —El muchacho parecía inquieto.

—Pero tengo que hacerlo. Sería mejor para todos que no estuviera aquí, ¿no crees? Que no existiera.

—No nos dejes.

—¿Qué otra elección me queda?

Giovanni miró a Chiara, que dormía plácidamente en el cochecito. Por un instante no dijo nada. A continuación se levantó y empezó a buscar en un gran cesto de mimbre lleno de sobres, bolígrafos y monedas. Sacó una llavecita de bronce y abrió el cajón de arriba del escritorio de madera pulida.

Maria Domenica trató de retirar la mano cuando Giovanni le colocó un grueso fajo de billetes en ella.

—Sí, cógelo —la instó—. Mi padre querría que te lo diera.

El muchacho le dio un beso en la mejilla, le rodeó los hombros con los brazos y la abrazó.

—¿Volveré a verte?

—Puede que no.

—¿Adónde irás?

Ella vaciló por un momento. ¿Cómo podía dejar atrás a su familia por segunda vez? Su madre y su padre la querían y creían que estaban haciendo lo correcto. Pero a ella solo le quedaba aquella opción. Era ahora o nunca.

—Creo que esta vez iré más lejos de Roma, Giovanni. Por favor, dile a mi padre que no intente buscarme. Y dile a Franco que lo siento.

Cuando empezó a hacerse de día tomó el primer autobús de la mañana a Nápoles, y luego subió a un tren en dirección al norte. Los vagones estaban llenos, pero una familia de Salerno le hizo sitio apretujándose hasta dejarle medio asiento libre. También compartieron con ella su comida: pan duro, pecorino salado y mortadela rosada y grasienta. A cambio, ella les cantó canciones a los niños y les contó cuentos.

Cambió de tren en Roma y poco a poco el paisaje que se veía al pasar empezó a resultarle desconocido; los campos se volvieron más verdes, los cipreses salpicaban las colinas, y el aire que le daba en la cara a través de la ventanas abiertas se volvió más frío.

Al llegar a los Alpes Maria Domenica se dio cuenta de que disminuía la tristeza que había sentido hasta entonces, mientras pegaba la nariz a la ventana y se empapaba de la belleza de las montañas cubiertas de nieve.

Cuando llegó a la frontera con Suiza se encontró con un problema. No podía pasar sin la documentación adecuada.

—Necesita el pasaporte —le gritó el agente—. ¿Dónde está su pasaporte?

De modo que Maria Domenica tuvo que bajar del tren y hacer cola durante medio día fuera de la oficina del ayuntamiento. El pasillo, que olía a bolas de naftalina y a zapatos pulidos, no tenía ningún asiento, así que cuando se le cansaron las piernas se sentó en el suelo de mármol junto al cochecito de Chiara.

Por fin le llegó el turno y se ubicó al otro lado del escritorio donde aguardaba un hombrecillo oficioso de ojos duros y con un bigote perfectamente recortado. Al principio probó con las lágrimas, pero el hombre se limitó a sacar un pañuelo de papel de una caja y siguió trabajando en sus expedientes hasta que ella se enjugó los ojos y dejó de llorar. Entonces, Maria Domenica sacó unos billetes del tajo y se los tendió. Él se los metió en el bolsillo superior de la chaqueta y tamborileó con los dedos en el escritorio hasta que le dio un par de billetes más.

Merecía la pena. Con la documentación adecuada le permitieron subir al siguiente tren y cruzar la frontera de Suiza y luego la de Francia. Sacó unos cuantos billetes más del fajo de Franco y pagó un poco más para viajar en litera. De noche los asientos se plegaban y de las paredes del vagón salían seis pequeñas literas. Hacía calor y el espacio era reducido, pero dormirse en un lugar y despertar en otro completamente distinto resultaba romántico. Le pareció que el aire de Francia olía raro. Olía a extranjero.

En Calais tomó el transbordador que cruzaba el canal de la Mancha. Nunca había viajado en barco y cuando desembarcó en Dover no sentía el menor deseo de repetir la experiencia. El balanceo les provocó ganas de vomitar tanto a ella como a Chiara, pero mientras ella consiguió contener la bilis amarga que le subía por la garganta, su hija, como era natural, no tuvo tantos escrúpulos. Las miradas enfadadas de los demás pasajeros ante los abundantes sollozos y los vómitos de Chiara durante toda la noche hicieron que Maria Domenica se retorciera, inquieta.

