6

Chiara llevaba puesta demasiada ropa. Una camiseta de manga larga y unos gruesos tejanos no eran lo mejor para ver Italia. Sin embargo, estaba contenta de estar allí. Roma era una ciudad preciosa y su gente parecía mucho más animada que los londinenses que había dejado atrás. Vestían mejor, caminaban mejor y sin duda comían mejor. Cada comida era un motivo de regocijo. De modo que así era como se suponía que debía saber la pasta, pensó, sentada en la terraza de un café en la piazza Navona, y enroscó unos espaguetis en su tenedor. Paladeó el intenso sabor del tomate fresco, la fragante albahaca y el aceite de oliva. La idea de un libro sobre comida tradicional italiana ya había empezado a darle vueltas en la cabeza.

Mientras comía observó cómo dos niños se salpicaban con el agua de la fuente que había en el centro de la plaza. Era muy diferente a las fuentes simples y cuadradas de los baños de New Brighton donde había jugado de niña. Aquella era enorme y espectacular, llena de figuras heroicas y virtuosismo. La comida sencilla y la compleja arquitectura formaban parte del estilo italiano, meditó Chiara, y mojó un trozo de pan en el cuenco para rebañar la deliciosa salsa.

E buono? —El camarero, un hombre mayor, le guiñó el ojo mientras retiraba el plato que ella había apurado.

—Molto buono, grazie —dijo ella con la seguridad de alguien que se había pasado quince días siguiendo un curso de italiano en casetes.

Ah, brava, brava! Parla italiano —gritó él, y al sonreír de oreja a oreja se formaron unas arrugas cerca de sus ojos marrones.

Chiara también sonrió. Los hombres eran increíbles. Parecía que pensaran que tenían la responsabilidad de admirar a cada mujer que pasaba. Cuando se levantó oyó algunos silbidos de admiración y un par de «Ciao, bella», aunque nadie se atrevió a pellizcarle el trasero.

Era tentador quedarse en Roma y pasar los siguientes días recorriendo la ciudad desde el Coliseo a la plaza de España, u observando a la gente desde las terrazas de los cafés. Pero tenía que recordar que no había ido allí a hacer turismo. Dentro de la maleta, entre los calcetines y la ropa interior, había una carta, amarillenta por el paso de las décadas, que debía entregar a una familia de San Giulio. Su familia.

Cada vez que pensaba en ello se ponía enferma. No lograba imaginar su primer encuentro. ¿Le darían un abrazo o le cerrarían la puerta en las narices? Por la noche, en la cama del hotel, no pudo dormir preocupada por ello.

Harriet le había aconsejado que no se dejara llevar por el pánico.

—Concéntrate en encontrarlos; lo demás ya vendrá por sí solo —fue su consejo. Para ella era muy fácil decirlo, pensó Chiara amargamente. Ella estaba a salvo detrás de la barra de La Oficina, animada por el Barolo.

Fue Harriet quien la convenció de que viajara a Italia. Su insistencia, mezclada con la pasión de Eduardo, consiguió que se rindiera y se dejara meter en el avión. Ahora les estaba agradecida, no se habría perdido Roma por nada del mundo, pero a medida que pasaban los días había ido aplazando el viaje al sur.

No podía retrasarlo más. Movida por la superstición, metió unas cuantas prendas de ropa en una mochila y dejó el resto en el hotel. Lo único que necesitaba era un par de mudas, un cepillo para su pelo rebelde, su ordenador portátil para las recetas, una cámara y, por supuesto, la carta y la foto. No quería tentar la suerte dando por hecho que pasaría en San Giulio más de un par de días.

La mochila estaba ahora a sus pies; en cuanto terminara el tiramisú y el café que tenía que traerle el camarero se dirigiría a la estación para tomar el tren a Nápoles. Desde allí, según su guía de viaje, solo le quedaba un trayecto en autobús hasta la piazza de San Giulio. Se lo imaginaba como un bonito pueblo, con edificios viejos de piedra e interesantes campesinos. Y la comida… Ardía en deseos de probar la comida. Aquella debía de ser la auténtica cucina povera, menos refinada que las comidas que había tomado en Roma, pero más sabrosa, o eso esperaba. Aunque no encontrara a su familia, estaba convencida de que habría suficientes cosas con las que disfrutar en aquel viaje.

