Cuando Chiara abrió los ojos brillaba el sol. Intenso y resplandeciente, el astro rey iluminaba los rincones más sucios de la habitación, las paredes amarillentas que lucían marcas donde una vez había habido carteles clavados, y los montones de trastos, zapatos viejos y ropa usada que se habían almacenado allí desde que la habitación se usaba como cuarto de invitados. Al igual que el resto de aquella casa, la vieja habitación de Maria Domenica reflejaba una gran dejadez. Aquel lugar se estaba desmoronando. Pepina y Erminio eran demasiado mayores para mantener la casa en buenas condiciones, y Rosaria carecía de la voluntad necesaria. Si había más hijos, pensó Chiara, debían de haberse marchado y haber formado sus propias familias, pues allí no había visto rastro de nadie más.
Oyó el sonido de alguien que caminaba en la habitación de al lado; alguien viejo y lento, cuyos movimientos hacían pensar en una rutina bien ensayada. Chiara oyó cómo crujía la mesa de madera de pino de la cocina, como si algo estuviera ejerciendo presión sobre ella. Movida por la curiosidad, salió de la estrecha cama, se puso unos vaqueros y una camiseta y fue a investigar.
Pepina alzó la vista y sonrió al verla entrar en la cocina. El sol le daba en la cara, iluminando sin piedad su rostro arrugado.
A Chiara le pareció que la anciana estaba cansada, pero aun así sus brazos mostraban vigor y sus manos parecían fuertes mientras, rítmicamente, trabajaba la masa sobre la mesa de la cocina.
—Il pane —explicó Pepina, y se apartó para dejar que Chiara la sustituyera en la elaboración del pan. En el viejo aparador de madera aún había un estante lleno de panes, pero era evidente que su abuela creía que iba a necesitar más, pues había colocado otro montón de harina gruesa en la mesa y había formado un hueco en el centro para echar levadura y agua templada.
Trabajaron codo con codo, amasando hasta que Pepina quedó satisfecha con su consistencia. Chiara sabía, sin que nadie se lo hubiera dicho, que en otra época su madre había ocupado aquel lugar junto a Pepina, ayudándola a preparar el pan del día. De repente se sintió muy próxima a Maria Domenica, más próxima incluso de lo que lo había estado cuando ella vivía. Estaba empezando a entender a su madre, a descubrir lo que había determinado su forma de ser. La pasada noche se había arrepentido de haber ido allí, pero esta mañana sabía que había hecho lo correcto.
Erminio y Paolo no se despertaron hasta que el olor del pan en el horno llegó a sus habitaciones, No había el menor rastro de Rosaria. Erminio tuvo que recurrir a su atronadora voz para que apareciera corriendo por el pasillo, con el pelo canoso suelto por encima de los hombros y la cara hinchada y soñolienta.
Lanzó una mirada maliciosa a Chiara y sus labios hoscos se estiraron en una media sonrisa.
—Buenos días, espero que hayas dormido bien —dijo rápidamente.
Eran las palabras más amables que había pronunciado hasta entonces. Chiara estaba sorprendida pero agradecida. Tal vez había superado el impacto inicial y estaba dispuesta a hacer que su sobrina se sintiese bien acogida.
—Parece que hoy tu madre se ha alegrado más de verme —le dijo a Paolo más tarde, cuando la llevó al pueblo con Pepina y Erminio, que iban apretujados en el asiento trasero.
—Te lo dije, mi mamma a veces se pone gruñona. Anoche cuando la viste estaba insoportable, pero estoy seguro de que de ahora en adelante su humor cambiará. Está encantada de que estés aquí, te lo aseguro.
La pareja de ancianos insistió en que Paolo tomara el camino más largo para que pudieran recorrer las zonas más antiguas del pueblo; pasaron por delante de unos edificios altos del color de la arena mojada, con sus patios a la sombra, ocultos tras elevados muros como un secreto.
—Mis abuelos dicen que esta es la parte del pueblo que más conserva el aspecto que tenía cuando tu madre era una niña. Entonces no había tantos apartamentos. San Giulio era un pueblecito rodeado de campos con búfalos.
—Es una lástima que haya cambiado tanto —dijo Chiara con tristeza.
—Oh, los cambios no son malos —dijo Paolo quitándole importancia—. Por aquel entonces había mucha pobreza y mucha gente vivía en unas condiciones muy duras. Mi abuelo me ha contado alguna vez que había familias tan pobres que tenían que compartir un plato de espaguetis para cenar. Ahora las cosas han mejorado.