En Dover cogieron un tren con destino a Londres. Había pensado quedarse allí un tiempo y disfrutar de la ciudad, pero no era lo que ella esperaba. Todo era demasiado grande, desde la concurrida estación de tren a las calles llenas de tráfico. No sabría por dónde empezar a explorar una ciudad como aquella, de modo que siguió adelante y tomó otro tren hacia el norte.

Al final terminó allí, en New Brighton, donde alquiló unas habitaciones en la planta superior de una alta casa victoriana ubicada en Egremont Promenade. La casa daba al río, algo que al principio Maria Domenica pensó que sería bonito, pero el fango espumoso, grisáceo y sin peces del río Mersey era un pobre sustituto del mar Mediterráneo. Aun así, por la noche, las luces de Liverpool centelleaban al otro lado del río con cierto colorido; cuando Chiara se quedaba dormida, ella se pasaba horas mirándolas por la ventana.

Cuando decidió buscar trabajo se centró en lo que mejor sabía hacer. Preguntó en los cafés del pueblo hasta que encontró uno donde le dijeron que necesitaban a una persona. En lugar de preparar tazas de espresso, hacía té. Y en vez de porciones de pizza y pasteles dulces, servía sándwiches de paté de pescado y donuts con mermelada.

Chiara iba al trabajo con ella cada día, como había hecho en el café Angeli. Al principio los dueños tenían sus reservas.

—¿No puedes buscar a una niñera o algo parecido, Maria, cariño? —le habían preguntado.

Pero al ver que la niña era un ángel y que para su madre era muy importante no separarse de ella la dejaron en paz.

—Estamos muy contentos de haberte contratado, ¿sabes? —le decían a menudo el señor y la señora Leary—. Nunca habíamos tenido a alguien que trabajara tan duro. Jamás.

El señor Leary tenía la cara alargada y los dientes torcidos como un caballo; su esposa era una mujer gorda cubierta de lunares y pecas. La pareja se ganaba aceptablemente la vida con el café; excepto durante los meses de invierno, en los cuales la puerta que daba a la piscina vacía permanecía cerrada y pocos paseantes se aventuraban a andar por el paseo expuesto al viento. Durante esa época Maria Domenica trabajaba menos horas, lo cual le dejaba tiempo para pasear por las calles con su hija, debidamente abrigada con jerséis y guantes. Recorrían kilómetros explorando las calles, los caminos y las callejuelas que había entre New Brighton y el pueblo vecino de Wallasey. Mientras paseaban por las aceras de piedra gris, Maria Domenica recorría con la vista los rostros de la gente que encontraban al pasar, como si estuviera buscando algo o a alguien. Cuando veía una cabeza rubia que destacaba entre el conjunto implacablemente gris, se detenía y miraba un momento antes de soltar un leve suspiro y proseguir la marcha.

—¿Qué haces aquí, querida? —le preguntó la señora Leary una vez que pasó junto a ellas en coche. Luego, insistió en llevarlas a casa—. Hace un frío que pela. Deberías quedarte en casa.

Por suerte allí se estaba calentito. Su casero, el señor Fox, tenía un horno Aga en su larga y estrecha cocina que mantenía la casa caldeada todo el tiempo. Junto a ella había unos recipientes de plástico llenos de misteriosos líquidos burbujeantes.

—Vino de remolacha, vino de zanahoria y vino de moras —le dijo el señor Fox, dando unos golpecitos orgullosos en cada recipiente.

Maria Domenica hizo una mueca.

—En casa lo hacemos con uvas —le dijo educadamente.

—Ah, espera a probar este, querida. No querrás volver a probar ese puñetero vino de uva, te lo aseguro.

El señor y la señora Fox tenían un hijo llamado Alex. Estaba en el paro, pero siempre se encontraba ocupado. La mayoría de las veces lo único que Maria Domenica veía de él eran unas piernas que asomaban debajo del viejo coche averiado en el que estuviera trabajando.

Cuando Alex no estaba reparando coches, se encerraba en la sala de estar y escuchaba discos de los Beatles, el grupo que se había creado en la ciudad situada al otro lado del río Mersey. Maria Domenica oía a veces la música que resonaba a través del suelo y recordaba por un instante que, pese a sus súplicas, Franco nunca había accedido a incluir alguna canción de los Beatles en su máquina de discos. La mayor parte del tiempo procuraba no pensar en lo que había dejado atrás. Era más agradable centrarse en el futuro, planear y soñar con él.