No tenía prisa por llegar a la estación Termini. Según su plano de la ciudad, le esperaba un largo paseo desde la piazza Navona y decidió hacerlo relajadamente, disfrutando del olor dulce de la cebolla frita que se colaba por las puertas abiertas de los restaurantes y mirando en los escaparates de las tiendas aquella ropa tremendamente recargada que nunca se atrevería a ponerse.

Observar a la gente local resultaba muy entretenido. Conducían como locos o como si huyeran de un desastre, con una mano en el claxon y el pie pisando a fondo el acelerador, mientras tomaban las calles estrechas y atascadas a toda velocidad. A Chiara le sorprendía que los arcenes de la carretera no estuvieran llenos de coches estrellados y peatones moribundos, y estaba segura de que los turistas como ella, distraídos por la inesperada visión de alguna obra de arquitectura clásica o una hermosa fuente, podrían ser arrollados fácilmente por alguien que realizaba el trayecto de casa a la oficina en coche en un tiempo récord.

Incluso cuando no estaban en sus coches, los romanos parecían a punto de perder el control; hablaban con las manos tanto como con la voz, pasaban a una velocidad alarmante y sin el menor aviso de las carcajadas a la ira y luego volvían a reír.

Y eran muy ruidosos. Mientras caminaba por las callejuelas, Chiara se fijó más de una vez en las ancianas vestidas de negro que mantenían conversaciones a gritos desde la calle con alguien asomado a un balcón siete pisos por encima. Lo más lógico hubiera sido que una de las dos personas se hubiera montado en el ascensor y se hubiera reunido con la otra, pero también hubiera sido algo muy anodino y muy poco italiano.

De repente Chiara se sentía extremadamente cursi, como un personaje de una novela de Jane Austen, con sus encantadoras maneras y sus tazas de té de porcelana. Nunca se había considerado una persona insensible hasta entonces, peto en comparación con la gente voluble que estaba conociendo, se veía como el mismísimo paradigma de la frialdad. Tenía una madre italiana y suponía que también un padre italiano, de modo que no podía imaginarse por qué había salido así. La frialdad inglesa debía de haber penetrado en ella por medio del viento helado que recorría el mar de Irlanda, subía por el río Mersey y hacía vibrar las ventanas de la alta casa adosada del paseo.

Cuando por fin llegó a la estación, se encontró con una pequeña confusión. El problema era que nadie parecía ponerse de acuerdo sobre dónde había que hacer cola para comprar el billete que necesitaba para viajar de Roma a Nápoles.

—Tienes que comprar un billete para el rápido. Yo no puedo vendértelo. Tendrás que ir a esa taquilla de ahí —soltó un vendedor de billetes en un italiano acelerado.

Así que esperó en la cola de otra taquilla, pero luego le dijeron:

—Tienes que comprar un billete para el rápido. Yo no puedo vendértelo. —Y la enviaron de nuevo a la cola de la que venía.

Chiara estaba sofocada, confundida y harta de hacer cola Abrió la boca y empezó a gritarle al vendedor:

—¡Estoy harta, joder! Quiero comprar un maldito billete a Nápoles y no pienso moverme de aquí hasta que alguien me lo venda. —Sorprendida, se dio cuenta de que estaba comportándose como una auténtica italiana.

Era imposible que el vendedor de billetes hubiera entendido una palabra de lo que ella había dicho, pero reconoció el modo en que lo hizo. Aceptó tranquilamente su dinero y le entregó un billete haciendo gestos con la mano para que se fuera. Chiara se sentía agotada tras aquel acaloramiento. No podía imaginar cómo debía de ser actuar durante todo el día en aquel estado de excitación, día tras día; sin embargo, la gente que había a su alrededor sonreía y se reía más que sus reservados paisanos londinenses. Tal vez a la larga fuera más saludable dejar que las emociones aflorasen a la superficie.

Fue un verdadero alivio poder hundirse en uno de los asientos de ventanilla del tren, cuyo interior estaba increíblemente fresco y limpio, y que salió sin contratiempos a la hora exacta señalada en el tablero de la estación. Aunque para Chiara era un misterio que aquella gente tan caótica tuviera una red ferroviaria que funcionara, daba gracias de que lo hubiesen conseguido.