Consiguieron encontrar aparcamiento en una esquina de la piazza, y Pepina encabezó la expedición de la compra con la cesta en el brazo. Era día de mercado y los puestos donde se vendían verduras frescas, carne y queso se alineaban a lo largo de la calle principal. Los vendedores les gritaban al pasar, alardeando de sus berenjenas de piel lisa, de sus calabacines dulces y de sus grandes alcachofas. Pepina era una compradora prudente y antes de comprar un producto le daba golpecitos, lo apretaba y trataba de regatear cuando consideraba que podía salirse con la suya. Parecía que conociera a todo el mundo; avanzaban despacio por la calle ya que a menudo tenían que interrumpir su marcha para presentar a Chiara a algún viejo amigo de la familia que se acordaba de su madre.
Algunos de los ancianos se emocionaban cuando se enteraban de quién era, la abrazaban, le daban besos, y no paraban de ofrecerle cosas. Chiara bebió educadamente un vaso de un líquido turbio y ácido que le tendió una anciana situada tras el puesto de los limones. Un frutero le puso en las manos una ciruela perfecta, y el vendedor de otro puesto, un salami entero. Pepina y Erminio parecían extraordinariamente orgullosos de ella.
—Es nuestra nieta —le decían a todo el que pasaba—. Quiero presentarte a nuestra preciosa nieta, Chiara, que ha vuelto a casa después de muchos años.
Cuando dieron la vuelta en dirección a la piazza, Chiara se acordó de los dos hombres del café Angeli. Debían de estar preguntándose qué había sido de ella.
—Paolo, ¿podríamos parar en el café antes de volver a la granja? Tengo que hablar con Franco y Giovanni.
Paolo pareció incómodo.
—Mis abuelos no van al café Angeli —le explicó—. No han ido allí desde que tu mamma se marchó. Creo que en cierto modo culparon a Franco y a Giovanni de lo que pasó, aunque no sé por qué. Luego se enteraron de lo de la pintura de la madonna y el niño y aquello ya fue la gota que colmó el vaso.
Ella frunció el ceño.
—Es una cuestión delicada, ¿verdad?
—Un poco —afirmó él—. Pero podemos sentarnos un rato en un banco a la sombra para que los viejos descansen. Así podrías tener una conversación rápida.
—No tardaré mucho —prometió.
El café Angeli estaba abarrotado. El murmullo de la conversación se elevaba por encima del chirrido de la máquina Gaggia, y los clientes vaciaban sus tazas de espresso más rápido de lo que Giovanni podía llenarlas. Aun estando tan ocupado, tuvo tiempo para levantar la vista de lo que estaba haciendo y guiñarle un ojo a Chiara.
—Le diré a papá que estás aquí para que te haga la pizza que te prometió.
No había espacio en la barra, de modo que tuvo que abrirse paso a empujones prácticamente hasta la zona de las mesas.
—No puedo entretenerme mucho porque mis abuelos y Paolo están esperando fuera, pero quería que supierais que todo va bien.
Él arqueó las cejas.
—Me alegro.
—Sin embargo, quiero hablar con vosotros. Me gustaría haceros algunas preguntas.
Giovanni miró la cola que se estaba formando delante de él y sacudió la cabeza.
—Tienes razón, ahora no es un buen momento, pero vuelve esta tarde sobre las cinco y media. Entonces esto estará tranquilo y podremos hablar todo lo que quieras.
Esa tarde pareció que las manecillas del reloj se hubieran movido por una fuerza añadida. Chiara se llevó una sorpresa cuando se dio cuenta de que Pepina y ella habían estado friendo, horneando, picando y batiendo durante cinco horas. Primero habían hecho una salsa con tomates, ajo, alcaparras, aceitunas y anchoas; luego, a fuego lento, habían cocido en ella trocitos finos de carne de ternera. A continuación habían preparado unas pizzas con unas bases finas como obleas a las que tan solo habían echado tomate, exquisito aceite de oliva y albahaca del jardín. Utilizando sobras de la nevera, Pepina elaboró una densa y deliciosa sopa minestrone. Por último, su abuela le ensenó cómo se freía. Chiara pensaba que dominaba aquella técnica desde hacía años, pero Pepina empleaba un método con el que conseguía un resultado mucho mejor.
