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El lanzamiento del libro de Chiara fue un acontecimiento glamouroso. Fue la clase de fiesta a la que ella siempre quería ser invitada y nunca lo conseguía.

Se abrió paso a empujones entre la multitud de rostros desconocidos en busca de algún amigo. A su alrededor, gente borracha de maneras elegantes apuraba sus vasos hasta el último trago, y Chiara se horrorizó pensando en la cantidad de cajas de buen vino italiano que estarían consumiendo.

Harriet le había ofrecido que celebrase la fiesta en La Oficina, pero Janey había movido su brillante cabeza rubia con disgusto al ver las estanterías llenas de libros polvorientos y el batiburrillo de viejos sofás de cuero y sillas de comedor de distintos estilos.

—Me parece precioso, querida —había dicho finalmente—, pero no es en absoluto el lugar adecuado para lanzar tu libro.

Al final se decidieron por una galería de arte del Soho que dirigía una amiga de Janey, que casualmente estaba exhibiendo una serie de obras inspiradas en la cocina italiana. Era un local alargado con forma de túnel y una anchura como la de una estación de metro de Londres; los lienzos de las paredes blancas representaban platos descomunales de espaguetis de colores chillones y bulbosos mejillones de color naranja en sus conchas. Chiara los encontró bastante asquerosos, pero afortunadamente había tal aglomeración de gente que la mayoría de ellos quedaban tapados.

Además de la fiesta de presentación, Janey había conseguido que las cosas se hicieran a su manera en otros aspectos. Había mostrado un entusiasmo incansable y ejercido un firme control sobre el libro durante el largo y trabajoso proceso de edición: llamó a abogados para asegurarse de que no estaban difamando a nadie y revisó una y otra vez las pruebas, mucho después de que Chiara se desmoralizara ante su simple visión.

—Me encanta este libro —no dejaba de decirle a Chiara—. Tiene que ser absolutamente perfecto.

Prácticamente como era de esperar, Chiara tuvo que posar para la foto de la portada con una corona hecha con tomates pera, con un collar de hojas de albahaca y manteniendo en equilibrio una cabeza de ajos en cada palma de la mano. En la sobrecubierta, encima de su cabeza, se podían leer las palabras: «Chiara Fox es La reina de la cocina italiana».

Después de revisar las pruebas, a Chiara no le había quedado nada que hacer aparte de dar vueltas por Londres, beber vino tinto en La Oficina y pasear nerviosamente a Salty cuatro o cinco veces al día hasta que el perro, agotado, empezó a esconderse bajo la cama de Harriet cada vez que veía que ella se acercaba con la correa.

Y entonces, justo cuando pensaba que el mundo editorial se había olvidado de ella por completo, Janey la había llamado para comunicarle unas emocionantes noticias. Su equipo había conseguido un contrato televisivo. Los programas se rodarían en la cocina de Pepina, y Paolo sería la estrella secundaria.

Él estaba loco de emoción. Chiara podía verlo ahora en el centro de la fiesta, destacando entre una multitud de gente guapa, haciendo girar su vaso de vino, hablando con un extraño.

Ella le tiró de una manga.

—Paolo, estás aquí. Te he estado buscando por todas partes.

—Ah, Chiara. —Paolo se inclinó y la besó en la mejilla—. Ven, quiero presentarte a Roger. Es el director de la cadena de televisión y tiene unas ideas fabulosas para nuestro programa.

Desde que había llegado a Londres, la vida de Paolo había sido un gran torbellino de compromisos. Había comido con asesores turísticos y desayunado con escritores de libros culinarios. Había asistido a reuniones con agentes, productores de televisión y editores. Estaba ejercitando sus músculos empresariales con todas sus fuerzas y apenas tenía tiempo para hacerle a Chiara una caricia o darle un besito en la mejilla.

Mientras ella observaba cómo se movía entre el gentío cautivando a todas las personas que encontraba, se preguntó cómo había podido tener miedo a que no supiera adaptarse a su mundo. Todo el mundo parecía adorarlo. De hecho, aquello más parecía el lanzamiento de un libro de Paolo que de ella.

Roger, el director de la cadena, echó un vistazo por encima del hombro, vio a alguien más famoso y siguió avanzando. Por un momento Chiara se quedó sola, ahogándose entre aquella gente extraña. Entonces divisó al otro lado del túnel a Harriet, que iba cogida del brazo de Eduardo y de Alex. Gracias a Dios que estaba Harriet, pensó. Puede que Alex se hubiera sentido perdido y solo en la fiesta, pero su mejor amiga lo había buscado y había hecho que se sintiera bien acogido.

—Cariño, estás fabulosa. —Harriet la rodeó entre sus brazos. Cuando la soltó, les llegó el turno a Eduardo y a Alex.

—Tu madre estaría muy orgullosa de ti —dijo Alex sujetándola con el brazo extendido para admirarla debidamente—. Aunque —añadió con una amplia sonrisa—, puede que te hubiera mandado a casa a quitarte ese vestido que llevas y ponerte algo que te tapara más.