En verano tenía menos tiempo para pasear, pero los Leary le ofrecieron que se tomara los lunes libres y Maria Domenica los dedicó a recorrer todos los lugares que pudo. A veces echaba una ojeada al pasar frente a los pubs y las casas de apuestas; oscuros lugares para hombres donde nunca se atrevía a detenerse. Una vez vio una clase de bellas artes en medio de un parque y se quedó allí sentada durante horas observando cómo los estudiantes iban y venían, hasta que Chiara finalmente perdió la paciencia y la arrastró hasta los columpios y el estanque con patos.

El verano fue agradable. Maria Domenica nunca había imaginado que Inglaterra pudiera ser tan seca y cálida. Procuraba no pensar en su casa, pero en ocasiones no podía evitar inclinar la cabeza hacia el sol y entornar los ojos de forma que lo único que veía era una porción de cielo azul; entonces imaginaba que estaba otra vez en casa, tumbada boca arriba bajo los melocotoneros del huerto de sus padres.

Un lunes, Maria Domenica vistió a Chiara con ropa ligera y un gorrito para protegerla del sol y se preparó para emprender su habitual excursión.

Al salir encontró escondido en la cocina a Alex, que se puso rojo como un tomate e intentó llamar su atención nerviosamente.

—¿Qué, de paseo? —preguntó.

—Eso es —afirmó ella—. Había pensado coger un poco de pan duro e ir al parque. Chiara quiere dar de comer a los patos.

Él echó un vistazo por la ventana hacia el cielo despejado.

—Hace un día demasiado bonito para ir al parque. ¿Por qué no vais a la playa? —propuso vacilante—. Allí la niña puede hacer castillos de arena.

Aquella era la conversación más larga que Alex había mantenido con ella, y Maria Domenica estaba sorprendida.

—¿La playa? —respondió ella como una tonca—. ¿Qué playa?

—Ya sabes, más allá de los baños, siguiendo Harrison Drive hacia arriba. Es muy bonito y hay arena —le dijo él—. Espera, voy a sacar un cubo viejo y una pala para la niña, y luego os llevaré a las dos.

Ella intentó negarse, pero Alex ya estaba revolviendo el cobertizo en busca del prometido cubo y la pala. Apareció con algo sucio y cubierto de telarañas en la mano, y su rostro ligeramente cómico se sonrojó de regocijo.

—Solo necesita que la limpies un poco en el mar —insistió—. Vamos, querida, sube al coche y vámonos.

—¿Qué coche? —Maria Domenica miró los tres cacharros oxidados que estaban aparcados en el camino de entrada. En su opinión, ninguno de ellos parecía una opción plausible.

Incluso Alex, que estaba radiante y entusiasmado, pareció desconcertado por un instante.

—Esto… déjame ver —murmuró—. Los frenos del Austin necesitan un ajuste, y no sé qué tal funcionará el Morris. ¿Y el Triumph?

La puerta del coche chirrió de forma alarmante cuando Alex la abrió para que ella entrase; el asiento del pasajero estaba roto y lleno de bultos. Pero Maria Domenica entró apretujándose y colocó a Chiara sobre sus rodillas; tras intentar varias veces encender el motor y conseguir que este soltara unas cuantas nubes de humo, partieron.

—Ponte cómoda y llegarás más lejos —gritó Alex, y aceleró. Maria Domenica lo miró, burlona—. Al menos eso es lo que solía decirme mi abuela —añadió apresuradamente.

La playa era grande e inhóspita. En lugar de taparse con la sombrilla, que se había quedado en su casa, Maria Domenica tuvo que acurrucarse debajo de un cortaviento a rayas que protegía de la fuerte brisa que soplaba en el turbio mar de Irlanda y le arrojaba arena a la cara.

—Bonito día. —Alex saludó con la cabeza a una familia de bañistas que tomaban el sol junto a ellos y extendieron sus toallas en la arena.

—Precioso —asintieron ellos, estirando sus largas y blancas piernas con deleite.

Maria Domenica pensó que estaban mal de la cabeza. Observó cómo Alex se quitaba rápidamente la ropa que cubría su pálido cuerpo. Se le marcaban todas las costillas y estaba rígido como una tabla de planchar.

—Puedo taparte con una toalla si quieres cambiarte —le propuso él, abriendo mucho sus pálidos ojos azules.

—No, no, estoy bien así —respondió ella.

—¿No vas a bañarte?

Maria Domenica miraba aquel lugar con recelo. A su derecha podía ver las grúas y las naves de los muelles que bordeaban el estuario del Mersey. Delante de ella, la arena marrón se extendía hasta las olas grises que se juntaban con el cielo despejado. A su izquierda, en la playa lisa y alargada, había familias que jugaban al criquet, construían castillos de arena y disfrutaban del día con todas sus ganas.

