Cuando Chiara vio el titular del periódico se sintió un millón de veces más horrorizada de lo que creía: BIGAMIA, INCESTO, BULIMIA: CHIARA FOX TRIUNFA SOBRE LA TRAGEDIA.
El vendedor de periódicos no le dijo nada cuando le vendió el diario; se limitó a mirarla como si fuera un objeto raro expuesto en un museo, una cabeza reducida o un ornitorrinco.
Sus piernas no le permitieron volver al piso todo lo rápido que quería. Pero una vez dentro, no se sentía con el valor suficiente para mirar el periódico.
—Harriet —dijo gimiendo—. Socorro.
Oyó una voz de cansancio que decía «Espera, ya voy»; al cabo de unos minutos una cara pálida apareció en la puerta de su habitación.
—Esto es peor que cualquier resaca —gruñó Harriet—. Si alguien te dice lo contrario, está mintiendo.
—¿No se supone que ya deberías haber pasado el mes de las náuseas? —preguntó Chiara, y obtuvo una mirada desdeñosa por respuesta.
—Estabas pidiendo socorro —dijo Harriet secamente—. ¿Qué pasa?
Chiara le ofreció el Sunday Post en silencio.
—¿Puedes leer esto y decirme qué pone, por favor? Yo no puedo mirarlo.
—Dios mío —dijo Harriet, cogiendo el periódico de su mano y echando un vistazo a las primeras líneas.
Chiara aguardó con desconsuelo su veredicto.
—Bueno —comenzó Harriet—, dentro de lo que cabe, es bastante fiel a la verdad. La única parte que no entiendo es ese cuento de que eres bulímica. ¿Escupiste una gamba en una servilleta en la presentación del libro?
—Sí, pero estaba mala —respondió Chiara, indignada.
Harriet se echó a reír.
—Pues según Pete Farrell, estás luchando con valor contra la bulimia.
—Será cabrón. Podría demandarlo por eso.
Harriet seguía riendo.
—Hay una foto enorme de la cubierta del libro y se anuncia que Paolo va a ser la estrella secundaria del programa de televisión. Es una publicidad que no tiene precio.
—Aquella maldita gamba estaba mala —repitió Chiara a Harriet, que le había dado la espalda y había salido disparada al cuarto de baño.
El retiro parecía la única opción de Chiara. El mundo exterior estaba lleno de gente que estaría tomando el café de la mañana y echando un vistazo a los periódicos en busca de cotilleos, y el pequeño y seguro rincón situado bajo su edredón parecía el único lugar sensato donde refugiarse. El teléfono sonó repetidas veces a lo largo del día, pero ninguno de los presentes en el piso se molestó en cogerlo. Seguramente Alex estaba intentando ponerse en contacto con ella, al igual que Janey.
Y quizá también había llamado un par de veces Paolo, que había preferido pagar una habitación de un hotel barato junto a Russell Square que quedarse con ella en el Soho. Había alegado como excusa que no había espacio suficiente en el piso, pero Chiara estaba segura de que había algo más. Notaba que se estaban distanciando y que estaban perdiendo la intimidad que había entre ambos. Paolo no había dicho ni hecho nada. Sin embargo, su instinto le decía que se había producido un cambio sutil en su relación.
Debió de quedarse dormida porque cuando abrió los ojos la luz había cambiado. Entornó los ojos ante el sol de la tarde aturdida todavía por el sueño, e hizo un esfuerzo por levantar la cabeza de la almohada. Tenía el estómago vacío, la boca seca, y el rincón seguro de debajo de su edredón estaba ahora cubierto de un desagradable sudor.
Sin hacer caso a la luz del contestador automático que se encendía frenéticamente avisando de los mensajes recibidos marcó el número del móvil que Paolo había alquilado para su escancia en Londres.
Por fin respondió tras un par de llamadas.
—Pronto —dijo con una voz que aún era pura miel y chocolate.
—Paolo, soy yo. ¿Has estado llamándome?
—No, cariño, no he sido yo.
—Bueno, ¿has leído el maldito periódico?
—Por supuesto. He comprado diez ejemplares para mandarlos a casa. He quedado genial en la foto, pero tú pareces un poco estirada e incómoda.
—¿De verdad has leído el artículo, Paolo? —preguntó Chiara.
—Sí, cara, cómo no. No sabía lo de tu bulimia. ¿Por qué no me lo dijiste?
Ella reprimió el impulso de gritar, pero en su voz aún había una nota de irritación cuando dijo:
—Tengo que verte. ¿Quieres comer conmigo… si te prometo que no vomitaré luego?
Los domingos, el Soho siempre parecía un amante abandonado, pensó Chiara mientras se dirigía al encuentro de Paolo. En Berwick Street no había rastro del murmullo de los días de mercado; tan solo unas cuantas hojas de coliflor aplastadas y algunos tomates en el suelo. La mayoría de los cafés estaban cerrados, las papeleras rebosaban basura de las fiestas de la noche anterior, y las aceras estaban pegajosas de cerveza y otros fluidos menos respetables. Solamente había clientes pululando en los sex-shops de las calles laterales y, como siempre, Chiara las evitó.
Paolo llegó veinte minutos tarde a la cita con ella en Pizza Pizza. Para entonces ella ya había sucumbido al pan de ajo, aunque en realidad nunca le había gustado mucho. Pepina habría pensado que se había vuelto loca si la hubiera visto atiborrándose de pan, mantequilla y ajo prácticamente crudo, pero teniendo en cuenta todo lo que había tenido que beber la noche anterior, aquella comida indigesta pringada en abundante grasa no parecía tan mala idea.
