Era uno de esos raros días en los que el Soho parecía vacío. Incluso el bar Italia estaba desierto. Chiara no recordaba haber visto tantos taburetes vacíos junto a la larga barra, y la máquina de café permanecía en silencio. El camarero al que estaba buscando estaba fuera estirando las piernas en el bordillo de la acera, sosteniendo la bandeja redonda y plateada delante de él como si fuera un volante.
Chiara se arregló el pelo. Para lograr su objetivo quizá sería necesario recurrir al flirteo, o al menos a su encanto. Sintiéndose un tanto ridícula, esa mañana había escogido a propósito una ropa ceñida en lugar de los pantalones de chándal holgados o los vaqueros desaliñados que normalmente ocultaban su esbelta figura.
—Hola. —Sonrió de forma encantadora al camarero—. ¿Te acuerdas de mí?
Él negó con su cabeza morena y frunció el ceño.
Chiara prosiguió.
—El otro día estuve aquí con mi amiga Harriet, una chica muy guapa. Estuvimos tomando un cappuccino fuera.
—Tú y otras cien.
—Sí, pero nosotras teníamos un perro muy grande.
Él se encogió de hombros y volvió a fruncir el entrecejo.
—¿Quieres un cappuccino? —preguntó de mala gana.
Ella sacó la carta de su madre del bolsillo.
—No, en realidad me preguntaba si podría pedirte un favor. Tengo esta carta. Está en italiano y no consigo entender una palabra. Había pensado que tal vez tú podrías traducírmela. —Estaba tan desesperada por saber qué decía la carta que estaba a punto de reventar de impaciencia, pero resistió el impulso de ponérsela en las manos.
Él miró la carta con recelo.
—¿Es de un novio? —preguntó finalmente.
—No, no, es mucho más importante que eso. Es de mi madre y…
—Mira —la interrumpió él—, no tengo tiempo, estoy trabajando.
Chiara señaló en dirección a la fila de taburetes vacíos.
—Sí, pero ahora mismo no estás muy ocupado que digamos, y estoy segura de que solo tardarías unos minutos en traducirla. Por favor. Te estaría muy agradecida.
Él se puso rígido.
—Estoy trabajando.
—Bueno, ¿y luego tendrás tiempo? No te lo preguntaría si no fuera realmente importante.
Él cogió la carta a regañadientes. Su turno acababa a las seis, le dijo, e intentaría tenerla traducida para entonces, pero no le prometía nada. Chiara miró su reloj. Todavía era muy pronto. ¿Cómo iba a ocupar todo aquel tiempo?
De camino a casa entró en el supermercado y salió con una bolsa con productos de limpieza: una botella de limpiador Cif, otra de lejía y cosas para rociar y limpiar. Comenzó por la puerta del apartamento y fue avanzando hacia el interior, sacando la harina de las grietas, fregando el suelo y las paredes, e incluso limpiando la parte inferior del retrete y las zonas más recónditas del hueco de la ducha. Pero el piso era pequeño y no tardó mucho en limpiarlo todo de arriba abajo. Cogió la botella de Cif y un trapo y bajó al club. Allí había mucho que limpiar. Estaba frotando las superficies, limpiando capas y capas de polvo, cuando Harriet la detuvo lanzándole una mirada siniestra.
—He retrocedido hasta la era de los dinosaurios —le dijo Chiara—. Deberías andarte con cuidado. Es posible que los arqueólogos se empeñen en precintar la zona y rascar la suciedad con los dedos en busca de fósiles.
—No es la suciedad precisamente lo que estás fulminando, sino el ambiente. Déjalo.
—Anda, por favor, déjame acabar con las estanterías y la repisa de la chimenea. Y luego con la pared del fondo. Venga.
—Pero ¿qué diablos te pasa?
—Estoy intranquila, no puedo calmarme. Tengo que esperar hasta la tarde para que el camarero me traduzca la carta y estoy de los nervios.
Harriet puso los ojos en blanco.
—Sí, ya lo sé. Debería haber dejado que se la llevaras tú. Seguro que habrías conseguido mejores resultados.
Harriet le quitó la botella de desengrasante de los dedos.
—¿Por qué no haces algo útil? Ve arriba y escucha otra vez esa cinta de italiano, a ver si aprendes alguna palabra. Y no te preocupes, esta tarde iré contigo al bar Italia y me aseguraré de que ha traducido la carta.
—Gracias. —Chiara le tendió también el trapo—. Eres una amiga de verdad.
Pero al final no fue necesaria la influencia de Harriet. Chiara atravesó la puerta del bar Italia a las seis en punto; nada más verla, al camarero se le empañaron los ojos de lágrimas.
—Qué carta tan bonita, y qué triste… —Le entregó la misiva y ella se dio cuenta de que el empleado del bar estaba disfrutando con el dramatismo del momento.
—¿Qué dice? —Chiara chilló como un caniche sobreexcitado—. Léenosla.
Él negó con la cabeza.