Llenó una sartén negra de hierro fundido con aceite de girasol y la puso a calentar a la temperatura exacta; no tan caliente como para que la parte de fuera de la comida se quemase antes de que se hiciera por dentro, y no tan fría como para que la comida absorbiera el aceite y se volviera grasienta. Con una mano impregnaba de harina los deliciosos bocados y los mojaba en la mezcla para el rebozado o en pan rallado, y con la otra controlaba la comida que ya estaba chisporroteando en la sartén, examinándola y dándole la vuelta para luego sacarla en el momento adecuado.
La familia se agrupó alrededor para probar los fritti mientras todavía estaban calientes. Había calamares pequeños, sepia cortada en aros y colas de gamba rebozadas; todo estaba crujiente y lo aderezaron con unas gotas de zumo de limón. Se deshacían en la boca.
También había buñuelos fritos en abundante aceite con sabor a bacalao salado, aceitunas, alcaparras, piñones y uvas pasas. Soltando un gemido de placer, Chiara probó las alcachofas rebozadas con olor a parmigiano y se abalanzó sobre la mesa para hincarle el diente a los espárragos que su abuela había envuelto en prosciutto, rebozado en harina, huevo y pan rallado, y luego había frito en la sartén.
Pepina no se sentó a comer. Se dedicó a mordisquear mientras cocinaba, inclinándose por encima del fregadero.
—Friggendo, mangiando —le dijo a Chiara, que se volvió hacia Paolo para que tradujera aquellas palabras.
—La cocinera no puede permitirse sentarse cuando está haciendo fritti —le explicó él—. El aceite está caliente y es muy peligroso. Requiere mucha atención.
Sirvieron la comida en platos y cuencos y Paolo, con una pesada y vieja cámara al cuello, los colocó sobre la mesa y les hizo fotos desde todos los ángulos posibles.
—No sabía que fueras aficionado a la fotografía, Paolo —le dijo Chiara cuando apareció con la cámara.
—He hecho unas cuantas —respondió él, mirando la cámara y riéndose—. Ya sé que mi equipo no es nada del otro mundo, pero tengo buen ojo. Había pensado haceros unas fotos a ti y a Pepina cocinando juntas, unas en blanco y negro y otras en color; quién sabe, ¡a lo mejor algún día te interesa ponerlas en uno de tus libros de cocina!
Ella se sintió conmovida por su entusiasmo.
—Es una idea genial, Paolo. Si alguna vez se usaran en un libro, me aseguraría de que te pagasen por ellas.
Él alzó una mano.
—No, no, no hace falta. Estoy encantado de ayudar. Me gusta pasar el tiempo contigo, Chiara. —Sus ojos coincidieron con los de ella y Chiara sintió un ligero escalofrío que recorrió su cuerpo; se preguntó cómo sería besarle.
Durante toda la tarde se sintió un poco más viva de lo normal. De algún modo, el hecho de que él fuera algo prohibido lo hacía todavía más deseable. Mientras observaba cómo Paolo se inclinaba y retrocedía para obtener el ángulo correcto, entornando los ojos y chasqueando la lengua en señal de desaprobación, Chiara se sentía incapaz de sofocar lo que reconoció como puro deseo. Tenía que controlarse. Por lo que ella sabía, Paolo era medio hermano suyo y por tanto la última persona en el mundo por la que debería albergar aquellos sentimientos, pese a la certeza que tenían él y Rosaria de que Marco no era su padre. Aquello era deshonroso. Sin embargo, estaba segura de que la atracción era mutua. Lo vio en el modo en que él le tocó el hombro y orientó su cuerpo en el ángulo correcto para retratarla con la cámara. Parecía que aprovechase la menor oportunidad de rozarla o de posar sus ojos en ella. En una ocasión, cuando se inclinó para darle un consejo sobre las nocas que ella estaba tomando, Chiara sintió su cálido aliento en la nuca y estuvo a punto de soltar un sonoro gemido.
El reloj, que seguía moviéndose a toda velocidad, había avanzado otros diez minutos y Chiara sabía que iba a llegar tarde a la cita con Giovanni.
—¿Puedo pedirte un favor, Paolo? —dijo, quitándose el delantal—. ¿Me podrías llevar al pueblo? Le prometí a Giovanni que estaría en el café a las cinco y media.
