Rosaria sentía un dolor delicioso. Le habían salido cardenales en la suave cara interna de los muslos a causa de las embestidas de las caderas de Marco, y cada vez que se sentaba notaba un dolor agudo que le recordaba que ya era una mujer.
Tenía ganas de sonreír todo el día, pero no podía. Debía tener cuidado de no revelar nada. Nadie debía saber que ella y Marco eran amantes.
Sin embargo, no pudo evitar ir al café Angeli. Entró contoneándose, se sentó en un taburete junto a la barra y encendió un cigarrillo con un ademán ostentoso.
—Necesito comer —anunció—. Tomaré una de esas croquetas de patata, un poco de jamón frito y unos sándwiches de queso, y para terminar, algo dulce y delicioso.
—Estaré contigo dentro de un minuto, tengo que acabar de preparar este café —le dijo Maria Domenica con aspecto agobiado—. Y a todo esto, ¿qué haces tú aquí? ¿No tienes trabajo que hacer en casa?
Rosaria se encogió de hombros y fingió que estaba absorta en la lectura de una revista. Pero aunque sus dedos pasaban las páginas, sus ojos no se fijaban en las glamourosas fotos de Sophia Loren y Gina Lollobrigida, sino que miraba descaradamente a su hermana mayor por debajo de las pestañas.
Tenía una nariz picuda, concluyó Rosaria, ojos de cerdo y estaba demasiado flaca. Su pelo, que llevaba apartado de la cara, parecía áspero, y las pecas de la nariz se notaban más que nunca debido a las horas de trabajo que había pasado bajo el sol y sin sombrero en el jardín. No era una rival en absoluto. Si no hubiera cazado a Marco con su astucia, Rosaria estaba convencida de que no habría encontrado a ningún hombre que se hubiera casado con ella.
—¿Qué te pasa? —Maria Domenica se había dado cuenta de que la estaba mirando fijamente.
—¿Eh?
—¿Por qué me miras así? ¿Hay algo que quieras decirme?
Las mejillas redondas de Rosaria se sonrojaron.
—No, no, nada. —Cogió el plato de la barra, se metió la revista de cine bajo el brazo y se dirigió hacia la mesa situada en el rincón del fondo del pequeño café—. Dejaré que sigas con tu trabajo —murmuró.
Justo cuando Maria Domenica había conseguido librarse de su hermana, se dio cuenta de que había otros ojos posados sobre ella. Vincenzo, el pintor, había vuelto y ese día, en lugar de la pared en blanco, parecía pensar que ella era digna de observación. Estaba sentado a la mesa que había junto a la de Rosaria, y tenía el codo apoyado sobre un montón de libros. Maria Domenica alzó la vista para mirarle a los ojos, pero él no apartó la mirada.
Observaba los largos y gráciles dedos de ella, el modo en que su brillante pelo moreno caía sobre su espalda y los vivos tonos dorados de su piel. Observaba admirado sus hundidos ojos almendrados y la forma tranquila y fluida en que se movía entre las mesas.
Su mirada fija resultaba bastante incómoda, y Maria Domenica empezó a moverse con torpeza y a confundir los pedidos.
—¿Qué te pasa hoy? —Había una nota de diversión en la voz de Franco—. No es propio de ti hacerte esos líos.
—Bueno —se quejó ella en respuesta—, no es nada fácil ser madre y tener un trabajo. No me extraña que a veces me dé vueltas la cabeza.
—Así que es eso, la cabeza te da vueltas. —Él seguía riendo.
—Franco, ahora no. No estoy de humor —soltó ella. Lanzó una mirada hosca en dirección a Vincenzo, que seguía observándola atentamente. Su rostro duro y atractivo era inexpresivo y resultaba imposible averiguar qué estaba pensando.
Al final la curiosidad pudo con ella. Estaba retirando las tazas y vasos de una mesa próxima y vio por casualidad uno de los libros en los que Vincenzo se apoyaba. Fue la portada la que le llamó la atención con su reproducción de El nacimiento de Venus de Botticelli. Era mucho menos tosca que la Venus que se podía ver en la pared que había encima de la máquina de discos de Franco: una hermosa mujer de rasgos delicados con la frente amplia y los ojos grandes, cuyos largos mechones de pelo rubio escapaban de la cinta que los prendía y volaban al viento. Encima de la foto aparecían impresas en negrita las palabras El arte de la Italia renacentista escritas en inglés.
Maria Domenica alargó la mano y tocó el libro con reverencia.
Vincenzo se lo acercó.
—Cógelo —le dijo con una sonrisa que dejó a la vista sus dientes blancos y relucientes.