Bajó del tren en Nápoles y se adentró otra vez en la Italia real: caliente, confusa y absolutamente extraña. Había taxistas sentados sobre el capó de sus coches jugando ruidosamente a las cartas; una mujer gorda con un niño muy delgado, vestido tan solo con una mugrienta camiseta de hombre, pedía limosna; todo el mundo parecía hablar al mismo tiempo en un dialecto que sonaba de forma entrecortada y gutural para un oído acostumbrado al acento de Roma. La gente era más baja, más morena y más bulliciosa allí, y sus caras tenían rasgos más duros y vivos. Chiara estaba acostumbrada al ruido y a las multitudes, pero aun así casi se sintió amenazada mientras atravesaba el gentío que llenaba la estación; era una figura solitaria aferrada a una pequeña mochila. Tuvo que echar mano de todo su autocontrol para no volver corriendo al tren, que se la habría llevado de allí cómodamente y sin ningún percance. Esta debe de ser la forma de saber que por fin eres una persona adulta, se dijo. Cuando no quieres hacer algo, pero lo haces porque tienes que hacerlo.

Chiara tomó el autobús que la llevaría hasta la familia que tanto temía conocer. Dentro hacía calor y olía a cerrado, pero las ventanas estaban bajadas y, cuando empezaron a moverse, la brisa acarició su cara. La mayoría de los asientos estaban ocupados por madres con sus hijos. Ellas tenían cara de cansancio y varios kilos de más que les colgaban de los brazos y la barbilla, pero los niños eran simpáticos. Tenían unos ojillos como uvas pasas y miraban con curiosidad por encima de los asientos a la mujer flaca y pálida con el pelo corto peinado de punta. Chiara procuró fijarse en los niños en lugar de mirar la carretera. No conseguiría tranquilizarse observando cómo se comportaban los conductores italianos en las largas rectas de la autostrada, de eso estaba segura.

El campo era marrón, llano y seco. Aquella no era la Italia de las postales ni la que ella imaginaba. Miró su reloj; ya no podía faltar mucho. Efectivamente, el autobús se abrió camino por unas calles llenas de bloques de apartamentos que parecían haber sido construidos apresuradamente en los años setenta. Aquí y allá se podía ver un árbol, pero por lo demás no había espacios verdes. En cada edificio había numerosas antenas de televisión y ropa tendida secándose en las cuerdas de los balcones. Chiara se imaginó el sonido de los ladridos de los perros y el llanto de los niños que debía de acompañar la vida diaria en aquellas lúgubres cajas.

Ella esperaba ver bonitas casas de campesinos e iglesias antiguas y peculiares, pero no había nada de eso. Los tristes edificios de apartamentos se extendían hasta el final del trayecto del autobús.

La piazza donde se apeó era lo más parecido a algo pintoresco de todo lo que había visto. Las altas palmeras atravesaban la vieja piazza empedrada en dirección a una curiosa iglesia con las paredes de yeso desconchadas. Había coches aparcados de un extremo a otro, encajados donde había espacio, y las Vespa zumbaban alrededor de Chiara como mosquitos, conducidas por chicas guapas con la cabeza descubierta y el pelo al viento y jóvenes musculosos con camisetas ceñidas de manga corta. Había más jóvenes reunidos alrededor de la fuente seca del centro de la plaza y en los bancos situados bajo las palmeras. Se reían y charlaban con despreocupación, y a Chiara le parecieron mucho más hermosos que el entorno.

Se quedó de pie, con la mochila al hombro, y contempló la escena intentando decidir cuál sería su siguiente movimiento. En una esquina de la piazza vio un pequeño y anticuado café. Desde lejos solo podía leer las palabras escritas en letras doradas en la gruesa puerta de cristal: Il Caffè dei Fratelli Angeli. Decidió que iría a dar una vuelta y estiraría las piernas, que se le habían quedado entumecidas después del viaje en autobús. Cuando le entrase sed volvería al café y buscaría una mesa libre. No mencionaría todavía el apellido Carrozza. Primero quería familiarizarse con el lugar donde su madre debía de haber pasado su juventud.

Tenía que haber cambiado mucho desde la época de Maria Domenica. La mayoría de los apartamentos modernos no debían de estar entonces, y el pueblo seguramente no llegaba hasta el campo árido.

Caminó a la sombra de las palmeras y subió unos escalones piedra gastados que conducían a la iglesia. Por un momento pensó entrar y echar un vistazo, pero se sentía demasiado intimidada. ¿Y si el sacerdote quería hablar con ella? ¿Y si quería saber qué estaba haciendo allí? Finalmente, siguió caminando y pasó junto a un puestecito adornado con guirnaldas de limones frescos. La anciana encorvada cuya cara arrugada asomaba desde detrás de las pálidas frutas amarillas la llamó y le hizo lo que parecía una invitación de algún tipo. Pero Chiara simplemente sonrió y siguió caminando.

