7

Giovanni tenía razón en lo referente al paseo; era sencillo pero desagradable. Parecía que habían ampliado la carretera recientemente y que la habían transformado en una autopista de dos carriles. No habían respetado el paisaje, y a medida que avanzaba iba encontrando montones de tierra que le bloqueaban el camino. Los últimos edificios de apartamentos dieron paso por fin al paisaje; Chiara cruzó por delante de unas casas de dos plantas situadas en terrenos más extensos. Estaban pintadas con llamativos tonos de rosa, naranja y amarillo, como si sus propietarios, deprimidos por el panorama, hubieran intentado levantarse el ánimo recurriendo al color.

Estaba impaciente por llegar. La sensación de temor había ido aumentando, y sus piernas no le permitían avanzar tan rápido como ella deseaba.

Primero vio los melocotoneros y detrás de ellos una casita descuidada. Se detuvo donde comenzaba el camino de acceso y por primera vez pensó en el mejor modo de presentarse. No tenía sentido andarse con rodeos, decidió; sería directa. Les diría desde el principio quién era y por qué estaba allí.

Mientras recorría el camino de acceso, un perro de color pardo con el pelo enredado en una suerte de rizos de estilo rastafari empezó a tirar de la gruesa cadena y ladró histéricamente. Algunos pollos mugrientos se dispersaron delante de ella y levantaron una nube de polvo. Junto a la puerta de la cocina había un huerto lleno de malas hierbas, altas plantas de albahaca e indómitas tomateras.

Chiara atravesó el polvoriento patio y golpeó torpemente la gran puerta de madera antes de que tuviera tiempo de arrepentirse. Para su sorpresa, la puerta se abrió rápidamente y ella se quedó sin habla. En la entrada apareció el hombre más hermoso que había visto nunca. Sus ojos no eran marrones, pero tampoco verdes, y estaban enmarcados por unas pestañas tan largas y exuberantes que no parecían reales. Tenía la piel de color aceituna; parecía tan suave y tersa que podría incitar a una mujer a recurrir al Botox, y su pelo era tan liso como el ala de un mirlo. Chiara no pudo evitar reparar en los largos dedos que sostenían la puerta. Incluso sus uñas estaban pulidas y limadas.

Signora? —dijo en tono interrogativo, alzando una ceja impecable.

Ella logró serenarse lo suficiente para poder decir tartamudeando:

—Hola. —Después se lo quedó mirando otra vez, esforzándose por encontrarle algún defecto.

—¿Te has perdido? —preguntó él en un inglés vacilante.

—No —dijo Chiara, tragando saliva, y negó con la cabeza.

—¿En qué puedo ayudarte, entonces? —preguntó el hombre.

Ella logró vencer la timidez que le despertaba su belleza y de repente lo soltó todo: quién era, qué estaba haciendo allí, por qué había escogido aquel momento para presentarse; una retahíla de palabras que debía de resultar difícil de seguir. Pero por lo visto él lo logró.

—Creo que será mejor que pases —le dijo cuando ella terminó.

Abrió de par en par la puerta para que pasara y Chiara entró directamente a la gran cocina rústica, por llamarla de algún modo. Una mesa de pino gastada y unas viejas sillas de vinilo rasgadas dominaban el centro de la estancia. Pegado a una pared había un antiguo aparador cuyas estanterías superiores crujían bajo el peso de unas hogazas de pan duras y redondas. Los armarios de la cocina eran muy dispares, y el viejo fregadero estaba lleno de grietas. Chiara advirtió que no había electrodomésticos como microondas o lavaplatos, pero encima de la antigua cocina había una cazuela grande borboteando y, a juzgar por las salpicaduras recientes de la pared, estaba llena de una salsa hecha con tomate. Se moría de ganas de levantarla tapa, oler el contenido y probarlo, hacer preguntas y tomar notas, pero sin duda aquel no era el momento adecuado para ello.

—Siéntate —dijo el adonis, retirando la silla menos deteriorada—. ¿Te apetece un vaso de agua?

—Sí, por favor, te lo agradecería.

Llenó un vaso con agua del grifo y ella recordó todas las advertencias que le habían hecho para que bebiera exclusivamente agua embotellada. Las puntas de los dedos de Chiara le tozaron fugazmente al coger el vaso de su mano. Ella sintió un escalofrío y él sonrió como un hombre que sabía exactamente el poder que ejercía sobre el otro sexo.

