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Chiara abrió los ojos cuando los primeros rayos de luz grisácea penetraron a través del cristal sucio de la ventana y rozaron las paredes encaladas de su cuarto. Por mucho que lo intentara, no podía seguir durmiendo después de que amaneciera. Harriet era capaz de quedarse dormitando la mitad del día si tenía la posibilidad, en cambio Chiara tenía que sacar las piernas de la cama y estirar sus miembros encogidos en cuanto se despertaba.

En su habitación no había más espacio que en cualquier otra parte del pequeño piso. La cocina era un simple pasillo con algunos arreglos, y Harriet dormía en lo que debería haber sido la sala de estar, lo que dejaba a Chiara el espacio justo para colocar una cama individual, una barra para colgar la ropa, un escritorio para el ordenador portátil y unos montones ordenados de libros de recetas y de revistas de cocina para inspirarse. Afortunadamente, nunca había sido muy aficionada a las posesiones. En su opinión, las cosas acababan agobiando. Y aunque le encantaba el Soho, la idea de que ella y Harriet pudieran recoger sus pertenencias en pocos minutos y marcharse cuando quisieran le resultaba atractiva.

Medio dormida, se miró en el espejo de la pared. Todavía tenía su corto pelo castaño tieso a causa de la harina, y sus grandes ojos marrones pegajosos por el sueño. Chiara tenía una cara risueña. Era un rostro franco, ingenuo incluso. Su piel estaba salpicada de pecas, y aunque en verano adquiría rápidamente un tono caramelo con el sol, ahora tenía la palidez propia de una persona que trabaja en la cocina. Aun así, sabía que podía ponerse guapa si empleaba media hora y el suficiente surtido de productos para el pelo y de maquillaje, pero esa mañana no pensaba tomarse esa molestia. Era su día libre e iba a aprovechar al máximo cada segundo. Se puso un jersey negro y unos vaqueros, intentó pasarse la mano por su imposible pelo, y listo.

Encontró a Salty amodorrado, tumbado a lo largo del pasillo enmoquetado. El perro levantó la cabeza cuando oyó sus pasos y golpeó esperanzado el suelo con la cola.

—¿Quieres ir a dar un paseo? —La cola golpeó el suelo más rápido y más fuerte—. Pues venga, levántate, perezoso.

Londres estaba hermosa a esas horas, sobre todo los fines de semana. Piccadilly Circus estaba prácticamente desierto, y Chiara caminó con paso enérgico por delante de Fortnum & Mason y el Ritz, sintiéndose como si el West End fuera solo suyo.

Era primavera, los narcisos brotaban en el suelo de Green Park. Allí había otros paseantes matutinos, algunos de ellos con perros; Chiara le quitó un rato la correa a Salty para que jugara con un caniche alborotado llamado Fergus, luego volvió a atarlo y continuó con su paseo por delante de Buckingham Palace y enfiló el camino que bordeaba el lago de St. James Park.

Mientras caminaba trató de averiguar por qué no era más feliz. Al fin y al cabo, lo tenía todo a su favor. Estaba en forma, tenía salud, era la autora de un libro de cocina que había obtenido un éxito increíble y no era demasiado fea. Tenía buenos amigos y buena suerte. Su vida era plena. Entonces, ¿por qué se sentía tan… triste? Era como si la felicidad que deseaba se encontrara justo al alcance de la mano, pero ella estuviera demasiado aturdida para darse cuenta.

Salty alzó su cabeza grande, peluda y gris hacia ella y resopló con satisfacción. Los perros son los más sensatos, pensó Chiara. Si alguien les da comida, un lugar donde dormir, un poco de afecto y un paseo cada día, ya son felices. No parecía que Salty tuviera nunca las depresiones ocasionales que ella padecía.

Ya casi habían vuelto al Soho. Chiara se moría de ganas de tomar una caza de cale cargado, de modo que se dirigieron al bar Italia, donde escogió una de las mesas de la terraza y pidió un cappuccino. Ató a Salty a la pata de la silla de forma que pudiera tener las manos libres y rodear la taza para entrar en calor. Puede que estuvieran en primavera, pero en Frith Street soplaba un aire frío.

