En la mesa situada delante de ella se agitaba un vaso de plástico con café poco cargado, y a su lado había una gigantesca galleta con trocitos de chocolate. Chiara se veía incapaz de probar ninguna de las dos cosas. Ojalá estuviera en cualquier otro lugar menos allí, en aquel tren, cruzando a toda velocidad Inglaterra, acercándose cada vez más a un extraño llamado William Smith.
Chiara había leído y releído las palabras de la carta de su padre antes de fijarse en lo más importante: el matasellos y las señas del remitente. Se los había quedado mirando durante un rato, sorprendida, y luego se había echado a llorar. William Smith vivía en Liverpool, en la otra orilla del río donde ella se había criado. ¿Había estado allí todo el tiempo?
Bebió un sorbo de café y frunció el ceño ante su sabor insípido y amargo. Ansiosa por mantenerse ocupada, cogió una carpeta de plástico de su bolso y revisó su contenido por enésima vez. Dentro estaba el dibujo a lápiz que su madre le había hecho mientras Chiara se reía nerviosamente en lo alto del gran tobogán de los baños de New Brighton; la vieja fotografía de boda de Pepina y Erminio tomada antes de que el tiempo y la tristeza se llevaran la juventud de sus rostros, y la foto que le había mandado William en la que él y Maria Domenica posaban juntos al lado de la Fontana de Trevi. Había estado mirando esa última tanto tiempo que podía cerrar los ojos y recordar el menor detalle: los girasoles del vestido de su madre, el feo sombrero del turista sentado en un banco junto a ellos, la espléndida fuente situada detrás de la pareja. Maria Domenica sonreía, pero un examen más minucioso revelaba cierto recelo en sus ojos entornados frente a la luz del sol. ¿Acaso no se fiaba o le desagradaba la persona situada detrás de la cámara? O, lo que era más probable, ¿había empezado a sospechar que se había quedado embarazada cuando se hizo la foto?
Chiara imaginó qué perdida y sola debió de sentirse su madre todos aquellos años, guardando su historia para sí, incapaz de confiar en nadie. Se sentía desleal y furiosa consigo misma. ¿Cómo había podido publicar aquella historia tan íntima para que la leyesen los extraños?
De no haber sido por su obsesión por encontrar a su padre, La reina de la cocina italiana habría sido un simple libro de recetas, y no le habría ido nada mal. La gente lo habría comprado igualmente para ver las fotos; lo habrían maldecido el día que hubieran comprado los ingredientes para preparar pasta e faglioli, y finalmente lo habrían dejado en el estante con el resto de los libros de cocina.
Pero Chiara no se había conformado con eso. Al destapar los secretos de su madre había intentado triunfar allí donde su madre había fracasado. Había encontrado al hombre que hacía muchos años había posado orgullosamente junco a ella en la Fontana de Trevi. Estaba a punto de conocerlo. A menos que…
Chiara intentó imaginar por un momento lo que habría hecho su madre en su lugar. No resultaba nada fácil, pues Maria Domenica era muy distinta a ella: una persona más comedida, que a veces tardaba en entregarse y a menudo se mostraba demasiado seria. A pesar de lo que había dicho Giovanni, ¿habría acudido ella al encuentro de William? ¿O habría decidido que sus vidas se habían separado tanto que era poco seguro o conveniente que sus caminos volvieran a cruzarse a esas alturas? De todos modos logró imaginar a su madre, satisfecha solo con saber que su William estaba vivo y se encontraba bien, siguiendo con su vida aunque no pudiera verlo.
Indecisa, miró por la ventana. Había un canal que avanzaba sinuosamente paralelo a la vía del tren, con sus barcazas de vivos colores y sus pequeños puentes con forma de joroba. Era bonito, pero pronto quedó atrás mientras el tren seguía hacia delante a toda velocidad.
Había hecho aquel viaje tantas veces cuando su madre estaba viva… Se tomaba uno o dos días libres en la cocina del restaurante en el que estuviera trabajando, se sentaba en el tren y contaba los lugares que jalonaban el camino hasta su casa: primero, la estación de Watford Junction; luego, la extensión de la región central de Inglaterra mientras avanzaba hacia el norte; de repente, el puente de Runcorn, y ya casi había llegado.
A Alex le gustaba ir a recibirla a la estación de Lime Street y llevarla a casa por el túnel de Wallasey en cualquiera de los coches destartalados y poco fiables que utilizara en ese momento. Cuando llegaba a casa, su madre siempre la estaba esperando en la cocina, y a veces la sorprendía con uno de sus platos preferidos, como las galletas que solía cocer en el horno e inundaban la estancia de un agradable calor.
Un par de días después, cuando debía volver a Londres, Maria Domenica se quedaba en la puerta hasta el último minuto diciéndole adiós con la mano.
