En cuestión de un par de días Chiara había pasado de no tener padre a hartarse de ellos. Parecía que los hombres de todo el país quisieran reclamar su paternidad. Janey había recibido un montón de faxes y correos electrónicos, y Pete Farrell le había remitido muchos más.
—La mayoría son chalados —le dijo Janey una tarde, mientras bebían una botella de vino en La Oficina—. Pero hay algunos a los que creo que merecería la pena seguir la pista. Pete Farrell dice que el Sunday Post está dispuesto a contratar a un detective privado para que se encargue de la investigación, siempre que el periódico consiga la exclusiva del primer encuentro con tu padre.
—No, gracias.
—Bueno, piénsalo al menos.
—No. —Chiara se mantuvo inflexible.
—Mira, ya sé que es un poco desagradable, pero es un periodista muy bueno, y la historia que escribió le dio a La reina de la cocina italiana el empujón que necesitaba. El libro se ha convertido en un fenómeno. Los representantes no han tenido que venderlo en las tiendas; él solo ha entrado en ellas, y ahora va a despegar otra vez.
A nadie se le había pasado por la cabeza que el libro se estuviera vendiendo bien porque las recetas eran fantásticas, pensó Chiara con amargura. Miró el vino que había en la botella y se dio cuenta de que, aunque se lo bebiera rápidamente, tendría que quedarse allí sentada hablando con Janey durante al menos quince minutos para poder escabullirse sin parecer maleducada. ¿Y si entonces ella proponía pedir otra botella?
Chiara estaba deseando subir a su piso y revisar los mensajes de los aspirantes a padres, con una taza de té cerca. Confiaba lo suficiente en su instinto para pensar que en cuanto viera el fax, el correo electrónico o la carta de su padre biológico lo reconocería al instante. Pese a sus esfuerzos, se emocionaba cuando imaginaba que se encontraba con él cara a cara.
—¿Y bien, Chiara? —La voz de Janey interrumpió sus pensamientos—. ¿Qué le digo a Pete Farrell?
Ella bebió un generoso trago de vino y a continuación sonrió mientras respondía:
—Dile… dile que si no hubiera sido por lo de la gamba del primer artículo, le habría dicho que sí. Dile que la pifió y que voy a darle la exclusiva a Hello!
El reconfortante olor del té caliente perfumaba su habitación. Chiara corrió las cortinas, encendió la lámpara de noche y se tumbó en la cama encima de un montón de cojines. Primero empezó con las cartas, los sobres con letra de patas de araña escritos por hombres mayores; algunos de ellos incluso mandaban una fotografía de carnet. Había hombres calvos, hombres canosos, hombres absurdamente jóvenes, hombres risiblemente viejos. Algunos le decían lo mucho que habían querido a su madre, otros describían ligues de una noche con extrañas que podían haber sido su madre, e incluso algunos aseguraban que llevaban años observando y siguiendo a Chiara en secreto.
La más inquietante de todas era una carta escrita con una bonita caligrafía que describía muy gráficamente la extraordinaria vida sexual que el hombre en cuestión afirmaba haber mantenido con su madre. Chiara la estrujó y la lanzó a la papelera con rabia. Los faxes y las copias impresas de los correos electrónicos acabaron igual y, eras pasarse una hora entera leyendo, le quedaron tan solo dos opciones por descartar. Una correspondía a un hombre de Escocia que decía que había estado en Roma en la misma época que su madre. Se había acostado con una camarera y nunca había sabido su nombre; había sido un ligue de una noche. «Existe una pequeña posibilidad de que yo sea tu padre —había escrito—, tan pequeña que no sé si mandar esta carta».
La otra opción era un correo electrónico de un hombre italiano que ahora vivía en Brighton. Parecía que tenía la edad adecuada, había nacido y se había criado en Roma, y decía que había estado allí durante la década de los sesenta. Se jactaba de haberse acostado con cientos de mujeres, y Maria Domenica podía haber sido perfectamente una de ellas.
Metió los dos mensajes en el cajón superior de la mesita de noche. Ninguno de los dos había logrado que un escalofrío le recorriera la columna, pero no se sentía con el valor suficiente para tirarlos. Puede que más adelante, cuando hubiera acabado de rodar la serie de televisión en Italia, tomara un tren a Brighton o a Escocia e investigara a aquellos hombres, pero de momento no tenía ninguna prisa. Aquello podía esperar.
Oyó que se abría la puerta del club en la planta de abajo. El local parecía muy concurrido esa noche. Después escuchó el sonido de un móvil y supo que Harriet, que odiaba aquellos aparatos, había expulsado a algún miembro que había insistido en responder una llamada. El hombre subió la mitad de la escalera que llevaba hasta el piso de Chiara para poder hablar con la persona que lo llamaba lejos del inconfundible rumor del bar.
—No, querida —decía en voz alta—. Todavía no me marcho a casa. Me voy a quedar trabajando hasta tarde en la oficina.
Chiara sonrió. La misma historia de siempre. No podía creer que los hombres siguieran saliéndose con la suya. Aunque sabía que debería acostarse pronto, también ella sentía la tentación de quedarse trabajando hasta tarde en la oficina. Podía ayudar un poco a Harriet detrás de la barra, hacer que se sentara y aliviarla del peso de su embarazo. Podría mantener una conversación con ella y comentarle que tal vez aquel fuera un buen momento para que ambas dejaran de viajar por la vida con poco equipaje. Y que elegir una vida convencional con un marido y un niño quizá no fuera un vergonzoso como creían.