Él le dedicó una sonrisa perezosa.
—Antes a lo mejor deberías arreglarte un poco. Yo puedo esperar y estoy seguro de que Giovanni también.
Chiara se horrorizó al verse en el espejo. La comida le había salpicado la cara y se le había pegado al pelo, tenía la nariz roja y brillante, y era evidente que el poco rímel que llevaba no había soportado bien los cinco minutos que había estado cortando cebolla. Se lavó rápidamente la cara, se quitó un pegote difícil de identificar del pelo y miró en su neceser. Los pocos productos cosméticos que tenía habían estado dando vueltas allí dentro durante años. Rara vez se molestaba en ponerse maquillaje, y cuando lo hacía, parecía que se le corría en cuanto su cara se exponía al calor de una cocina. Pero ese día hizo un esfuerzo excepcional y se puso todas las capas que consideró necesarias para estar guapa; para igualar los tonos de su piel, conseguir que sus ojos parecieran más grandes y realzar sus labios. Aunque hacía grandes esfuerzos por olvidarlo, sabía perfectamente que ella y Paolo iban a estar solos en el coche al menos cinco minutos.
El condujo despacio; miraba a Chiara tanto como a la carretera.
—Eres muy hermosa, Chiara —le dijo—. ¿Tu mamma era la mitad de hermosa que tú?
Ella rió, nerviosa.
—Oh, mucho más hermosa, ya lo creo.
—Pero tú te pareces mucho a ella, ¿verdad?
—Bueno, no mucho. Ella tenía la piel más morena que yo, era mucho más delgada, y tenía el pelo liso y sedoso. —Chiara tiró con tristeza de su pelo corto y áspero.
Él sonrió burlonamente.
—Me alegro. Eso significa que debes de parecerte a tu padre.
—¿No me parezco a Marco?
—No, no te pareces a Marco en absoluto, créeme. Supongo que debes de haber salido al pintor del café que dijo mi mamma, o al extranjero de Roma, o a quienquiera que sea tu verdadero padre. —Paró el coche frente al café Angeli, pero dejó el motor encendido—. No creo que seas medio hermana mía, Chiara. Creo que eres mi prima y eso me hace muy feliz.
Paolo se inclinó y tocó los labios de ella con los suyos. Chiara no se movió. Él la besó, al principio tímidamente y luego con mayor seguridad. Entonces se echó hacia atrás y le desabrochó el cinturón de seguridad.
—Llegas tarde, más vale que te vayas —dijo bruscamente—. Llámame si quieres que venga a recogerte.
Chiara notaba un calor abrasador en los labios y cuando abrió la puerta del café Angeli le temblaban las manos. No podía creer que hubiera dejado que Paolo la besara. Puede que él estuviera convencido de que no eran hijos del mismo padre, pero ella no estaba tan segura. Y sin embargo, había habido un momento en que hubiera dejado que le hiciera cualquier cosa.
Giovanni pareció darse cuenta de que sucedía algo. Estaba pasándole un paño a la máquina de café, como el día anterior, pero dejó el trapo en cuanto ella entró en el local.
—Ven y siéntate aquí —dijo llevándola hacia el taburete de cuero rojo—. ¿Estás bien? Parece como si te hubieras llevado un buen susto.
—No, no. —Chiara se llevó una mano a sus labios ardientes—. Estoy bien, de verdad. Todo va bien.
Él miró hacia la calle a través de la gran puerta de cristal.
—¿Te ha traído Paolo? —preguntó—. ¿Te ha molestado?
—No, más bien lo contrario. Ha estado encantador —aseguró ella, y se dio cuenta de que le gustaba que aquel hombre maduro y atractivo se mostrase tan protector con ella.
Giovanni se sentó a su lado y apoyó los codos en la mesa, parecía más cansado que el día anterior; las arrugas de los ojos eran más profundas, y las canas más acentuadas.
—Uf, vaya día —dijo soltando un gemido—. No he parado. No nos vendría mal alguien que trabajase tanto como tu madre, te lo aseguro.
—¿Ella trabajaba mucho?
—Siempre estaba en movimiento. Hacía que yo pareciera un caracol —bromeó Giovanni. A continuación se puso serio—. Mi padre la quería como a una hija, ¿sabes? No ha hablado de ella durante años, pero anoche, cuando te marchaste, no conseguí hacerle callar. Hoy estaba agotado. He tenido que mandarlo a casa.