Salty divisó a Harriet antes que ella. Prácticamente arrastró la silla hasta el medio de la calle. Harriet sonrió y les saludó con la mano. Su figura glamourosa destacaba mientras caminaba por el Soho, incluso vestida con unos viejos vaqueros y un poncho rojo con flecos. Los hombres siempre se giraban para mirarla cuando pasaba, pero ella rara vez se molestaba en prestarles atención. A Harriet le gustaban los hombres, pero le gustaban a su manera. Se buscaba a un amante de vez en cuando y entonces era tan insaciable con el sexo como con los martinis. Pero Chiara solo le había oído dirigir las palabras «Te quiero, cariño» a ella y a Salty. No tenía tiempo para enamorarse locamente o para dejar que le rompieran el corazón. Con el paso de los años había sufrido algunos desengaños, y a menudo Chiara deseaba que pudiera volver a ser la de antes.

—¿Qué haces en la calle a estas horas? —le dijo—. ¿Se ha incendiado el piso?

—No, querida. Me he despertado y he visto que te habías ido; he pensado que lo mejor sería que te localizara antes de que sucumbieras a la tentación de comer ese producto hecho a base de trigo cuyo nombre no me atrevo a pronunciar.

—La verdad es que me estaba planteando pedir unas toscadas con crema Marmite.

Harriet le lanzó una mirada feroz.

—Pero entonces me he acordado de que hoy era el día sin pan —añadió.

—Chis, no hables de ello. Ni siquiera pienses en ello. —Harriet se dejó caer en una silla y permitió que Salty posara su enorme cabeza sobre su regazo—. Dile a ese chico tan guapo que me traiga café —pidió.

El camarero italiano era atractivo, tenía un fuerte acento y chapurreaba el inglés.

—Aquí tienes tu cappuccino, preciosa —dijo sonriendo a Harriet, y se le formaron unos hoyuelos en las mejillas. Chiara estaba acostumbrada desde hada mucho tiempo a ser la amiga fea, y no le importaba que el sexo masculino no le hiciera el menor caso cuando Harriet estaba a su lado, pero todo tenía un límite.

—Eh, ese cappuccino es mío. Tráele otro a ella —dijo.

Él le lanzó una mirada abatida y luego, mirando a Harriet, se encogió de hombros en un gesto teatral.

—Te traeré el cappuccino en un momento —dijo sucintamente.

Harriet se echó a reír.

—Qué temperamental —comentó mientras el camarero entraba otra vez en el café pavoneándose—. A lo mejor tendrías más suerte con él si le hablaras en italiano.

—Sí, añadiré «aprender italiano» a mi larga lista de asignaturas pendientes si así les parezco más atractiva a los camareros de la zona.

—De todos modos, debes de saber un poquito.

—¿Y eso por qué?

—Tienes nombre italiano y sangre italiana.

—Tú pareces más italiana que yo. —Siempre había envidiado un poco el pelo negro azabache de Harriet y su piel de color aceituna.

—Sí, ya lo sé, pero lo mío es solo superficial. Tú eres auténtica. —Harriet se recostó en su silla y la observó—. ¿Sabes? Siempre me ha parecido un poco extraño.

—¿El qué?

—Bueno, debes de tener algún familiar en Italia, ¿no? Y aun así, nunca has hecho el menor esfuerzo por encontrarlo, ¿por qué?

—No lo sé. Supongo que por lealtad a mi madre. Ella nunca dejaba que le hicieran preguntas sobre Italia. Y eso por decirlo suavemente. Ni siquiera cocinaba comida italiana. No recuerdo una sola comida que no fuera inglesa.

Harriet arrugó la nariz.

—Qué raro —dijo pensativa—. De todas formas, si yo fuera tú, querría saber más. Es tu historia personal, ¿no? El lugar del que procedes forma parte de lo que eres. Y como tú no sabes exactamente de dónde vienes, ¿cómo vas a poder comprender realmente quién eres?

—Qué profunda y trascendente te has puesto, y eso que todavía no te has tomado ningún café —bromeó Chiara.

—Sí, ¿dónde está el chico con mi cappuccino?

Finalmente, cuando tuvieron suficiente cafeína en la sangre para trajinar hasta la hora de irse a la cama, se marcharon del bar Italia y pasearon lentamente por las calles llenas de restaurantes y brasseries que empezaban a abrir y a prepararse para recibir a los clientes del día.