—Me llamo Paolo —le dijo.

—¿Eres…? Em… ¿Somos parientes?

Él se encogió de hombros. No parecía en absoluto desconcertado por la aparición de Chiara en la puerta de su casa.

—Primos, creo —respondió—. Quédate aquí, iré a llamar a mi mamma. Es tu tía, supongo. —Le dedicó otra sonrisa igual de imponente que la primera—. Se llama Rosaria. Ahora mismo está echando una siesta, pero seguro que querrá levantarse para conocerte.

Chiara esperó cinco minutos, diez, quince. Juraría que había oído el sonido de unas voces exaltadas, pero no estaba segura. Al fin se abrió la puerta y una mujer de aspecto avinagrado ocupó el umbral. Puede que hubiera sido guapa en el pasado antes de que sus curvas perdieran elasticidad y su boca quisiera abandonar el fruncimiento que la deformaba, pero era imposible creer que guardara alguna relación con la esbelta y grácil Maria Domenica.

Tenía unos brazos grandes y llenos de bultos como dos bolsas de ropa sucia, unos ojos como dos uvas pasas arrugadas en una cara con forma de pastel, y un cuerpo hinchado que parecía ser una carga para ella. Entró pesadamente en la cocina; andaba como si se hubiera acostumbrado a sentir dolor en las rodillas.

—¿Rosaria? —preguntó Chiara en tono vacilante.

La mujer la obsequió con una sarta de palabras en italiano que sonaban más como una ofensa que como una cálida bienvenida.

—Lo siento, no entiendo.

Paolo entró con delicadeza.

—No te preocupes. Mi mamma todavía no se ha despertado del todo y tu visita le ha sorprendido un poco.

—Puedo irme y volver mañana o en cualquier otro momento si ella lo prefiere.

—No, quédate donde estás. Mi mamma siempre tiene hambre cuando se levanta. Le daré algo de comer y ya verás como le cambia el humor. Habla un poco de inglés (se lo enseñé yo) y en cuanto tenga el estómago lleno seguramente se acordará de algo.

Paolo colocó algunos platos en fila con pan, queso, aceitunas, berenjena cortada en tiras con aceite balsámico, salami y prosciutto crudo. Efectivamente, a medida que Rosaria masticaba parecía que se relajaba. Tan solo le ofreció que probara uno de sus platos; Chiara, que había visto las moscas que zumbaban alrededor de la comida y las pisadas de los pollos debajo de la mesa, dio gracias de que fuera así. Ella no era nada escrupulosa con la higiene de su propia cocina, pero aquello era demasiado.

Por fin Rosaria dejó de masticar, se limpió la grasa de la barbilla con la mano y dijo muy lentamente, separando las sílabas de cada palabra:

—Maria Domenica.

—Sí, Maria Domenica —respondió Chiara—. Mia mamma.

—Se escapó.

—Sí, lo sé.

—Y ahora tú estás aquí.

—Sí.

—¿Qué quieres de nosotros?

—En realidad tengo algo para vosotros: una carta que mi madre le escribió a sus padres Pepina y Erminio. Me parece que son los que salen en esta foto.

Sacó la fotografía arrugada en blanco y negro de su bolso y se la tendió por encima de la mesa. La expresión hosca de Rosaria no varió. Quizá era demasiado tarde, pensó Chiara, y los dos ya habían muerto.

Paolo se volvió y le brindó otro destello de su encanto.

—¿Pepina y Erminio? A esta hora suelen dar un paseo por el huerto cogidos de la mano como una pareja de jóvenes enamorados. Iré a buscarlos. En cuanto les hable de ti y de tu carta, vendrán tan rápido como se lo permitan las piernas.

Cuando se marchó, Chiara se encorvó ligeramente y se dio cuenta de que había estado manteniendo una postura artificial —metiendo la barriga y sacando pecho— para causar buena impresión. Incluso se sorprendió deseando haber dedicado unos minutos más a maquillarse debidamente en lugar de limitarse a ponerse rímel en las pestañas y un poco de corrector aquí y allá. Paolo era un hombre muy guapo y no parecía que hubiera una mujer por allí, lo cual tal vez no resultaba demasiado sorprendente teniendo en cuenta la suegra que habría tenido que aguantar.