El breve vestido negro de Chiara era más corto por debajo y más bajo por arriba de lo que normalmente solía ponerse. Pero el sol, con su habitual alquimia, había dorado su piel, y había pensado que no pasaría nada si se lo ponía. Aunque Paolo no se había fijado en ello. La suavidad y el bronceado de piernas y sus clavículas le habían pasado desapercibidos, ocupado como estaba en su negocio.

Harriet alzó su vaso y brindó por ella.

—Por ti, cariño. Por tu éxito como reina de todas las clases de cocina.

Ella inclinó la cabeza en señal de agradecimiento y lanzó una segunda mirada a la bebida que Harriet había levantado. Curiosamente, no parecía ni vino ni champán. En lugar de ello estaba bebiendo algo fresco en un vaso alargado que podría ser ginebra, pero que parecía más probable que fuese lima con soda.

—¿Quieres un vaso de vino, Harriet? —preguntó Chiara, tanteando el terreno.

—No, cariño, con esto me basta —respondió ella y dio un sorbito a su bebida burbujeante y transparente.

Chiara recorrió el cuerpo de su amiga con la mirada. Los huesos de Harriet estaban desapareciendo bajo la carne, su cintura se había vuelto más gruesa y los bultitos que tenía por pechos se habían hinchado.

—Harriet, estás embarazada —dijo con voz entrecortada. Eduardo sonrió orgullosamente y deslizó su mano por la cintura de Harriet hasta posarla sobre su abultada barriga. Harriet se quedó horrorizada, y Alex, que trataba de seguir el ejemplo de las personas que le rodeaban, simplemente se mostró confundido.

—No quería que te enterases de esta forma —le dijo Harriet.

—¿De cuánto estás?

—De casi cuatro meses.

—¿Y cuándo pensabas decírmelo, Harriet? ¿Cuando el niño empezase a ir al colegio?

—Oh, Dios, lo siento. —Su amiga parecía un tanto abatida—. No podía decírtelo. Chiara, me sentía como si te estuviera fallando.

—¿Qué?

Harriet dio un trago enérgico a su cóctel sin alcohol.

—Siempre íbamos a estar juntas. En nuestro piso encima del club, pasándonoslo bien, sin caer en la vieja trampa del marido y el niño como les pasa a las demás. No nos preocupaba haber cumplido los treinta porque siempre íbamos a tenemos la una a la otra. Y ahora yo lo he estropeado todo.

—No, Harriet, no digas tonterías, no puedes… —Chiara se detuvo. No era el momento adecuado para mantener aquella conversación. Además, Janey la estaba agarrando del codo para presentarle a alguien y no estaba dispuesta a que la dejaran de lado—. Hablaremos de esto más tarde, ¿vale? —prometió Chiara mientras se giraba para estrechar la mano del desconocido en cuestión. Era un hombre con una figura ligeramente desastrada cubierta con un gabán gris pasado de moda y con una mochila al hombro. Tenía el pelo castaño ralo, los dientes delanteros amarillos de la nicotina, y desprendía el olor acre propio de un hombre que fuma dos paquetes al día. No era en absoluto el tipo de Janey, pensó Chiara, y no conseguía imaginar por qué su editora parecía tan entusiasmada con él.

—Este es Pete Farrell, del Sunday Post —dijo Janey con su habitual tono suave alterado por la emoción—. Pete, esta es Chiara Fox, la reina de la cocina italiana.

Pete Farrell. Por un momento Chiara fue incapaz de recordar dónde había oído aquel nombre. Entonces le vino a la memoria haber escuchado la otra noche a un grupo de periodistas que discutían sobre él en La Oficina. Era un reportero del Sunday Post que conseguía todas las exclusivas importantes. Tenía fama de agresivo y de haberse decantado por el lado equivocado de la línea que separaba la prensa amarilla de la prensa seria, aunque su periódico siempre se anunciaba como una publicación de calidad. A los chicos de La Oficina no les gustaba mucho Pete Farrell, y ahora que ella lo conocía no sabía si le pasaría lo mismo.

—Un libro fantástico, querida —le dijo él, llevándose nerviosamente a los labios un cigarrillo invisible con los dedos—. Las recetas son fabulosas, por supuesto, pero la historia es terrible.

—Gracias —dijo ella quitándole importancia.

Empujándola en la zona lumbar con una mano y cogiéndola del brazo con la otra, la llevó a un rincón de la sala.

—Salgamos de este barullo para poder hablar tranquilamente. ¿Te apetece otra copa? ¿No? Así está mejor, ¿no te parece?

Se había sentado en un sofá rojo de cuero que claramente formaba parte de la instalación del artista. Tenía platos de lasaña pegados a los brazos, y donde debería haber botones había figuras de pasta secas. Una de ellas se le estaba clavando a Chiara en la parte superior del muslo, que apenas llevaba tapada, y se vio obligada a acercarse a Pete para evitarla.

