Las cajas estaban en el piso superior de la casa, en la habitación que Maria Domenica siempre había reservado para su uso personal. La butaca seguía allí, donde ella la había dejado, colocada de cara a la ventana para que pudiera contemplar la extensa vista de Liverpool por encima del río. A ella le encantaba aquella vista. Incluso le gustaba la horrible y enorme torre de cemento que antaño había albergado un asqueroso restaurante y dominaba todavía el horizonte con su lúgubre fealdad.
—A veces existe belleza en las cosas feas —le había dicho en una ocasión Maria Domenica—. En las fábricas y en las chimeneas con humo, en edificios que deberían haber sido derribados hace décadas o que incluso no deberían haberse construido. Ahí hay belleza. Solo tienes que saber dónde mirar para encontrarla.
Mientras se hallaba en la habitación que olía aún a su madre, Chiara recordó que a ella le gustaba quedarse allí durante horas mirando el paisaje, con su largo pelo moreno cayendo sobre el respaldo del asiento. Le gustaba mirar sobre todo cuando hacía mal tiempo, cuando la lluvia azotaba las ventanas y el mar de Irlanda arrojaba sus grandes olas, que daban nuevo impulso al río.
—Me recuerda el día de mi boda —comentaba a veces.
Chiara recordaba que su madre muchas veces tenía un cuaderno apoyado en la pierna y un lápiz en la mano, aunque los dibujos siempre desaparecían antes de que alguien pudiera mirarlos detenidamente.
Las cajas, pensó Chiara. Debían de estar en las cajas. Las encontró apiladas en el estante superior del armario. Las bajó una a una tambaleándose sobre un taburete y las dejó en el suelo junto a la butaca. Eran simples cajas marrones de supermercado, con frases impresas como JUDÍAS EN SALSA DE TOMATE HEINZ o PAPEL HIGIÉNICO KLEENEX, pero en la parte superior de cada caja su madre había escrito con rotulador negro sus iniciales, MF, y una fecha. Chiara abrió la caja más reciente y encontró lo que esperaba: dibujos a lápiz de las vistas que le gustaban a Maria Domenica y esbozos elaborados en un par de minutos de las personas a las que quería. Había uno de Alex asomándose por encima del capó de un coche y otro de alguien en quien se reconoció, jugando en el paseo con su primera bicicleta. Se dio cuenta de que su madre tenía verdadero talento. Eran unas obras toscas, pero había logrado plasmar la sonrisa perezosa y jovial de Alex y su intensa concentración mientras procuraba no caerse de la bici.
Pero los paisajes urbanos eran todavía mejores: grandes bloques de edificios que se cernían sobre el río Mersey. Los paisajes eran maravillosos. A Chiara le costaba creer que hubieran salido del lápiz de su madre.
La segunda caja contenía más material artístico. Maria Domenica no se había limitado a trabajar con lápiz. También había probado con las acuarelas y se había interesado por el carboncillo. Un par de dibujos de aquella caja eran menos refinados y revelaban inferiores dotes de observación. Al mirar la parte de abajo, Chiara vio las iniciales de su padre escritas en una esquina. Evidentemente no había tardado mucho en darse cuenta de que carecía de talento. En el fondo de la caja encontró más dibujos de su madre.
La última caja era la única opción que le quedaba. Si allí no había nada que la condujese a Italia, tendría que rendirse y volver a coger el rodillo de cocina.
Los primeros cuadernos representaban escenas familiares: la señora Leary sirviendo sándwiches en el café, niños tirándose a la piscina… Los baños de New Brighton habían desaparecido hacía mucho tiempo, ya que habían sido derribados cuando el ayuntamiento consideró que era demasiado caro mantenerlos. Chiara sintió una punzada de nostalgia al encontrar un dibujo en el que ella estaba subida orgullosamente al trampolín alto y otro en el que estaba embadurnándose la cara con algodón de azúcar.
Entonces, cuando la caja estaba a medio vaciar, los dibujos cambiaron. Ya no aparecían paisajes urbanos, sino escenas pastoriles. Una casa torcida rodeada de campo y árboles. Un búfalo pastando junto a un lago. Un hombre misterioso con cara de duendecillo y gafas con montura plateada poniéndose un delantal blanco detrás de una máquina de café anticuada. Parecían imágenes de Italia. Chiara se preguntó si su madre las habría dibujado a partir de sus recuerdos. De ser así, estaban increíblemente bien plasmadas.
En el fondo había un sobre cerrado con una dirección escrita con la letra de su madre y otro sobre, este sin cerrar, tan fino que no debía de contener nada. Metió los dedos en él y sacó una fotografía arrugada y descolorida en blanco y negro. En ella aparecía un hombre enigmático con una enorme barriga y ojos risueños, y una mujer, también de generosas dimensiones. Estaban vestidos con sus mejores ropas y la foto tenía cierto aire de formalidad. Chiara pensó que seguramente se trataba de una fotografía de boda tomada hacía mucho tiempo. Emocionada, sacudió el sobre y miró en el interior, pero no había nada más aparte de la foto.
Quedaba la carta. Chiara sabía que estaba invadiendo la intimidad de su madre y que ella no lo habría aprobado. Vaciló un momento mientras descifraba el nombre y la dirección del sobre. En él se leía: «Erminio y Pepina Carrozza, Fattoria di Carrozza, San Giulio (Campania), Italia».
Qué demonios, pensó, y abrió con cuidado el sobre. La carta que había dentro tenía tres páginas de extensión y estaba escrita completamente en italiano. Tan solo reconoció las palabras del encabezamiento: «Cara mamma e papa».