Chiara no tuvo que esperar mucho antes de oír los gritos de emoción y los jadeos de los dos ancianos que llegaban sin aliento. Una señora rolliza de pelo canoso atravesó la puerta, seguida de un hombre mayor todavía más rollizo. Se echaron encima de ella y empezaron a abrazarla, besarla y darle pellizcos en las mejillas.

Chiara, Chiara, bella Chiara —dijeron al unísono.

Luego la mujer se sentó pesadamente en una silla, se sacó el delantal por la cabeza y comenzó a llorar desconsoladamente sobre la tela floreada. Rosaria puso los ojos en blanco y sacudió la cabeza, pero el anciano se situó al lado de su mujer y le acarició el brazo. Chiara no entendió lo que le dijo en voz baja, pero supo que eran unas palabras tranquilizadoras. Sacó la carta de la mochila, la desdobló y la colocó con cuidado sobre la mesa de madera de pino. Rosaria frunció los labios al ver el trazo de la letra de la carta amarillenta.

Cuando los sollozos de Pepina disminuyeron, Chiara le tendió la carta.

—De Maria Domenica —dijo simplemente.

Paolo cogió el papel de su mano.

—Yo la leeré. No tienen muy buena vista y nunca consigo encontrar sus gafas. Siempre están donde menos te lo esperas.

Comenzó a leer aquellas palabras que a Chiara ya le eran familiares con una hermosa voz que se correspondía con su hermoso rostro. Mientras leía, Pepina apretó con tanta fuerza la mano de Erminio que los nudillos se le pusieron blancos.

Mia figlia, mia figlia —gritó cuando él acabó, y a continuación soltó otra retahíla de palabras en italiano.

Paolo hizo de traductor.

—Quiere saber dónde está su hija.

Chiara dio gracias a Dios porque aquella sería la última vez que tendría que comunicar la triste noticia a la gente que quería a su madre. Repitió más o menos las mismas palabras que había empleado con los dos hombres del café, pero nada podía suavizar el golpe. Una vez más, Pepina desapareció bajo su delantal y Erminio también se echó a llorar; sollozó con un desembarazo que Chiara no había visto hasta entonces en ningún hombre.

—Fue feliz —repitió Chiara desesperadamente—. Llevó una vida feliz. Conoció a otro hombre llamado Alex que la quiso mucho y ha sido como un padre para mí.

Rosaria se levantó y fue a remover la salsa que borboteaba en la cocina. Chiara lanzó una mirada a Paolo. Estaba leyendo la carta y pese a tener el ceño fruncido, en su rostro terso apenas había alguna arruga.

—Qué triste —dijo alzando la vista hacia ella—. Tu mamma nunca volvió a casa, y Pepina y Erminio se pasaron todos esos años esperándola. ¿Por qué no volvió?

—No lo sé —contestó Chiara—. Creo que a lo mejor fue porque tenía miedo de mi padre.

—¿Tu padre?

—Sí, mi padre, Marco.

—No. —Él negó con la cabeza—. Marco no es tu padre, es el mío.

—Pero, por lo que dice la carta, yo pensé que mi madre estaba casada con Marco.

Rosaria dejó de remover la salsa y soltó una risa estridente.

—¿Casada? —De repente había recuperado sus conocimientos de inglés—. Oh, sí, estuvo casada con él, pero eso no quiere decir que tú seas su hija. Estamos hablando de Maria Domenica… Puttana!

Chiara se sentía aturdida. La situación estaba empezando a escapar a su entendimiento. Parecía que estuvieran hablando de dos personas distintas. Ella conocía el significado de la palabra puttana y no describía a su madre. Ella no era una puta. Siempre había sido fiel a Alex; Chiara estaba segura de ello. Por un momento sintió el deseo infantil de llevarse las manos a los oídos y no continuar escuchando, pero la curiosidad pudo más.

—Pues si Marco no es mi padre, ¿quién es?

En la cara de Rosaria apareció una expresión de desprecio, y su voz adoptó un tono casi histérico.

—Puede ser cualquiera —dijo en italiano—. Aquel artista que hizo las pinturas de las paredes del café Angeli o algún hombre que conoció en Roma. Incluso puede ser Franco Angeli o su hijo Giovanni. Estaban unidos, muy unidos, y detrás de la cortina roja del local pudo pasar cualquier cosa. Probablemente se acostaba con ellos.