—Es tu última oportunidad de despedirte de tu madre —le gustaba decir a Alex al girar la esquina, y cuando Chiara miraba atrás, su madre seguía allí, agitando la mano.
La vuelta a casa ya nunca volvería a ser igual. La muerte se había llevado consigo el mundo cálido y seguro en el que su madre había mantenido siempre a Chiara. Cada que vez que se acordaba de que aquel mundo había desaparecido para siempre, sentía una intensa sensación de soledad y tristeza.
Desenvolvió la galleta de chocolate y le dio un mordisco reconfortante. Al mirar otra vez por la ventana se dio cuenta de que solamente podía seguir un camino. No tenía otra alternativa. Como el tren que iba de la estación de Euston, en Londres, a la de Lime Street, en Liverpool, tenía que seguir adelante.
Las cosas habían cambiado en la alta casa situada junto al río. Alex tenía las páginas de la sección inmobiliaria del periódico esparcidas por todas partes y marcaba anuncios como un loco en busca de chalets o apartamentos.
—¿Estás pensando en mudarte? —preguntó Chiara, sorprendida. Dejó su bolsa de viaje en el suelo y se quitó la chaqueta.
—El mercado inmobiliario se ha vuelto loco —le dijo él—. Este lugar vale ahora una fortuna. He pensado vender la casa, comprar algo más barato y gastar la diferencia en una barca pequeña para que Bob, Tony y yo podamos ir a pescar.
Chiara señaló con la cabeza en dirección a las aguas agitadas y fangosas del mar de Irlanda.
—¿Y qué esperas pescar ahí? —preguntó—. ¿Peces radiactivos?
Él se echó a reír.
—No se trata de coger ningún pez, Chiara. Esa no es la cuestión.
Se sentó a su lado y le cogió la mano con seriedad.
—No me dijiste por qué venías a casa, Chiara. ¿Va todo bien?
Súbitamente enmudecida por las lágrimas que aún no había vertido, sacó la carta de Smith de su bolso y se la entregó.
—Mi padre —logró murmurar.
Alex no abrió el sobre enseguida; lo sopesó en su mano y reflexionó un momento.
—Tiene matasellos de Liverpool —comentó con naturalidad; a continuación sacó las hojas de papel.
Chiara vio como su piel rosada palidecía a medida que leía las palabras de William Smith.
—Lo siento, papá —le dijo—. Esto te está doliendo.
Alex negó con la cabeza, y esta vez fue él quien tuvo que hacer un esfuerzo para romper el silencio. Finalmente se aclaró la garganta y consiguió decir:
—No estoy dolido, solo un poco sorprendido.
—¿Sorprendido? ¿Por qué?
—Por esto. —Señaló la dirección del remitente, en la parte superior de la carta—. Mira lo que pone aquí.
—William Smith, Material artístico Liverpool, Bold Street, Liverpool —leyó Chiara—. ¿Qué tiene de sorprendente?
—Bueno, el caso —dijo Alex lentamente— es que esa tienda es donde solía comprarle a tu madre el papel de dibujo y los lápices.
Chiara meditó sus palabras un instante.
—Oh —dijo débilmente.
—Aunque es probable que haya cambiado de dueño diez veces desde entonces —añadió Alex enseguida—. ¿Qué tienda aguanta durante treinta años con el mismo dueño en estos tiempos?
—Tienes razón —convino Chiara, aunque notaba una sensación opresiva en la boca del estómago que antes no sentía. Se frotó la barriga nerviosamente.
—¿Te encuentras bien? —preguntó Alex.
—He comido una galleta de chocolate enorme en el tren —respondió ella—. No ha debido de sentarme bien.
En realidad Alex no Ja estaba escuchando. Tenía una expresión de aturdimiento, y sus mejillas todavía no habían recuperado su tono rosado.
—Tu madre fue una vez allí sola —comentó.
—¿A la tienda de material artístico?
—Así es. Dijo que quería ver exactamente el tipo de material que tenían. Puede que quisiera probar en persona las diferentes técnicas o algo por el estilo, no lo sé.
—¿Y…?
—Solo fue una vez. Volvió con las manos vacías y dijo que prefería que fuera yo y le comprara las cosas. Dijo que siempre era como si recibiera un regalo.
Chiara no podía creer que su madre hubiera conseguido ocultarle un secreto un grande durante tanto tiempo.
—¿Entonces crees que…? —comenzó.
—No lo sé, Chiara. Es posible.
—¿Cómo era él? —insistió ella—. Tienes que acordarte del hombre que te atendía. ¿Qué aspecto tenía?
—No lo sé, Chiara. —Alex tenía una expresión de desconsuelo—. Para serte sincero, no me causó ninguna impresión. Era un tipo normal y corriente. ¿Por qué no te acercas a la tienda? Así podrás comprobarlo tú misma.