Por una vez Marco se levantó antes de que amaneciera. Maria Domenica oyó que se ponía como podía los pantalones y la camisa de trabajo, a oscuras, y murmuraba entre dientes.
—Hoy te has levantado temprano —comentó ella con voz soñolienta, esperando que el ruido que estaba haciendo no despertara a Chiara.
—Sí, bueno, tengo muchas cosas que hacer. El trabajo de granjero no es a tiempo parcial, como siempre dice mi padre.
Maria Domenica dejó escapar una sonrisa. Marco sabía perfectamente que se había metido en un buen lío al perder un día entero de trabajo, y no pensaba darle a Gino más motivos de queja.
—Si fueras una mujer como Dios manda, te levantarías y me prepararías el desayuno —gruñó Marco. Pero ella se hizo la dormida, y él se marchó sin decir adiós cerrando la puerta de la casita de un golpe.
El portazo despertó a Chiara. Maria Domenica la oyó llorar suavemente. Salió de la cama con cuidado y sacó a su hija de la cuna. Aquel era su momento preferido del día: el instante en que recordaba de nuevo que era madre y sostenía aquel cálido cuerpecito entre sus brazos. Le daba igual lo que le pasara a ella, le daba igual lo atrapada que se viera en la vida; lo único de lo que nunca se arrepentiría era de haber tenido a Chiara.
Estaba dando de comer a la niña cuando oyó pasos fuera y supuso que era Marco que, hambriento, volvía para pedirle el desayuno. Pero se sorprendió al oír que alguien llamaba suave y educadamente a la puerta.
—Hola. ¿Quién es? —gritó Maria Domenica.
Una cabeza rubia se asomó por la puerta.
—Tía Lucia —dijo con satisfacción—. Qué alegría verte.
¿Qué haces aquí tan temprano? Pasa, pasa.
Su tía traía una bandeja con pasteles envuelta en papel dorado y blanco.
—En la pasticceria casi les da un soponcio al verme aparecer a estas horas —dijo entre risitas—. Pero quería traerte unos babà. Mmm…, están recién hechos, todavía están calentitos. —Quitó el papel, cogió uno de los dulces dorados con forma abovedada empapados en ron y le hincó el diente con deleite—. Debería hacer café para acompañar —murmuró con la boca todavía llena—. No, tú quédate aquí. Yo lo prepararé.
A Lucia le gustaba el café cargado. Molió unos granos de más y amontonó el café en una precaria pirámide antes de encasquetar el filtro en la cafetera y ponerla al fuego.
Maria Domenica la observó, confundida.
—Me alegro de verte, tía Lucia, pero…
—¿Por qué estoy aquí?
—Pues sí.
Lucia frunció los labios y echó una mirada a su alrededor, observando las paredes desnudas y los escasos y tristes muebles.
—Este sitio es horrible —dijo secamente.
—Oh, no está tan mal.
Lucia señaló con la cabeza en dirección a la granja de Elena.
—Ella tiene ese caserón lleno de muebles que no utiliza. Debes de pensar que podría haberte dado algunos. Las mujeres de los Manzoni son un hatajo de tacañas. Siempre lo han sido.
—No me importa —le aseguró Maria Domenica—. No quiero nada suyo. Tenemos todo lo que necesitamos. Y de todas formas, tampoco paso aquí mucho tiempo. Procuro estar en el café todo lo que puedo.
—Lo sé. —Su tía asintió con la cabeza—. Por eso he venido tan temprano. Era la única forma de hablar contigo en privado como Dios manda.
—¿De qué?
—Estoy preocupada por ti. Con todo lo que ha pasado, yo… Bueno, solo quena asegurarme de que eres feliz.
Maria Domenica no dijo nada; se limitó a mirar a su tía con recelo.
—O, por lo menos, no demasiado infeliz —añadió Lucia rápidamente.
—¿Y qué pasaría si fuera infeliz? ¿Qué harías tú?
—¿Qué haría? No creo que pudiera hacer nada, Maria Domenica. El momento de hacer algo ha pasado ya. Ahora estás aquí. Estás casada. Nada va a cambiarlo. Pero quería que supieras que puedes hablar conmigo, contarme las cosas que no le cuentas a tu madre para que no se preocupe.
Maria Domenica asintió con la cabeza, pero guardó silencio. Su tía volvió a echar un vistazo a la cocina y también al sombrío dormitorio a través de la puerta abierta.