—Bueno, hablemos de tu historia —dijo él inclinándose y aproximándose a ella para hablar de forma más íntima—. La madre bígama, la búsqueda de tu verdadero padre, el novio que podría ser tu hermano… es un material magnífico. La gente de Janey que se encarga de la publicidad dice que puedo quedarme con la exclusiva, y creo que podría ser el bombazo que apareciera este domingo en primera plana, a menos que se produzca alguna muerte en la realeza o un atentado terrorista.

Hablaba rápidamente por una comisura de la boca, y Chiara se fijó en que ya había sacado una libreta y un bolígrafo de su mochila.

—Verá, no lo sé. Tendré que pensarlo —le dijo.

—No hay tiempo para eso, querida, se me acaba el plazo.

—En ese caso la respuesta es no.

—Vamos, querida —dijo él en tono zalamero. Chiara reparó en que el hombre estaba moviendo una pierna arriba y abajo nerviosamente—. Piensa en la publicidad que conseguiría el libro. ¿Una portada del Sunday Post? No se puede pedir más.

—Sí, estoy segura de que sería una publicidad maravillosa, pero hay que tener en cuenta los sentimientos de otras personas, como mi padrastro Alex —apuntó ella—. Va a tener que asimilar que mi madre contrajo matrimonio con él estando casada con otro hombre, y no creo que le ayude mucho que la noticia aparezca en primera plana de los periódicos. Bastante grave es que yo lo haya puesto todo por escrito en el libro. —Se dio cuenta de que Pete estaba tomando notas mientras ella hablaba y añadió rápidamente—: Oiga, no puede escribir lo que le he dicho.

Él soltó el bolígrafo de mala gana.

—La historia se va a publicar de todos modos. Aparece en tu libro, así que ya es pública. A nadie le va a afectar un pequeño artículo.

Ella no dijo nada, de modo que él continuó.

—Mira, normalmente no hago esto, pero en tu caso podría conseguir que mi jefe te ofreciera un incentivo económico. ¿Te haría cambiar de opinión un generoso cheque?

Chiara divisó a Paolo, que se abría paso a empujones entre la multitud, y le dijo moviendo mudamente los labios: «Socorro». Al escribir el libro no había tenido en cuenta nada de aquello. Puede que hubiera sido una ingenua, pero no se había planteado que su vida fuera a hacerse tan pública, que Pete Farrell quisiera meter mano en ella, o que todos sus secretos más íntimos pudieran ser destapados por la prensa.

Pete estaba exponiendo ahora su idea a Paolo, y no daba la impresión de que a él le pareciese una mala idea.

—¿Has traído a algún fotógrafo esta noche? —1c estaba preguntando al periodista—. Podrías hacernos una foto a mí y a Chiara.

—Sí, fantástico. —Pete asentía con la cabeza.

—No, espera, a mí no me parece tan fantástico —protestó Chiara.

Paolo intentó mantener el equilibrio en uno de los brazos del sofá, pero se lo impidió un plato de lasaña. De modo que se sentó al lado de ella, encima de las figuras de pasta, y le rodeó los hombros con un brazo.

—No seas tonta, es una ocasión fabulosa —insistió—. Este hombre nos está ofreciendo la oportunidad de dar a conocer nuestro libro a millones de personas del país. Sé amable con él Chiara, antes de que cambie de opinión. Démosle una buena historia para que se la ofrezca a sus lectores.

Ella accedió de mala gana a responder a las preguntas de Pete. Observó nerviosa cómo el reportero llenaba las páginas rayadas de su libreta con su letra rebelde. No pudo evitar fijarse en que Paolo hablaba casi tanto como ella, describiendo con mucho colorido su primer encuentro.

—Sí, un material de primera —no dejaba de murmurar Pete mientras seguía garabateando.

Cuando hubo terminado, un fotógrafo les hizo posar delante de uno de los chillones cuadros con las manos entrelazadas.

—Juntad las cabezas, vamos, juntad las cabezas —gritó.

—¿Tenemos que estar tan pegados? —preguntó Chiara, apartándose un poco, pero Paolo le lanzó una mirada dolida y ella acabó cediendo. Podía imaginar la sensación de pánico que experimentaría el domingo cuando cruzara la calle para comprar los periódicos del día. Todos aquellos Sunday Post con las caras de ella y de Paolo mirándola fijamente. Chiara empezó a rogar para que se produjera la muerte de algún miembro de la realeza, pero prácticamente al instante se sintió culpable.

El ruido de la fiesta había subido varios decibelios y en vez de hablar los asistentes movían los labios entre ellos. Chiara no pudo contener más el impulso de escapar y tiró de la manga de Paolo.

—Salgamos de aquí —dijo—. Voy a por Alex, Harriet y Eduardo. Podemos irnos todos y cenar en otro lugar.

Él parecía distraído.

—Id vosotros delante —le dijo—. Quiero saludar a una agente que anda por ahí. Dime adonde vais y me reuniré con vosotros más tarde.

Lo dejó enfrascado en una conversación con una chica seria vestida de negro que llevaba unas gafas de montura oscura. Sus cabezas y sus cuerpos estaban muy juntos. Al fotógrafo del Sunday Post le habría encantado aquella pose, pensó Chiara mientras salía detrás de Harriet por la puerta principal.