Chiara se quedó paralizada. Tenía la sensación de que por fin estaba empezando a desentrañar el misterio. Mirando la carta, trató de entender algo más. Reconoció su propio nombre y la palabra «Liverpool», pero todo parecía ininteligible. Harriet tenía razón: debería haber aprendido italiano. Pero una cosa estaba clara: Maria Domenica había escrito a su padre y a su madre a Italia y no se había decidido a enviar la carta. ¿Por qué? ¿Qué la había detenido? Ahora, Chiara tenía más preguntas que nunca.
Al final volvió a guardarlo todo en las cajas después de apartar tres cosas: la fotografía, la carta y el dibujo a lápiz de ella en el trampolín de los baños de New Brighton.
Bostezó y se estiró. No podía hacer nada más hasta que diese con alguien que supiera suficiente italiano para traducir la carta. Pero ahora se sentía más segura. Con la dirección, la foto y las palabras que su madre había escrito pero no había enviado a casa, tenía suficiente para empezar a investigar. Decidió que al día siguiente por la mañana se informaría de los vuelos más baratos, y luego iría a la ciudad a comprar uno de esos cursos de italiano en casetes. Le serviría para adquirir algunos rudimentos de la lengua antes de ir a Italia, aunque estaba segura de que la mayoría de la gente hablaría inglés. ¿Acaso hoy en día no lo hablaba todo el mundo?
Después de recoger las pistas y el dibujo, Chiara bajó. Necesitaba un trago. Buscó en los armarios de la cocina hasta que encontró una botella de vino francés malo. Sabía ligeramente a corcho, pero Je daba igual. Lo que buscaba era el efecto del alcohol, no un sabor agradable.
Se llevó el vaso y la botella a la gran sala de estar con vistas al río, y se hundió en el sofá. Cuando Alex volvió a casa del pub había apurado la botella.
—¿Bebiendo sola? —comentó él—. La primera señal de alcoholismo.
—Oh, yo ya he dejado atrás la primera señal —dijo Chiara riéndose—. Vivo con Harriet, ¿recuerdas? Beber es una cuestión de supervivencia.
—Y encima eres chef —observó Alex—. Que tienen fama de darle a la botella.
—Así es. Y además, puede que lo lleve en los genes. Puede que venga de una familia de bebedores empedernidos. Y parece que estoy a punto de descubrirlo.
—¿Qué había en las cajas? —preguntó Alex rápidamente.
—Dibujos y pinturas, montones y más montones, algunos muy buenos. Y esto. —Le mostró la foto y la carta—. Son las únicas pistas que tengo, pero por lo menos ahora tengo algo en que basarme.
Alex miró detenidamente a la pareja de la fotografía y la dirección que figuraba en el sobre.
—Lo siento, no reconozco nada.
—No esperaba que lo hicieras.
Él frunció el ceño y se sentó junto a ella en el sofá. Su aliento desprendía un agradable olor a cerveza, pero su cuerpo delgado estaba tan tenso y rígido como antes.
—Me siento como si te estuviera fallando —le dijo—. Debería ser capaz de darte alguna pista.
—Seguramente sabes cosas muy útiles, pero no eres consciente de ello. Si me hablaras un poco de mamá, tal vez sirviera de ayuda.
—Bueno, si tú quieres. Pero ¿de qué quieres que te hable?
Chiara se quedó un rato pensativa.
—Trata de recordar cuando ella se instaló en la casa, cuando yo era muy pequeña. ¿Qué te llamó la atención de ella? ¿Hacía algo que te pareciera extraño?
—Solía pasear —dijo Alex sin vacilar—. A lo mejor te acuerdas de aquellos paseos. Todos los días, cuando tenía un rato libre, te llevaba por todo el pueblo. Debía de recorrer cada calle más de una vez.
—¿Buscaba a alguien?
—Sí, creo que sí, pero nunca lo encontró.
Alex se levantó y se dirigió al armario del rincón. Sacó una botella de shiraz australiano.
—De cara al futuro, aquí es donde se guardan ahora las bebidas decentes —le dijo, mientras quitaba el tapón y se servía un vaso. A continuación le ofreció la botella a Chiara.
—Venga. De todos modos voy a tener resaca por la mañana, así que puedo seguir bebiendo —le dijo.
Él se volvió a sentar a su lado y bebió a sorbos con aire pensativo.
—Era muy especial con sus dibujos. Aunque yo la animaba todo lo que podía: la apunté a clases de arte, le compraba material, e incluso también yo lo intenté, ella se negaba a dejarme ver sus dibujos. Por supuesto, puede que tan solo fuera un problema de timidez o de falta de confianza, pero siempre me pareció que había algo más.
—¿Qué?
—No lo sé, como si le diera vergüenza, o miedo. Ni siquiera le gustaba que la mirara cuando estaba dibujando.
—Pero hay muchos dibujos de ti y de mí. Debiste de ver cómo los hacía.
—No, nunca, supongo que los hizo de memoria. —Apuró el vino y volvió a llenar el vaso—. Hay otra cosa que puede ser importante.
—¿Sí?
—Se comportó de forma muy rara con los detalles de la boda. En aquella época la gente solía enviar una foto de boda al periódico local para que la publicaran; Maria Domenica no me dejó. Ni siquiera me permitió incluir un anuncio en la columna de los nacimientos, las necrológicas y las bodas. Y cuando le propuse matrimonio, en un principio me rechazó. Pero no me dijo que no me quisiera o que no le gustara. Lo que me dijo fue: «No puedo casarme contigo. Es imposible». No lo he olvidado.
—¿A qué crees que se refería?
—No lo sé. Supongo que nunca he querido saberlo. Pero me da la impresión de que tú lo averiguarás. —Miró la foto de la fornida pareja—. Y si estas dos personas siguen vivas, darás con ellas.
Chiara sonrió.
—Tengo muchas posibilidades, supongo. El primer paso es encontrar a alguien que traduzca esta carta.