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Cubierta con un sombrero de paja de ala ancha que tapaba su pelo moreno. Harnee parecía totalmente cómoda sentada a la larga mesa de debajo del limonero. Encima de su rodilla había un bebé regordete y en su mano un vaso de vino, y quizá alrededor de sus ojos había unas arrugas de cansancio que meses atrás no estaban allí.

—Vamos, Chiara, me estoy muriendo de hambre. Date prisa —gritó en dirección a la cocina.

Erminio, que pese a no entender las palabras que ella había pronunciado había comprendido su significado, rió con ella en señal de aprobación y se dio unas palmaditas en su barriga redonda.

Iba a celebrarse una boda. Las personas más importantes de su vida iban a estar presentes y Chiara iba a prepararles una gran comida en la cocina de su abuela.

Para empezar, una sopa de marisco con tinta de calamar y tomate, llena de mariscos y tentáculos que flotaban dentro. Alex pareció dudar al verla, pero Franco le animó a que probara un poco con una cuchara y luego dijo que no le desagradaba en absoluto.

Iba a celebrarse una boda y todo el mundo parecía feliz.

Todavía era primavera, pero Chiara había insistido en que hacía suficiente calor para comer fuera. Había extendido un mantel a cuadros rojos y blancos sobre la mesa de madera de pino rayada y había puesto encima cestos con pan dorado Hecho por Pepina y jarras llenas de su peculiar vino tinto.

Su abuela se había negado a dejarla cocinar sola y la había estado vigilándole daba una palmada con su mano experta de vieja cocinera cuando consideraba que Chiara estaba echando demasiado aceite en la sartén o se estaba quedando corta con la sal.

Así era como le gustaba cocinar a Chiara, despreocupadamente, cogiendo una pizca de aquí y un poquito de allá. ¿A quién le importaba si los platos que preparaba no sabían nunca igual? Aquella comida había sido hecha para aquel preciso momento, para la gente que había allí fuera reunida en el patio polvoriento, la única que realmente le importaba.

Harriet había ido sola a San Giulio.

—Eduardo se ha quedado cuidando de La Oficina —declaró. A Chiara le pareció detectar una leve nota de desencanto en su voz, pero no insistió.

En cuanto a Alex, estaba conmovido de encontrarse allí, en la tierra en torno a la que Maria Domenica había mantenido tanto secretismo, conociendo a la familia en la que tanto había pensado. Al principio se mostró frío debido a su timidez, pero al notar su incomodidad, Franco no se separó de él ofreciéndole su amistad y su amabilidad.

Chiara se había planteado mandarle una invitación a William Smith, pero al final no la había echado al buzón y no se arrepentía de ello. Aquel no era el sitio de William. Puede que algún día estuviera preparada para dejar que se uniera al resto de la gente que estaba sentada a la mesa, pero todavía no. Él aún era un extraño para ella, y aquella era su familia.

—Vamos allá, a comer —le dijo a Harriet mientras le colocaba un plato delante—. Pero no comas demasiado pan. Recuerda que todavía falta mucha comida. Hay habas tiernas con queso de cabra caliente y un plato de brécol cubierto con guindillas y ajo. También tenemos alcachofas cocidas a fuego lento con patatas pequeñas, y pollo guisado con vino blanco, zumo de limón y hojas de salvia. Luego descansaremos un poco y puede que demos un paseo por el huerto antes de terminar la comida tomando chocolate caliente y tarta de almendra y, para facilitar la digestión, tal vez un par de vasitos del limoncello casero de mi abuela, que está bellissimo.

Se besó las puntas de los dedos como había visto hacer a su abuelo tantas veces, sonrió al ver a sus invitados colocados a los lados de la mesa, y olió el aroma que desprendía la sopa de marisco.

Antes de volver al calor de la cocina para preparar más comida, Chiara no pudo resistir la tentación de detenerse e inclinarse para besar la nuca suave de un hombre, aspirar su ya familiar olor amargo a tostado y acariciar su pelo canoso con la mejilla al apartarse.

Giovanni se giró y alzó la vista hacia ella.

Bella, ¿necesitas ayuda? —preguntó, y al sonreír se le formaron unas arrugas en las comisuras de los labios.

—No, no, quédate ahí. Yo soy la cocinera.

—Por lo menos déjame ayudarte a traer las cosas pesadas de la cocina. —Cogió la mano de Chiara y la atrajo hacia sí para darle otro beso.

Iba a celebrarse una boda. Ella y Giovanni jurarían su amor en la destartalada iglesia de la piazza y después tomarían un desayuno nupcial en el café Angeli.

Era allí donde su amistad se había convertido en amor cierta tarde que estaban sentados en la banqueta roja situada bajo los ojos atentos de la madonna con la cara de su madre. Habían tomado un helado, habían bebido el inevitable café y habían hablado durante horas. Chura se dio cuenta de que la pasión no siempre llega primero. En ocasiones, al igual que sus pálidos brazos de cocinera habían adquirido lentamente un tono acaramelado con el sol del verano, el amor se volvía más profundo poco a poco.

Y también podía desaparecer un rápido como el bronceado del verano cuando llegan las nubes.

Ansiosa por proteger los frágiles sentimientos que habían surgido entre ambos. Chiara se había ofrecido a ponerse un delantal blanco y empezar una vida tras la anticuada máquina Gaggia y la barra gastada de acero inoxidable. Sus dedos accionarían las manivelas que en su día habían tocado las manos de Maria Domenica, y al final del día limpiaría las mesas, apilaría las sillas y barrería el suelo, mientras ella y Giovanni comentaban los cotilleos del día.