Cuando por fin llegó, la besó suavemente en las mejillas y se sentó enfrente de ella, no a su lado. Frunció el ceño al ver el menú, la pizza y la camarera; nada parecía agradarle.
Chiara aguardó a que la camarera les sirviera el café, que él desaprobó por considerarlo poco cargado, antes de abordar el tema que tenía en mente.
—He estado pensando en algo que Janey me propuso hace un tiempo —explicó, mientras él daba sorbitos a su taza con cara de disgusto—. La prueba del ADN… ¿Qué te parece? Deberíamos saber de forma concluyente si Marco es mi padre, y si no lo es, como yo creo, entonces nada se interpondría entre nosotros.
Él asintió, con recelo.
—Supongo que sí —dijo—. Pero yo de ti no me precipitaría. El libro está en la calle y no me sorprendería que tu verdadero padre saliera de la nada. Así no habría que molestar a Marco ni gastar dinero en pruebas científicas caras.
—¿Entonces crees que deberíamos esperar al momento adecuado?
—Exacto —asintió él.
Ella quería hacerle más preguntas para averiguar si sus sentimientos hacia ella habían cambiado, pero le daba demasiado miedo conocer la respuesta.
—Paolo —comenzó—, ¿va todo bien?
—Sí, claro. Todo va estupendamente.
Ella tiró de un mechón de su pelo, nerviosa.
—Te quiero —se aventuró a decir.
Él se limitó a asentir con la cabeza, dio otro sorbo al café y frunció el ceño.
—¿Me sigues queriendo? —insistió ella.
Paolo colocó su taza en el platillo.
—Tú siempre me importarás, Chiara, ya lo sabes.
—Pero ¿me sigues queriendo? —insistió ella.
Él le cogió la mano entre las suyas.
—Te seré sincero —dijo con suavidad, haciendo gala de su labia—. Durante un tiempo, cuando estábamos en Italia y te pasabas el día en la cocina de mi abuela, puede que pensara que me estaba enamorando de ti. Pero ahora vamos a tener una relación de trabajo y creo que lo más prudente sería que mantuviéramos un poco las distancias.
Chiara estaba hecha una furia.
—No puedo creer que tengas la cara de decirme eso —dijo, apartando la mano—. Me engañaste. Eras tú el que no paraba de decir que me querías. Incluso lo escribí en el libro. ¿Y ahora crees que vas a dejarme así?
—No te estoy dejando. —Él también se puso furioso—. Permíteme que te refresque la memoria, Chiara. Entre nosotros solo ha habido un par de besos. Las cosas podrían haber llegado más lejos, pero a pesar de todo lo que te dije, tú te obsesionaste con la idea de que Marco era tu padre. Ahora ya ha pasado el momento. Yo tengo que llevar un negocio, ahora tengo una carrera. No tengo tiempo ni energía para aguantar escenitas como esta. ¿Por qué no nos limitamos a mantener una relación profesional?
—De acuerdo, si eso es lo que quieres. —Enojada y disgustada, Chiara apretó los labios, demasiado orgullosa para decir algo más. La habían plantado demasiadas veces para saber que armando un escándalo no se conseguía cambiar nada. Tras ponerse la chaqueta, pagó la cuenta.
Cuando salían del restaurante, una chica les gritó:
—Un momento, un momento. —Era alta y tenía el cabello pelirrojo largo y rizado, y llevaba en la mano un ejemplar del Sunday Post. A Chiara se le cayó el alma a los pies al verla, mientras que Paolo alargó la mano para coger el bolígrafo que la joven les estaba ofreciendo—. Me da mucha vergüenza, normalmente no hago cosas así —aseguró, al tiempo que Paolo estampaba su firma en la foto de la portada—, pero si no os pido un autógrafo mis amigas no se creerán que os he conocido.
Chiara estampó su firma de mala gana junto a la de él. Paolo no pareció reparar en su incomodidad. Observó cómo la chica se daba la vuelta, contoneando con coquetería su trasero enfundado en unos ceñidos vaqueros de cintura baja, y a continuación se echó a reír tontamente como un colegial.
—Dios mío, si ahora es así, imagínate cómo será cuando se emita el programa de televisión —dijo—. Vamos a ser famosos. ¿No es fantástico? —Entonces miró a Chiara de arriba abajo, como si acabara de verla, y su sonrisa se desvaneció—. Pero ¿qué diablos llevas puesto? —preguntó de repente.
Ella miró sus pantalones holgados de chándal y su viejo y andrajoso jersey negro.
—Es domingo. Todo el mundo viste informal los domingos.
—Ahora tienes que pensar en tu imagen —respondió Paolo con frialdad—. Deberías comprarte algo de ropa decente y dejarte crecer un poco el pelo. Si te cuidaras como es debido serías una chica muy guapa, ¿sabes, Chiara?
Mientras recorría penosamente el camino de vuelta hacia casa, Chiara experimentó una sensación muy parecida a la imaginaba que debían de sentir las estrellas de cine la mañana siguiente a la entrega de los Oscar, cuando les toca devolver las cajas con las fabulosas joyas que han recibido únicamente en préstamo. Le daba pena estar perdiendo a Paolo, pero no le sorprendía. Nunca había esperado que pudiera retenerlo mucho tiempo.