—No lo creo. —La voz de Chiara interrumpió la traducción de Paolo.

Pepina y Erminio alzaron la vista alarmados. Comenzaron a darle besos, a abrazarla y a pellizcarle las mejillas de nuevo.

Bella, bella —repetían una y otra vez.

La voz áspera de Rosaria sonó de repente. Hablaba otra vez en un italiano furibundo, pero esta vez Chiara no tuvo problemas para interpretar su tono. Allí no era bien recibida; eso era evidente.

Cogió su mochila del suelo, dispuesta a disculparse y a marcharse. Erminio vio su leve movimiento y se dio cuenta de su intención; puso una mano sobre su hombro suavemente pero con firmeza.

Cuando se volvió hacia Rosaria, Chiara vio una mirada en los ojos del anciano que le permitió entrever al hombre que había sido. Habló de forma concisa y serena, pero aun así Chiara vio la ira que se ocultaba bajo sus palabras. Su actitud no admitía réplica; cuando terminó, Rosaria soltó la cuchara de madera que tenía en la mano y salió de la habitación airadamente.

Chiara miró a Paolo esperando alguna interpretación. Para su alivio, él no parecía preocupado por aquel intercambio de palabras y se limitó a sonreírle otra vez.

—Mis abuelos quieren que te quedes. Dicen que te prepararemos la habitación de al lado. Es donde solía dormir tu madre.

—No puedo, Paolo. Tu madre no quiere que esté aquí, salta a la vista.

—No te preocupes por ella. A veces es un poco gruñona, pe todas formas, la casa no es suya, sino de mis abuelos, y ellos no quieren que te vayas a ninguna parte.

—¿No será un poco violento?

—Puede que sí, pero será todavía más violento si intentas marcharte. Les partirías el corazón otra vez. Míralos, ¿no querrás hacerles daño, verdad?

Chiara miró a la anciana pareja con sus caras morenas y arrugadas, su ropa descolorida y sus cuerpos regordetes. Aunque Pepina todavía tenía lágrimas en los ojos, los dos le sonreían esperanzadamente. Si se hubiera esforzado un poco más por aprender italiano, habría podido comunicarse con ellos. Tal como estaban las cosas, lo único que pudo hacer fue sonreír y repetir las palabras «Grazie, grazie».

Cuando se hizo de noche Paolo echó a los pollos fuera de la cocina y Pepina encendió velas a lo largo de la mesa. Sacaron sus mejores viandas para que ella las probara: un prosciutto crudo que había salado la propia Pepina; un grueso pedazo de queso parmesano; un plato de brécol cocido al vapor y pasado por una sartén con aceite de oliva, un poco de ajo y guindilla roja picante; un cuenco de calabacines pequeños cortados en rodajas y secados al sol que habían dorado en aceite y escabechado con vinagre, ajo y hojas de menta, y una mozzarella fresca que se deshacía en la boca y una cesta grande de un pan tan duro que Chiara temió por la integridad de sus débiles dientes ingleses.

Cada vez que Chiara pensaba que ya no había más comida, Pepina volvía a la cocina y traía más platos: bolas de arroz rellenas de queso y fritas en abundante aceite; hojas tiernas de parra pasadas por la sartén con ajo; unas extrañas habas que Paolo le dijo que se llamaban altramuces… A Chiara le daba la impresión de que iba a reventar, pero no podía decir que no a nada.

La comida había atraído a Rosaria a la cocina, pero comió en silencio y evitó mirar a Chiara a los ojos. Desprendía malas vibraciones, aunque nadie más parecía darse cuenta de que algo iba mal. Chiara tomó la iniciativa y se propuso probar una generosa porción de cada plato.

Erminio la miraba con aprobación mientras comía.

Mangia, mangia —dijo, frotándose su pronunciada barriga.

—A mi abuelo le gustan las mujeres con apetito —explicó Paolo.

Chiara le pidió que volviera a hacer de intérprete y les dijera exactamente a sus abuelos por qué la comida que estaba probando era tan importante para ella. Ellos asintieron con la cabeza y sonrieron orgullosos cuando se enteraron de que se había ganado la vida trabajando de chef y de que estaba empezando a hacerse famosa como escritora de libros de cocina.

—Mi abuela siempre ha sido una gran cocinera, la mejor de la zona —le dijo Paolo—. Debes de haber heredado su talento.