—¿Y qué pasa con tu carrera? —había objetado él—. Has trabajado muy duro para conseguir el éxito, no puedes renunciar ahora.

—Puedo seguir cocinando —señaló ella—. Y supongo que puedo seguir escribiendo libros. Quizá ya no sea tan famosa, pero nunca me dediqué a ello por la fama, sino solo por la comida.

Giovanni no estaba seguro. Mientras miraba a su padre, que se entretenía detrás de la barra, se ofreció a ir con ella a Londres, aunque no estaba del todo convencido.

—Seguro que encuentro un trabajo en un restaurante o un café. Podemos hacer que funcione.

Habían hablado de ello durante días, intentando dar con un futuro que les conviniera a ambos; hasta que cierto día soleado de invierno, a media tarde, cuando colgaron el cartel de cierre en la puerta del cale escaparon a la granja de sus abuelos para sentarse bajo los melocotoneros.

La granja había iniciado su lento e imparable proceso de deterioro. Algunas de las cabañas de Paolo habían empezado a inclinarse peligrosamente hacía mucho tiempo, y Erminio había decidido que no reunían las condiciones para albergar a gente. Paolo había intentado oponerse, pero, sin que él lo supiera, las gallinas de Pepina se habían apropiado de una de las cabañas y un gallo se pasaba el día cacareando desde una de sus ventanas torcidas, recordando a todo el mundo las limitaciones de Giacomo Salerno como albañil.

Cuando a Pepina le dio por almacenar los tarros de encurtidos y conservas en una de las cabañas, Paolo no opuso mucha resistencia. Para entonces el flujo de turistas se había reducido hasta convertirse en un goteo de gente, y Chiara sospechaba que a medida que su fama se fuera desvaneciendo, cesaría por completo. Había muchas otras escuelas de cocina más elegantes y mejor gestionadas en lugares mucho más bonitos; seguro que la gente preferiría acudir a ellas. Las cabañas acabarían desplomándose con el tiempo, los melocotoneros extenderían sus ramas sobre las ruinas, y la vida seguiría su curso lento y constante. Rosaria volvería a engordar, Pepina y Erminio avanzarían con paso tembloroso a través de la vejez, y la insatisfacción y el resentimiento de Paolo empañarían su existencia.

Mientras permanecía tumbada boca arriba mirando los retales de cielo azul que se veían a través del encaje formado por las ramas, Chiara supo que aquel era el lugar donde quería estar.

—Quiero quedarme aquí —le dijo a Giovanni—, no solo por ti, sino también por mis abuelos y por Franco. Y también por mí, supongo. Aquí me siento más cerca de mi madre. Siento como si por fin la conociera.

Aun así, Giovanni le preguntaba cada día:

—¿Estás segura de que quieres estar aquí?

Y cada día ella Je respondía con más convicción:

—Sí, estoy segura.

Ahora, mientras entraba y salía como una flecha de la cocina de Pepina sirviendo platos con verduras de primavera, observó cómo comía Giovanni. Mantenía la cabeza inclinada sobre su plato al tiempo que mojaba un trozo de pan en la sopa, le daba vueltas y lo mordía con regocijo. De repente la sorprendió mirándolo.

—Está deliciosa —le dijo, pescando la concha de una almeja de la sopa y metiéndose la carne y el líquido en la boca con ávido placer—. Todo está delicioso. —El corazón de Chiara sintió en ese momento un profundo amor por él.

La música de la comida se elevaba de la mesa: la percusión de los cubiertos contra los platos, el coro de murmullos elogiosos… Chiara se sentó, cogió su cuchara y miró a su alrededor.

Estaba deseando fotografiar la escena o realizar un dibujo de ella como habría hecho su madre para poder recordar siempre aquel momento: Pepina regañando al glotón de Erminio por robarle comida del plato; Franco y Alex, con las caras sonrosadas, entrechocando sus vasos de vino; Harriet besando la cabecita de su bebé.

Paolo y Rosaria estaban sentados al final de la mesa, luciendo sus mejores caras. Cuando creían que nadie se fijaba en ellos, discutían en voz baja. Finalmente Chiara veía a su tía y a su primo a través de los ojos de Giovanni y los conocía tal como eran: codiciosos, egoístas, indignos de confianza. Sin embargo, seguían siendo miembros de su familia y ella era lo bastante compasiva para pensar que merecían un sitio en la mesa entre los demás.

Chiara recorrió la escena con la mirada una vez más mientras se llevaba la cuchara a la boca.

—Toda mi felicidad está aquí —se sorprendió diciendo en voz alta.

Giovanni la miró, arqueó una ceja y sonrió.

—Pues sí —dijo ella, indignada, mientras él le revolvía el pelo con la mano cariñosamente—, y no veo que haya nada malo en ello.

Vio que a lo lejos se agrupaban unas nubes de tormenta y se oyó el débil ruido de un trueno, pero encima de ellos el cielo seguía luciendo azul y despejado. Cuando la tormenta llegara se pondría oscuro, pero para entonces ella y Giovanni estarían a salvo en su casita de alquiler, haciendo entrar en calor sus cuerpos en la cama, mientras escuchaban el ritmo tamborileante de la lluvia torrencial que limpiaba las tejas de terracota del techo.