Pasó por delante de las tiendas: la panadería, la carnicería y la lechería, donde había seis o siete ancianas con sus cestas en el brazo haciendo cola para comprar mozzarella fresca de búfala. A Chiara se le hizo la boca agua al pensar en el queso suave y tierno derritiéndose en su lengua, y decidió que no tardaría en probarlo.

A continuación, las tiendas dieron paso a más tristes edificios de apartamentos; su fealdad hizo que a Chiara se le quitaran las ganas de seguir. Dio la vuelta y volvió hacia el café que había visto en la plaza.

La gruesa puerta de cristal del café Angeli se abrió y Chiara se detuvo, asombrada. Nunca había visto un lugar tan extravagante como aquel. Cada pared estaba cubierta con frescos. Había Cupidos que se elevaban por encima de los taburetes rojos de cuero y una Venus saliendo de su concha justo detrás de la máquina de discos. Estaba sonando una antigua canción de amor italiana; no entendía la letra, pero el vibrato de la voz del cantante expresaba el lamento de un corazón roto.

Detrás de una larga barra de acero inoxidable había un hombre atractivo con el pelo moreno y las puntas canosas que limpiaba una enorme máquina de café Gaggia con un paño. Algunas arrugas surcaban su rostro duro, y poseía la figura esbelta de un trabajador que se pasaba el día de pie. Chiara pensó que debía de tener unos cuatro o cinco años menos que su madre y se preguntó si se habrían conocido. Era una idea que hacía que se estremeciera, en parte de emoción y en parte de temor.

Buongiorno. —El hombre alzó la vista de la superficie que estaba limpiando y le sonrió de forma incitante. Tenía café molido en sus manos grandes y cuadradas y en el delantal blanco almidonado que llevaba atado a la cintura.

—Hola —respondió ella, todavía desconcertada por la extravagancia de lo que había tomado por un humilde café de pueblo.

El hombre la obsequió nuevamente con una amplia sonrisa. Sus dientes blancos destacaban sobre su piel morena.

—¿Inglese o americana? —preguntó.

Inglese, soy inglesa. Disculpe, hablo un poquito de italiano, pero no mucho.

—Un poquito siempre es mejor que nada —contestó él. Hablaba un buen inglés, con mejor acento que el del camarero del bar Italia—. ¿Le apetece un café y tal vez algo para picar?

—Sí, por favor. —Se sentó en uno de los altos taburetes de cuero que había junto a la barra—. Un caffè con latte y un panini.

El hombre frunció ligeramente el ceño.

—Tengo mozzarella fresca del día con tomates y pan casero. Creo que le gustará más —le dijo—. Y es demasiado tarde para tomar café con leche. Es malo para la digestión. Le pondré un espresso y un vaso de acqua minerale.

El tono en que le habló era educado, pero no admitía réplica. Chiara asintió con la cabeza en señal de conformidad.

—Gracias —dijo.

Él se dispuso a preparar la comida y la bebida.

—Me llamo Giovanni Angeli —le dijo, asomando sus ojos marrones con largas pestañas por encima de la máquina de café.

—Yo me llamo Chiara.

El hombre se detuvo con el café en la mano.

—Chiara es un nombre poco común. ¿Cuál es tu apellido?

—Fox —respondió ella; él se encogió de hombros y dejó el café en la barra delante de ella.

Chiara le dio un sorbo. Estaba caliente y cargado; la cafeína hizo vibrar sus terminaciones nerviosas. Aquella era su oportunidad y si no actuaba pronto se le escaparía de las manos.

—Me apellido Fox, pero mi madre se apellidaba Carrozza: Maria Domenica Carrozza.

El apellido pareció resonar en las paredes y rebotar contra las pinturas. Incluso los Cupido parecieron quedarse inmóviles en pleno vuelo. Giovanni se quedó boquiabierto y, sin decir una palabra, se giró y apartó la sucia cortina de terciopelo rojo situada detrás de la barra.

Papà, papà, vieni qua subito! —gritó.

Un hombre con un rostro afable y la espalda erguida apareció quejándose entre dientes. Por lo visto estaba echando una siestecita. Giovanni hablaba demasiado deprisa para que ella pudiera entender lo que estaba diciendo, pero reconoció su nombre y el de su madre: Maria Domenica Carrozza.

El anciano se quedó callado; sus ojos legañosos se abrieron desorbitadamente tras sus gafas de montura plateada mientras la miraba con incredulidad. Rodeó la barra y la cogió de la mano.