—Supongo que sí —respondió Chiara, ligeramente aturdida. Era pariente de aquellas personas; se parecía a ellos. Aquello hacía que se sintiese más feliz.

Entonces se le ocurrió una idea. Le pidió a Paolo que tradujera otra cosa.

—¿Me podría enseñar? ¿Le puedes preguntar si querría mostrarme cómo hacer los platos tradicionales con los que creció mi madre? La comida que han cocinado durante generaciones las mujeres de la familia Carrozza. Verás, estoy buscando inspiración para mi segundo libro. Y me preguntaba si podría encontrarla aquí.

Paolo se lo preguntó; la anciana pareció tan emocionada que se puso en pie de un salto y fue hacía las sartenes que había en el fuego como si quisiera empezar inmediatamente.

Erminio hizo que se sentara otra vez. A continuación volvió a hablar con el mismo tono de autoridad y Paolo asintió con la cabeza.

—Mi abuelo dice que mañana a primera hora de la mañana Rosaria se quedará aquí limpiando la cocina, que está hecha un asco, y nosotros te llevaremos al pueblo a comprar ingredientes frescos. Luego, cuando hayamos descansado un poco, empezaremos a cocinar.

—Suena fantástico.

—Deberías irte pronto a la cama —le aconsejó—. Hoy ha sido un día muy importante para ti pero mis abuelos esperan que te levantes cuando amanezca. Aquí la única que se queda durmiendo hasta tarde es mi mamma.

Tumbada en la estrecha cama donde dormía su madre, Chiara olió las sábanas y la almohada e imaginó que podía captar la fragancia de su largo pelo moreno. ¿Qué sueños habría tenido mientras dormía allí? ¿Qué había deseado y qué le había pedido a Dios?

Ver a Maria Domenica a través de los ojos de su familia era como contemplar una vista predilecta desde una perspectiva distinta. Todo el paisaje resultaba familiar, pero ningún elemento estaba donde debería. Empezaba a pensar que no había llegado a conocer a su madre de verdad. Y en lo referente a su padre, no había hecho muchos progresos para resolver el misterio. De hecho, gracias a Rosaria, ahora tenía más candidatos que antes.

Cuando por fin se durmió, soñó con la cocina de la casa. Pero en el sueño aparecía una mujer esbelta y joven de ojos oscuros que se parecía a su madre; removía las salsas que bullían en la cocina y trabajaba la masa del pan. Se movía con rapidez y estaba llena de vida y de planes secretos para el futuro.

Chiara durmió profundamente. No se despertó ni siquiera cuando sonó un murmullo de voces en italiano y que en un par de ocasiones subieron el tono. Ella siguió durmiendo y soñando los sueños de otra persona.

Paolo y Rosaria estaban en la cocina en su pose habitual: Paolo tenía la cabeza apoyada en el hombro de su madre y ella le alisaba el pelo ya de por sí increíblemente liso.

—Mamma —le dijo con voz zalamera—. Tienes que comportarte, tienes que ser amable.

—¿Por qué tengo que ser amable? —Su voz tenía un tono duro y sonaba muy alta.

—Chis, vas a despertarla, y tengo que hablar contigo a solas. —Se recostó un poco más sobre el cuerpo blando de Rosaria y ella le besó suavemente la frente.

—Paolo mío, te quiero tanto que haría cualquier cosa por ti —dijo ella gimiendo—. Pero, por favor, no me pidas que sea amable con esa bastarda. No tiene ningún derecho a estar aquí. Lo estropeará todo, va a arruinar nuestras vidas. ¿Has oído cómo me ha hablado papá? Esto es solo el principio, cariño. Lo digo como madre, como hija. Maria Domenica era un pájaro de mal agüero. Hizo lo que quiso desde el principio hasta el final.

—Sí, mamma, pero ahora nos toca a nosotros. Lo único que tenemos que hacer es seguirle el juego. La ayudamos a que consiga las recetas para su próximo libro y luego, si somos pacientes, tendremos nuestra oportunidad de hacer mucho dinero.

Rosaria se retorció un poco y cambió la posición de la cabeza de Paolo colocándola sobre su pecho. Cuando sintió su peso sobre ella sonrió.

—No lo entiendo —murmuró—. ¿Cómo le vamos a sacar dinero?

—Confía en mí, ya verás.