—Aquí no. Es mejor que nos sentemos en algún lugar tranquilo. Estas palabras no se pueden leer en un sitio ruidoso como este.
—Volvamos al piso —propuso Harriet.
—¿Estás de broma? —Chiara estaba fuera de sí—. Está a seis calles de aquí.
—Pues entonces subiremos hasta Soho Square, pero iremos deprisa.
El césped estaba recién cortado y la plaza olía todo lo fresco que podía oler algo situado junto a Oxford Street. Se sentaron en un banco, con el camarero en medio, y aguardaron impacientemente mientras él sacaba la carta del bolsillo.
Se aclaró la garganta e hizo una pausa dramática.
—¿Estáis listas? —preguntó.
—Sí —contestaron ellas al unísono. Chiara se preguntaba si Harriet deseaba estrangular al camarero tanto como ella.
—Dice así: «Queridos mamá y papá, espero que por la presente estéis bien. No encuentro palabras para decir lo mucho que siento haberme escapado de noche. Os prometí a los dos que me quedaría en San Giulio y lo decía en serio, os juro que lo decía en serio».
De repente se detuvo.
—Hay partes de la carta que están borrosas —comentó—. Creo que estaba llorando.
Chiara asintió con la cabeza, al tiempo que se le formaba un nudo en la garganta.
El camarero inclinó la cabeza y siguió leyendo:
—«En aquel momento huir me pareció lo correcto, lo único que podía hacer. Marco es un hombre malo. Es vanidoso, débil y celoso. Me hizo daño y tenía miedo de que también le hiciera daño a Chiara. Mamma, sé que creías que estabas haciendo lo correcto cuando me rechazaste aquella noche y me dijiste que volviera con mi marido, Pero estabas equivocada. El lugar de una mujer no está siempre junto a su marido. A veces una mujer puede estar millones de veces mejor sin él.
»Necesito que sepáis que he encontrado la felicidad. Estoy en Inglaterra, en un lugar cerca de Liverpool donde hay gente que me quiere y que también quiere a Chiara. Nadie me ha levantado la mano aquí ni ha amenazado a mi hija. Vivimos en una bonita casa y no nos falta de nada. Las dos hemos tenido mucha suerte.
»No me queda nada más que decir, solo que os quiero mucho a los dos. Cuando pienso que puede que no vuelva a veros se me parte el corazón. Quiero sentarme contigo en la cocina, mamma, y ayudarte a hacer pan. O cavar en el huerto y escoger un conejo para la cena de papá. Aquí hace frío. Quiero sentir el calor del sol que siempre brilla en Italia, Quieto comer pasta decente, beber el vino de mamma y hablar la lengua con la que crecí. Quiero disfrutar de algún momento debajo de los melocotoneros. Y sobre todo, quiero estar otra vez en Italia. Pero me da miedo volver. Por ahora me parece imposible».
El camarero sacudió la cabeza.
—Aquí es donde se detiene. No podía seguir. —Se hizo el silencio por un momento y luego volvió a hablar—: ¿Tú eres la Chiara de la que habla?
—Sí.
—¿No ha vuelto nunca a Italia?
—No.
—Tiene que ir. Si se siente así, tiene que volver. Debes reservarle un billete de avión para hoy mismo.
—No, eso no es posible.
—Bueno, si no tienes dinero, pide un préstamo —dijo él.
Chiara apenas podía soportar pronunciar aquellas palabras.
—Mi madre está muerta —logró decir.
Él adoptó una expresión de congoja.
—Es terrible.
Ella asintió con la cabeza.
—Sí, lo es. Es terrible.
Harriet estiró el brazo y le cogió la mano.
—Cariño, siento que la carta sea tan triste.
—Por favor, no intentes ser amable conmigo, Me echaré a llorar y no podré parar.
—¿Qué quieres que haga entonces?
—¿Podemos quedarnos aquí un rato?
Harriet le apretó la mano.
—Sí, claro que sí.
De modo que los tres se quedaron sentados en el banco mientras oscurecía, viendo cómo la gente que volvía de hacer sus compras de última hora pasaban a toda prisa por delante de la verja del parque cargados de bolsas de plástico. Nadie se molestó en mirarlos. Se movían demasiado deprisa y estaban demasiado preocupados por llegar a la estación de metro o al pub, o por dirigirse a Chinatown para disfrutar de una cena barata.
Chiara se quedó mirando la extraña imitación de una cabaña de estilo Tudor situada en medio de Soho Square y se preguntó, como siempre hacía, por qué alguien se había tomado tantas molestias para construir algo que solo se podía usar como cobertizo para las herramientas. No tenía sentido.
—Todos aquellos años ella fue infeliz —dijo por fin—. Y yo nunca lo supe. Era mi madre y yo creía que hacía las cosas que hace una madre normal, nunca me molesté en pensar cómo se sentía. Y durante todo aquel tiempo se sintió terriblemente triste.