—Bueno, voy a darme un chapuzón —declaró Alex—. Cuando salga le compraré un helado a la niña.

Maria Domenica se quedó mirando cómo se metía en el agua corriendo torpemente. Supo el momento exacto en que él notó el agua fría. El muchacho se detuvo ligeramente, dio un brinco y alzó de repente los hombros hacia las orejas.

—Chiara, ¿quieres que vayamos a mojarnos los pies? —inquirió ella.

Su hija la miró con sus serios ojos marrones, sujetando el cubo con una mano y la pala con la otra.

Maris Domenica le ofreció la mano.

—Venga, dame la mano y vamos a jugar en el agua.

Chiara negó con la cabeza.

—Helado —dijo con una vocecilla llena de determinación.

—Eso es, helado. Gelato. Di gelato, Chiara. Hazlo por mí.

Al oír las palabras extranjeras Chiara se tapó los oídos con las manos, arrugó la cara y gritó:

—Helado, helado, helado.

Algunos curiosos asomaron la cabeza por encima de sus cortavientos. Maria Domenica le apartó las manos de los oídos con delicadeza.

—Vale, vale, helado —dijo en inglés, empleando un tono tranquilizador—. Dentro de un momento, cuando vuelva Alex, te compraremos un helado.

Se apartó un instante de su hija. A pesar de la brisa, la sensación cálida del sol sobre su piel era agradable. Se recostó apoyándose con los codos y se puso a tomar el sol.

Alex salió corriendo del agua helada más rápido de lo que había entrado y secó su cuerpo rosado y reluciente con una toalla áspera.

—Brr, qué bien sienta —declaró, dirigiéndose a nadie en particular, y luego, girándose hacia Chiara, añadió—: Bueno, cariño, primero vamos a por el helado y luego haremos un castillo de arena inglés como Dios manda, ¿vale?

Chiara asintió con la cabeza y dejó que la llevara de la mano hasta la camioneta de los helados. Volvieron con unos conos de color anaranjado con unas bolas amarillas de helado encima, de las que sobresalían unas barritas de chocolate.

—Aquí tienes. —Alex le ofreció uno con una mano—. Tu cucurucho.

Alex y Chiara compitieron a ver quién acababa su helado primero; lo chupaban, se manchaban de chorretones y reían. Luego se dejaron caer sobre la arena y empezaron a cavar y a construir. Gran parte de la rigidez de Alex pareció desaparecer mientras jugaba con su hija. Primero dibujaron la figura de un barco, luego lo rodearon de castillos de arena y por último Alex enterró a Chiara en la arena y le dejó la cabeza y los pies al descubierto. Parecía incansable.

—¡Qué día tan fabuloso! —dijo finalmente.

Maria Domenica reparó demasiado tarde en que la piel de Alex se estaba poniendo demasiado rosa.

—Te estás quemando —le advirtió.

Alex tanteó en su bolsa de la playa y sacó una botella pegajosa de bronceador Ambre Solaire y le preguntó:

—¿Podrías ponerme un poco de esto en la espalda?

Ella quería decir que no, pero se dio cuenta de que no podía. Así que más que masajearle la piel, le repartió la loción por la espalda dándole palmadas y golpecitos con la mano. Su tacto resultaba extraño. Tenía la piel llena de pecas y granos rojos con la punta blanca.

Él sonrió.

—Qué bien —le dijo.

Incómoda, Maria Domenica se puso boca arriba en su toalla para que le diera el sol en los hombros. Debió de quedarse dormida porque al despertar se dio cuenta de que había dejado de hacer calor y se había levantado la brisa.

Alex estaba desmontando el cortaviento.

—Vamos —le dijo—, ayúdame a meter todo esto en el coche. De camino a casa podemos parar a tomar pescado frito con patatas, ¿vale?

Chiara lo miraba y sonreía. La niña tenía arena mojada en los pies, en las rodillas y pegada al pelo. Llevaba el bañador caído cómicamente por detrás. Estaba muy sucia, según pudo ver Maria Domenica, y también feliz.

Cuando llevaban recorrida una cuarta parte del trayecto hacia casa, el Triumph se paró dando sacudidas; por mucho que Alex lo intentó, no consiguió volver a ponerlo en marcha. Al final tuvieron que empujarlo hasta la cuneta y recorrer el resto del camino a casa andando. Alex no dejó que aquello empañase su buen humor. Por el contrario, subió a Chiara sobre sus, hombros y se puso a galopar por la carretera gritando:

—Catacloc, catacloc, catacloc, arre. Soy un caballo.

La niña no podía dejar de reír.