—No, dime cómo. ¡Explícamelo!

Paolo levantó la cabeza con impaciencia.

—Ya la oíste. Adivínalo.

Ella abrió los ojos desorbitadamente y frunció los labios.

—No me hables así. Primero papá y ahora tú. Háblame bien.

Él volvió a apoyar la cabeza en el pecho de Rosaria y su voz recuperó su tono zalamero.

—Piensa en ello, mamma. Ha vendido miles y miles de copias de su último libro. Me ha dicho que es bastante famosa en Inglaterra, y que su cara ha aparecido en los periódicos y en la televisión. Si escribe otro libro y tiene éxito, nosotros también nos haremos famosos. Todo el mundo sabrá que ha aprendido las recetas italianas de nosotros; así es como haremos dinero.

—Sigo sin entenderlo.

—El turismo, mamma. Recibiremos turistas. Les cobraremos por alojarse en una típica granja de campo y aprender a cocinar la auténtica comida de la región, los platos que habrán leído en el libro de Chiara. Pagarán mucho dinero para aprender los secretos de la cocina de mamma Pepina. Confía en mí, he leído sobre esto. El turismo gastronómico está haciendo furor. La gente rica paga para poder disfrutar del privilegio de viajar por medio mundo y preparar platos en la cocina de otra persona.

—Pero fíjate en este lugar. Está muy descuidado. ¿Quién pagaría por quedarse aquí?

Paolo se encogió de hombros.

—Sí, claro, necesita una mano de pintura y una buena limpieza, pero es importante que sea rústico. Es lo que la gente busca: el ambiente.

Rosaria soltó una risa estridente.

—Sí, pues eso es precisamente lo que nos sobra a nosotros: ¡ambiente! En serio, Paolo, no veo por qué un turista va a querer venir a San Giulio. ¿No prefieren ir a lugares como Amalfi y Positano, esos pueblos tan bonitos al lado del mar? Nunca conseguirás traerlos aquí.

—No, mamma, creo que funcionará. Tendremos que invertir tiempo y tal vez un poco de dinero, imprimir folletos, pedir prestado un ordenador a alguien, empezar de cero, crear una página web. Pero si mi plan funciona, Chiara se encargará de hacer la mayor parte de la publicidad por nosotros. Ella será quien traerá a los turistas a San Giulio.

Rosaria debería sentirse feliz: tenía la barriga llena y Paolo estaba a su lado. Sin embargo, las palabras de su único hijo le habían dejado la fría sensación de vacío que experimentaba cada vez que otra mujer despertaba su interés.

—¿Te gusta esa chica? —preguntó bruscamente.

—No está mal.

—Es como todas las demás que ha habido antes que ella —le advirtió Rosaria—. Está deslumbrada por tu atractivo, Paolo mío. Pero nunca te querrá tanto como yo. Ninguna mujer te querrá tanto como tu mamma.

Paolo apretó su cara contra el cuerpo blando de su madre.

Mamma, no te preocupes. No voy a dejarte. Tengo pensado utilizar a esa chica, lo entiendes, ¿verdad? Tú y yo vamos a hacer dinero. No podemos quedarnos aquí esperando a que los viejos se mueran. De todas formas, como siempre te digo, no tenemos ninguna garantía de que vayan a dejarnos algo. Probablemente, el tío Salvatore se lo quedará todo.

—No estamos tan desesperados por el dinero, figlio. Tu padre nos manda un cheque de vez en cuando. Siempre ha tenido ese detalle.

—Si mi plan funciona, mamma, podremos romper su cheque en pedazos y devolvérselo. Tendremos nuestro propio dinero. Confía en mí. Puedes poner tu granito de arena ayudando a Chiara con las recetas y haciendo que se sienta a gusto.

Rosaria suspiró. Se acordó de qué guapa estaba con su vestido azul preferido, conduciendo temerariamente el coche de su madre hacia la granja de los Manzoni. ¿Adónde habían ido a parar todos aquellos años? ¿Cómo era posible que todo hubiera salido tan mal? Por un instante, pensar en el plan de Paolo, aun siendo ingenioso, le pareció agotador. No tenía energías para dirigirse hacia el futuro con él.

Mamma? —La cabeza de Paolo descansaba ahora sobre la barriga de Rosaria.

—Lo haré si es necesario, Paolo, pero solo si es necesario.