Venga, venga —dijo, tirando de ella en dirección a la pintura de la madonna y el niño que había en medio de la pared saturada.

El rostro de la madonna le resultaba familiar. Tenía el pelo largo y liso, la nariz picuda y los ojos hundidos. El anciano estiró la mano y tocó la cara reverentemente:

—Maria Domenica —dijo con voz ronca, y a continuación su mano arrugada acarició el pelo suave del niño sentado sobre la rodilla de la madonna—. Chiara —añadió.

Chiara estaba confundida.

—Lo siento, no entiendo —dijo ella volviéndose hacia Giovanni. Las lágrimas caían por el rostro del hombre, recorriendo las arrugas y deslizándose por sus mejillas. No hizo el menor intento por enjugarlas. Cuando se giró de nuevo hacia el anciano, este también estaba llorando. La cogió de los hombros y la atrajo hacia sí para darle un abrazo. Chiara notó que le temblaba el cuerpo y le devolvió el abrazo sin saber por qué.

Finalmente Giovanni la cogió del brazo. Tenía la mano caliente y su tacto resultaba tranquilizador. Hizo que se sentara a la mesa situada cerca de la pintura de la madonna y el niño empujándola con delicadeza.

—¿Te llamas Chiara y tu madre nació en este pueblo y se llama Maria Domenica Carrozza? —preguntó con suavidad.

Ella asintió con la cabeza.

El hombre señaló la pintura.

—Déjame que te explique lo que mi padre, Franco, estaba intentando decirte. Esta madonna de la pared se pintó a imagen de tu madre, y los rasgos del niño son los tuyos.

El mundo se había vuelto loco, pensó Chiara. Aquellos italianos estrafalarios no decían más que tonterías y se comportaban como si estuvieran chiflados.

—No entiendo —repitió.

—No hay mucho que entender —le aseguró Giovanni, empleando un tono sereno y mesurado. A ella le inspiraba confianza—. Tu madre trabajó aquí para mi padre y él le tenía mucho cariño. Se marchó del pueblo hace muchos años y siempre tuvimos la esperanza de recibir noticias suyas, pero nunca ocurrió. Ahora tú estás en el café Angeli y es maravilloso. Parece un milagro que hayas vuelto a encontrarnos.

Giovanni estaba llorando a lágrima viva y Chiara empezó a temer la pregunta que sabía que llegaría.

—¿Qué tal está tu madre? ¿Qué tal está Maria Domenica? —preguntó Giovanni, tal como ella esperaba.

Ella se recostó en su silla y observó en silencio a los dos hombres: el anciano, con su aspecto de duende marchito, y el más joven, cuyos ojos aún brillaban de vitalidad. La expectación iluminaba sus rostros. No sabía qué decirles. Aquellos hombres querían a su madre, de eso estaba segura. Trató de encontrar una forma delicada de comunicarles la noticia del fallecimiento de Maria Domenica.

—Primero deberías decirle a tu padre que mi madre llevó una vida muy feliz en Inglaterra —comenzó—. Encontró a gente que la quería y una casa acogedora. Creo que siempre echó de menos Italia, pero Inglaterra fue para ella su segundo hogar.

—¿Y qué tal está ahora? —preguntó Giovanni con la voz de alguien que estaba empezando a sospechar la respuesta.

Los dos hombres se echaron otra vez a llorar cuando les contó la muerte lenta y silenciosa de su madre y su posterior búsqueda para encontrar a su familia italiana y, con suerte, a su auténtico padre.

—Quizá vosotros podáis ayudarme —concluyó Chiara.

—Bueno, podemos decirte dónde está su familia —le dijo Giovanni, secándose las lágrimas con la punta de su delantal y manchándose la cara de café—. Están donde siempre han estado, en su pequeña granja a las afueras del pueblo. Puedo llevarte, si quieres.

—No, prefiero ir sola —contestó ella sin vacilar.

—Bueno, en ese caso te indicaré el camino. Puedes llegar allí andando en veinte minutos. No es un paseo muy bonito, hay que seguir la carretera principal, pero es llano y se llega con bastante facilidad. Tu madre lo recorrió muchas veces en los viejos tiempos, a menudo empujando el carrito en el que ibas tú.

—¿Me traía aquí cuando era pequeña?