—Cuántos tipos de comida —dijo Chiara lánguidamente mientras pasaban por delante de restaurantes tailandeses, vietnamitas, franceses y húngaros. Echó un vistazo a los menús— odas a la hierba luisa, poemas a la paprika; —su estado rayaba en la desesperación.

—La verdad es que no sé por qué hay tantos —asintió Harriet—. A mí me basta con un buen trozo de queso y una pera madura.

—¿De verdad son necesarios? ¿Los libros de cocina, las revistas de comida, las páginas web con recetas?

—No es cuestión de necesidad, ¿no crees? —señaló Harriet—. Es cuestión de demanda. La gente quiere libros de recetas porque sigue comprándolos, aunque luego no prepare nunca una sola comida de las que aparecen en ellos.

—Eso tiene que ser lo más deprimente —respondió Chiara—. Que haya ejemplares de La reina de la cocina inglesa sin tocar en las estanterías de todo el país, Sin un chorretón de «Caldo caliente de la abuela» ni una gota de «Salsa de perejil para comer en pareja» que manche sus inmaculadas páginas.

Harriet rió.

—No creas que no sé qué te propones —dijo—. Estás intentando convencerte de que no tienes que escribir otro libro, ¿verdad? Pues no te servirá de nada.

—¿De verdad tengo que escribir un libro de cocina, Harriet? ¿No podría hacer una guía de restaurantes de comida para llevar?

—Buena idea. Podrías llamarla La duquesa de la comida preparada. Janey haría que te disfrazaras de hamburguesa para la foto de la portada.

Chiara se echó a reír y miró su reloj.

—Vamos, te ayudaré a preparar el club para la hora de comer. Tú no dejes que me acerque a esa cosa fermentada, ¿vale?

Fue a Italia, y no al pan, a lo que Chiara estuvo dándole vueltas todo el día. ¿Y si tenía allí tías, tíos y primos, incluso tal vez alguna hermanastra o hermanastro? ¿Y si su verdadero padre estuviera allí? ¿Sería muy difícil dar con ellos? Y si conseguía localizarlos, ¿cómo la recibirían? El germen de una idea comenzó a crecer en su mente.

A media tarde, Harriet descorchó una botella de Barolo.

—¿Te apetece un buen vino italiano? —preguntó.

—Cómo no. —Chiara le acercó un vaso vacío. Bebió un sorbo y lo retuvo en la boca un instante para paladear su sabor pleno—. Mmm, es sublime.

—Está bueno, ¿verdad? —asintió Harriet.

—Podría beber varias botellas.

—Yo ya lo he hecho.

Chiara se río. Menos mal que tenía a Harriet. No había nadie como ella.

—Bueno —comenzó tímidamente— se me ha ocurrido una idea. ¿Quieres oírla?

—Adelante —la animó Harriet.

—El libro de cocina es algo imposible, creo que es evidente. Cada vez que me propongo hacer pan me entran ganas de ponerme a chillar.

—¿Y qué vas a hacer en su lugar?

—Lo que tú me has sugerido. Voy a ir a descubrir quién soy.

Harriet se quedó confundida.

—No lo entiendo.

—Yo tampoco. No del todo —reconoció Chiara—. Seguramente es una idea absurda, pero he pensado… tomarme unas semanas para hacer de detective e intentar localizar a mi familia italiana No sé… a lo mejor si consigo descubrir de dónde vengo, me resulta más fácil averiguar adónde voy.

Harriet asintió lentamente con la cabeza.

—¿De qué región de Italia eres? —preguntó.

—No lo sé. Es lo que te decía: es una idea a medio formar, en el mejor de los casos. Probablemente debería olvidarme y subir a hacer pan.

—Quédate donde estás —le ordenó Harriet mientras le volvía a llenar el vaso—, creo que merece la pena estudiar un poco más la cuestión. Si tuvieras que localizar a tu familia, ¿por dónde empezarías?

—Veamos. Supongo que iría unos días a casa, a Merseyside, para ver si puedo encontrar alguna pista.

—Así que lo único que tendrías que invertir es el dinero del billete de tren —comentó Harriet—. Creo que es un desembolso que merece la pena, ¿no te parece?