No tuvo que repetírselo. Se sentó en la silla que había al lado de él y se concentró en aquellas páginas gruesas y satinadas. Franco le trajo un vaso de Coca-Cola, pero ella no lo tocó; continuó enfrascada en aquellas páginas que contenían hermosos cuadros y fascinantes historias sobre los artistas y sus obras.
—¿Maria Domenica? —la interrumpió la voz de Franco.
—¿Hum?
—¿Estás leyendo eso?
—Oh. —Ella levantó la vista con expresión de culpabilidad—. Lo siento. Ahora mismo vuelvo al trabajo.
—No, no te he dicho eso. —Franco parecía intrigado—. Te he preguntado si estabas leyendo ese libro.
—¿A qué te refieres?
—Bueno, está en inglés, ¿no? —Arqueó las cejas—. Y tú no sabes inglés. No has podido aprenderlo en el colegio. A fin de cuentas, lo dejaste cuando tenías trece años.
—Esto… —Maria Domenica se removió en su silla, incómoda. Con el rabillo del ojo vio a su hermana Rosaria, que se había olvidado ya de la revista y escuchaba discretamente.
Franco y Vincenzo esperaban a que respondiera.
—Solo estaba mirando las fotos —dijo; a continuación bajó la vista y se dio cuenta de que la página que llevaba varios minutos mirando no tenía ninguna foto, tan solo una hilera compacta de palabras en inglés que contaban la historia del artista Masaccio y la creación de su cuadro sobre la expulsión de Adán y Eva del Paraíso.
Franco volvió a arquear las cejas.
—Bueno, supongo que lo estaba leyendo un poco —admitió Maria Domenica—. Aprendí algo de inglés el año pasado en Roma. El café donde trabajaba siempre estaba lleno de turistas y muchos eran estudiantes de arte; empecé a hablar con algunos y… bueno… aprendí un poco su lengua. Pero en realidad no la entiendo muy bien. Solo lo suficiente para captar lo esencial.
—Pues di algo en inglés. —Su hermana Rosaria no había resistido la tentación de intervenir.
—No.
—Oh, vamos —intentó convencerla Rosaria.
—Ahora no me acuerdo de ninguna palabra. —Maria Domenica, ruborizada, dejó el libro y regresó a la seguridad de la máquina Gaggia, que empezó a limpiar enérgicamente, Vincenzo la había seguido.
—¿Cuándo estuviste en Roma? —le preguntó.
—Oh —ella sacudió la cabeza, irritada—, el año pasado.
—¿Y en qué café trabajaste?
Maria Domenica suspiró. ¿Acaso no veía que la estaba molestando? Sin embargo, era demasiado educada para negarle una respuesta.
—En un pequeño bar cerca de la plaza de España —comenzó—. Estaba lleno de turistas ingleses que pedían té con limón.
—Creo que lo conozco —murmuró él; luego asintió con la cabeza y sonrió en un gesto de reconocimiento—. La primera vez que te vi aquí me resultaste familiar, pero no sabía exactamente dónde te había visto.
—Pues yo no me acuerdo de ti. —Su voz era más fría que la Coca-Cola con hielo que le había servido Franco.
—No, seguro. —Los dientes blancos de Vincenzo relucieron de nuevo—. Cuando no estabas sirviendo tazas de té con limón, siempre mirabas embelesada a aquel chico alto y rubio, el que llevaba su bloc de dibujo a todas partes.
—¿Ah, sí? —Rosaria estiró el cuello, ansiosa por participar en la conversación—. ¿Qué chico rubio?
Maria Domenica golpeó en la barra con la lata de café y lanzó a Vincenzo una mirada dura. Milagrosamente, él pareció comprender.
—Bueno, no puedo quedarme todo el día sin hacer nada —dijo enseguida, preparándose para marcharse—. Pero dejaré aquí los libros. Puedes leer los que quieras.
Cuando la puerta se cerró tras él de un portazo, Rosaria se acercó y le dio a su hermana un golpecito en el brazo.
—¿Un chico rubio? —preguntó con insistencia.
—A ver —intervino Franco—, ¿no decías que querías algo dulce y delicioso para acabar, Rosaria? Hoy tengo un cornetto especial que tienes que probar. Es sublime.
—¿Un cornetto? —Rosaria levantó la vista de repente—. ¿Tiene chocolate? Llevo todo el día con antojo de chocolate.
Distraída, su hermana pequeña se llenó el plato y Maria Domenica apartó la vista, aliviada. Rosaria podía quitarle el marido si lo deseaba, pero no quería compartir con ella sus recuerdos del chico rubio del café de Roma.