—Desde luego. Mientras ella trabajaba, tú te quedabas durmiendo en la cuna del cuarto que mi padre tiene detrás de la cortina. Recuerdo que te portabas muy bien. —Giovanni sonrió y ella le devolvió la sonrisa—. Mi padre tenía miedo de ce pasaras el día llorando y espantases a los clientes, pero solo te quejabas cuando tenías hambre o necesitabas que te cambiaran el pañal.

Giovanni y su padre eran un auténtico almacén de viejos recuerdos, y ella se moría de ganas de desempolvarlos y oír más sobre la vida de su madre en Italia. Pero había una pregunta más urgente que le daba vueltas en la cabeza.

—Mi padre, Marco, ¿está también en la granja? —preguntó.

Giovanni hizo una mueca que recordó ligeramente a la que había hecho cuando ella le había pedido un café con leche a una hora demasiado tardía.

—¿Tu padre? —Hizo una pausa y dijo bruscamente—: No Marco no está allí. Se marchó del pueblo hace mucho tiempo. Los que sí están son los demás, y si quieres verlos creo que deberías ponerte en camino. Pero vuelve mañana, ¿lo harás? A mi padre y a mí nos gustaría hablar más contigo. Tenemos muchas preguntas que hacerte, como supongo que también debe de pasarte a ti.

Giovanni dibujó un mapa para que no se perdiese y los dos hombres le dieron un abrazo y la besaron al despedirse. Franco sostuvo su mano hasta el último momento, como si no quisiera que se marchara, y murmuró algo en su incomprensible italiano.

—¿Qué dice? —le preguntó a Giovanni.

—Dice que tienes que volver mañana. Te preparará su pizza especial. Era la preferida de tu madre.

Cuando les dio la espalda se sintió como si por fin tuviera amigos en Italia. Si las cosas no iban bien con su familia, podía volver allí. Franco y Giovanni cuidarían de ella, no le cabía la menor duda.

Mientras miraba cómo la espalda fuerte y esbelta de Chiara desaparecía por la puerta del café Angeli, un sentimiento de culpabilidad se reflejó claramente en el rostro de Giovanni. Tras asegurarse de que se había ido, se volvió hacia su padre y le preguntó:

—¿No deberíamos haberle contado algo más?

—¿Qué más quieres contarle?

—Que estoy seguro de que Marco no es su padre, que Rosaria es una zorra y que la recibirá con frialdad, que su madre tenía buenas razones para marcharse cuando lo hizo.

Franco gruñó. Su rostro estaba ahora lleno de arrugas y los pelos que le quedaban en la cabeza eran escasos, pero no había perdido un ápice de su energía.

—Creo que ya te has entrometido bastante en los asuntos de esa familia, ¿no te parece? —dijo lacónicamente—. Ya es hora de que las cosas sigan su curso natural. Lo que tenga que ser será.

Giovanni se fue otra vez a limpiar. Su padre nunca le había perdonado del todo lo que había hecho aquella noche hada muchos años. No era el dinero lo que le reprochaba —le había dado a Maria Domenica hasta la última moneda—, sino que hubiera permitido que se fuera aquella mañana sin decirle una palabra. Giovanni todavía recordaba la ira de su padre, sus duras palabras cuando descubrió que ella había desaparecido y que nadie sabía dónde encontrarla.

Él alegó que había hecho lo que le pareció más correcto en aquel momento, pero Franco no quiso escuchar sus excusas. Después pensó algunas veces que quizá se había equivocado, pero él era muy joven y ella tenía la cara tan magullada y golpeada que le entró miedo. Recordaba que había intentado actuar con valentía y que había deseado protegerla, pero lo cierto era que temía que Erminio Carrozza y Gino Manzoni aparecieran en su puerta con una escopeta si sospechaban que él estaba involucrado en el asunto. Había hecho lo que pensaba que tenía que hacer. ¿Qué había de malo?

Frotó más fuerte la máquina de café. Por mucho que la limpiara, al día siguiente estaría otra vez cubierta de una capa reseca y dura de café, al igual que su ropa, su pelo y su piel. Todo acababa impregnado de un amargo olor a quemado. Guardaba la ropa de trabajo en bolsas de plástico atadas hasta que tenía tiempo para lavarlas; de lo contrario, el hedor invadía todas las habitaciones de la casa. Por lo menos Maria Domenica había escapado de aquel pueblo, pensó, de la monótona previsibilidad de la vida de allí, y de los olores acres y amargos. No había dejado que la lealtad a su familia o el deber la retuvieran. Pero ahora, inesperadamente, su hija había vuelto. ¿Quién sabía lo que encontraría allí?