—No, eso no es exactamente lo que dice en la carta —protestó Harriet—. En absoluto.
—¿A qué te refieres?
—Desde luego estaba triste cuando escribió la carta. Pero les dice a sus padres que ha encontrado la felicidad y a gente que la quiere. Quería que supieran que ambas estabais a salvo.
—Dice que se le parte el corazón.
—Y también que ha sido muy afortunada.
La tristeza de Chiara se convirtió en rabia, como le ocurría muy a menudo.
—¿Afortunada? Más bien terca —dijo amargamente—. Demasiado terca para volver a Italia y pedir perdón. Más terca que una mula. No dejó que Alex pusiera más barandillas en la casa para ella, ni nos dejó bajar su cama al salón cuando se puso muy enferma. No, tuvimos que subirla y bajarla por esa maldita escalera un día tras otro. No quería una enfermera, ni extraños en casa, ni ir al hospital… y siempre se hacía lo que ella quería.
—Chiara, no estás siendo justa.
—Ya lo sé. Ojalá no hubiera encontrado esta carta. Ahora soy yo la que se siente mal. Se marchó de Italia por mí, dice que tenía miedo de que yo sufriera algún daño, y fue desgraciada el resto de su vida. Y todo por culpa mía.
El camarero seguía sentado en silencio entre ellas. Parecía confuso, como si le estuviera costando seguir el hilo.
—¿Nunca le mandó la carta a su familia? —preguntó cuando por fin hubo una pausa en la conversación.
—No, debió de pensárselo mejor.
—¿Y por qué no se la entregas tú? —Miró la dirección del sobre—. San Giulio, lo conozco. Está cerca de Nápoles, no muy lejos del mar. No es un lugar muy grande, pero tampoco es pequeño. Y Carrozza es un apellido muy común. No debería costarte mucho encontrarlos.
Harriet se quedó pensativa. Cogió el sobre de la mano del camarero y lo miró un rato.
—Estoy de acuerdo con… Dios, ¿cómo te llamas? Ni siquiera sabemos tu nombre.
—Eduardo.
—Estoy de acuerdo con Eduardo. Deberías entregar la carta, es lo correcto. Pero antes creo que tienes que prepararte para escuchar unas verdades bastante duras.
Chiara creía que tenía una ligera idea de qué duras verdades podían ser, pero quería oírlas en voz de Harriet, de modo que dijo:
—¿A qué te refieres?
Por un momento se hizo un incómodo silencio.
—Bueno —comenzó Harriet—, me refiero a… Eduardo, ¿por qué no lees la carta otra vez para que podamos escucharla detenidamente?
Y eso hizo, tratando de infundirle a su segunda lectura todo el dramatismo y el patetismo que había puesto en la primera. Chiara pensó que solo le faltaba soltar una lágrima.
Harriet volvió a apretarle la mano.
—La palabra que antes me llamó la atención es «marido». Creo que deberías hacerte a la idea de que quizá tu madre tenía un marido en Italia cuando se casó con Alex.
—Dios mío.
—Sí.
—Y supongo que ese marido, ese tal Marco del que dice que era un hombre malo, debe de ser mi padre.
—Parece lo más probable —convino Harriet.
La oscuridad había descendido como el telón de un teatro. No había luna ni estrellas, e incluso las luces de la ciudad parecían tenues. Desde allí podían oír el rumor del tráfico procedente de Oxford Street y Charing Cross Road, pero en medio de la plaza reinaba un silencio absoluto. Chiara sabía que no deberían seguir allí sentados. Alguien llegaría en breve para cerrar las puertas. Pero se veía incapaz de moverse. La idea de levantarse y recorrer las calles que llevaban a su casa la paralizaba. Eduardo le había rodeado un hombro con el brazo y Harriet seguía cogiéndole la mano. También ellos parecían encontrarse en éxtasis.
Vio cómo un niño sin hogar colocaba su saco de dormir en un portal de enfrente para pasar la noche. La vida era una mierda, pensó. El mundo era un lugar sombrío y feo y ya no podía soportarlo.
—Mi madre era bígama y mi padre un maltratador —dijo en voz baja—. Genial.
Eduardo olía bien. La colonia que debía de haberse puesto por la mañana se había evaporado hasta alcanzar un grado aceptable. Se apoyó en él buscando consuelo.
—Querida, me estoy congelando —dijo Harriet—. ¿Seguimos hablando de esto en mi precioso y calentito club? —Se aparcó del banco, le tendió la mano a Chiara y la ayudó a levantarse—. Vamos, cariño.
—No pienso ir a Italia, Harriet —dijo ella en un tono casi agresivo—. Ni ahora ni nunca.
Harriet le habló con voz tranquilizadora.
—No tienes por qué ir si no quieres.
—Eso es, no tengo por qué hacer algo que no quiero hacer. —Soltó la mano de Harriet y, sin volverse a mirar a Eduardo, se marchó con paso airado mientras las lágrimas asomaban a sus ojos.