—Lo único que podría hacer es ayudarte a alegrar este sitio. Traer algunos adornos, un par de cuadros. Tal vez colgar unas cortinas bonitas. Ver si la condesa de ahí al lado se digna darte alguna vajilla de las que tiene.
Maria Domenica negó con la cabeza.
—Gracias, pero no necesito nada de eso.
—¿Qué necesitas entonces?
Maria Domenica hizo un alto y miró a su niña, que farfullaba tranquilamente.
—Si él la hubiera visto… Estoy segura de que si hubiera visto a Chiara no se habría marchado.
—¿Te refieres a su padre?
Maria Domenica asintió con la cabeza. La cafetera estaba borboteando e inundaba la cocina con el olor de los granos amargos y costados.
—¿Todavía piensas en él? —preguntó Lucia con delicadeza.
—A todas horas. Pienso en él cada minuto del día.
—¿Cómo era?
Maria Domenica sonrió. Aunque quería mantener sus secretos bien guardados, al hablar de él fue como si cobrara vida.
—Tenía el pelo rubio y unas manos fuertes —comenzó—. Era muy inteligente, un artista, y me encantaba estar con él. Pasamos poco tiempo juntos. Huyó de mí como yo huí de San Giulio.
—¿Le querías mucho?
—Yo le quería y estaba segura de que él me quería a mí. Era una sensación maravillosa. No puedo imaginar pasar el resto de mi vida sin volver a sentirme así.
—A lo mejor algún día llegas a querer a Marco.
Maria Domenica chasqueó la lengua contra el paladar de forma burlona.
—Debes saber que el amor que sentías, ese amor apasionado, no dura eternamente —le aseguró Lucia. Vertió café en dos tacitas desconchadas y alargó la mano para coger otro babà—. A medida que pasan los años desaparece. Con lo que de verdad disfrutamos las mujeres mayores casadas como yo es con nuestras casas, nuestros hijos y un día, si hay suerte, nuestros nietos. Claro que nos importan nuestros maridos, y cuidamos de ellos, pero dentro de nosotras ya no arde la pasión. —Lucia se rió—. No, ya no.
Maria Domenica miró a su tía a los ojos, maquillados con lápiz de ojos y rímel incluso a esas horas de la mañana, y dijo con voz tranquila pero intensa:
—Esto no es lo que yo quería. Así no es como quería que fuera mi vida. Yo iba a ser distinta.
Lucia suspiró.
—Ah, te pareces tanto a tu abuela…
—Nadie me lo había dicho nunca.
—La verdad es que hasta ahora no me había dado cuenta, pero es cierto, te pareces a ella. Ella era tan fantasiosa y soñadora, tan hermosa y creativa, que a veces me pregunto cómo pudo darnos a luz a tu madre y a mí. —Lucia dio un sorbo a su café, pensativa.
—¿En qué sentido era fantasiosa?
—Oh, no sé. En realidad pienso que tenía tanto amor para dar… y mi padre… bueno, nunca supo cómo recibirlo. Finalmente ella acabó dedicando todas sus energías a hacer cosas. ¿Te acuerdas de esos faldones de bautizo tan bonitos bordados que tenemos tu madre y yo? Pues ella los cosió. En realidad hizo tantos antes de morir que todas las madres del pueblo tuvieron uno.
—¿Y crees que me parezco a ella? ¿Que tengo mucho amor para dar?
Lucia asintió con la cabeza.
—Sí, en ciertos aspectos sí.
Maria Domenica se levantó y metió a Chiara en el cochecito. Envolvió la bandeja de los babà con el papel y se la tendió a su tía sobre la mesa.
—Ten, llévate estos para tu familia. Aquí no nos los comeremos —dijo.
—¿Estás enfadada conmigo?
—Enfadada no, pero no estoy de acuerdo contigo. No creo que se pueda amar demasiado. Fíjate en mi madre y mi padre: se siguen adorando, ¿o no? —Envolvió con una ligera manta a Chiara y le dio un beso en su suave mejilla—. De todas formas, tienes razón. Ahora esta es mi vida y no puedo hacer nada para cambiarla. En realidad tampoco está tan mal. Tengo a mi niña y puedo darle a ella mi amor.
Giró el cochecito en dirección a la puerta.
—Gracias por la visita, Lucia. Te lo agradezco, de verdad —dijo educadamente—. Pero tengo que marcharme al café. Franco y Giovanni me estarán esperando.