—Oh, es una lástima. Tenía muchas preguntas y confiaba en que él pudiera ayudarme a responderlas.
—¿Por qué no intentas hacérmelas a mí? Yo te diré todo lo que pueda. Conocí a tu madre y me caía muy bien. Hablábamos de vez en cuando y me confió algunas cosas.
Ella fue al grano.
—¿Soy hija de Marco?
Giovanni negó con la cabeza.
—Ella siempre dijo que no eras hija de él, y mi padre la creía. Se casó con él porque la obligaron. En aquella época no estaban bien vistas las madres solteras. Una mujer que quedaba embarazada antes del matrimonio caía en la deshonra… como Rosaria.
—¿Rosaria cayó en la deshonra?
—Así es. Unos meses después de que Maria Domenica desapareciera, todo el mundo se dio cuenta de que Rosaria estaba engordando mucho, y luego también ella desapareció. Pepina intentó hacer creer que el bebé era suyo, pero todo el pueblo sabía que Paolo era el hijo de Rosaria y que Marco era el padre. En otras circunstancias la habrían obligado a casarse con él, pero fue imposible porque Marco seguía casado con tu madre.
—¿Y no podían haber anulado el matrimonio?
Giovanni negó con la cabeza.
—Después de lo que le pasó a Maria Domenica, creo que Erminio habría preferido morirse de vergüenza antes que permitir que otra de sus hijas se casara con Marco. No, Rosaria se quedó en casa. Luego su hermano y sus hermanas se casaron. Ningún hombre la tocó nunca más.
—Dios, no me extraña que sea una bruja.
Giovanni se echó a reír y los años desaparecieron otra vez de su rostro.
—Esa mujer ha sufrido muchos desengaños —admitió él—. Pero si no recuerdo mal, siempre ha sido una bruja.
Las cosas estaban empezando a encajar, pero a Chiara todavía le quedaban muchas preguntas sin respuesta. Por ejemplo, ¿qué había sido de Marco?
Giovanni fue a por un vaso de Campari con soda y se sentó para concluir su relato. Era un hombre al que le encantaba hablar con las mujeres, y a Chiara le agradaba aquel rasgo.
—Los padres de Marco murieron en un accidente de coche —le dijo—. Habían estado bebiendo y una noche se salieron de la carretera. Marco heredó la granja y la vendió prácticamente en el acto por un buen precio a un promotor inmobiliario que quería construir casas y apartamentos. Utilizó el dinero para instalarse en Roma; lo último que supe de él es que dirigía un club nocturno. Si de veras quieres encontrarlo, no debería resultarte muy difícil dar con él. Al fin y al cabo, es la única persona viva que realmente sabe si es tu padre.
Chiara bebió un sorbo de Campari y asintió con la cabeza. No era tan mala idea. ¿Acaso no estaban allí los otros hombres que podían haber sido su padre?
Giovanni rió cuando le preguntó por el artista del que le había hablado Rosaria.
—Supongo que te refieres a Vincenzo. Él pintó muchos de los frescos que hay aquí, incluido el de tu madre. Pero es imposible que sea tu padre porque cuando tu madre lo conoció tú ya habías nacido. No, yo creo que lo más probable es que tu madre se enamorara de alguien durante el año que pasó en Roma.
Hablaron mientras apuraban un par de vasos más de Campari; Giovanni buscó en su cabeza tratando de recordar todo lo que podía sobre el pasado. Por muy triviales que parecieran sus historias, ella las escuchó atentamente, llena de agradecimiento.
—¿Hay alguien más con quien creas que debería hablar? —concluyó ella—. Alguien que conociera a mi madre lo suficiente para darme alguna pista sobre la identidad de mi padre.
Él meditó la pregunta detenidamente.
—Está Lucia, la hermana de Pepina, pero está tan senil que no creo que consigas nada. Vive en uno de los edificios de apartamentos más antiguos, al otro lado de la plaza. Tiene dos hijas, pero son estúpidas y tu madre nunca tuvo mucho trato con ellas.
—Iré a ver a Lucia —decidió Chiara—. Pero parece que Marco es la persona con quien debo hablar. Supongo que tendré que intentar localizarlo.
—Cleopatra, así se llama el club —dijo Giovanni en tono triunfal—. No me acordaba. Supongo que será un lugar llamativo si Marco ha tenido algo que ver con la decoración.