A la mañana siguiente, cuando Maria Domenica llegó temprano al café Angeli para abrir el local, había un extraño esperando fuera: un hombre alto con el pelo moreno revuelto y la ropa salpicada de pintura; sujetaba una escalera de mano.
—Franco me espera —le dijo con una voz grave marcada por un raro acento—. Sabe que iba a venir hoy.
—¿Has venido a hacer algún trabajo de decoración? —le preguntó ella, señalando con la cabeza la escalera y los botes de pintura.
—Vengo a pintar —respondió él concisamente.
Maria Domenica sostuvo a Chiara con un brazo y con la mano libre abrió la gran puerta de cristal. El extraño estaba junto a ella liando distraídamente un cigarrillo. No parecía tener ninguna prisa por empezar a trabajar. Mientras saboreaba su cigarro, se paseó por el café contemplando los frescos de Franco, escogió una balada en la máquina de discos e, inclinando la cabeza y arqueando una ceja, dejó claro que no le vendría mal una taza de café. Mientras ponía la máquina Gaggia en funcionamiento, Maria Domenica observó cómo fumaba el extraño. El cigarrillo que había liado no llevaba filtro, de modo que cada vez que se lo llevaba a los labios se le quedaban pegadas unas hebras de color marrón dorado. Debería haber sido un detalle poco atractivo, pero no era así.
—¿Tienes nombre? —le preguntó ella por fin.
—Vincenzo. —Permaneció jumo a la máquina de discos bebiendo el café a sorbos.
—Bueno, Vincenzo, yo soy Maria Domenica y si necesitas cualquier cosa antes de empezar a pintar, no tienes más que decírmelo. Estaré ahí al lado, en la cocina, preparando la comida de hoy.
Él asintió con la cabeza, empujó su taza de espresso vacía sobre la barra y le sonrió lentamente.
—¿Otra? —le preguntó ella.
Él asintió de nuevo con la cabeza.
Maria Domenica se encogió de hombros y estiró el brazo para coger el café en grano. Esperaba que el trabajo que Franco le había encargado no fuera muy complicado, o aquel hombre tardaría meses en acabarlo: fumando, bebiendo café y haciéndola sentir ligeramente incómoda con sus rizos morenos, su cuerpo fuerte y sus maneras tranquilas…
Mientras se mantenía ocupada detrás de la barra, lo miró con curiosidad. Pasó una hora y luego otra y el hombre seguía sin hacer nada. Permanecía sentado en una de las sillas de madera altas y estrechas mirando un espacio en blanco en la pared. Era un gran espacio situado entre la copia de El nacimiento de Venus de Botticelli y otro cuadro del mismo artista en el que aparecían Marte y Venus recostados lánguidamente y rodeados de traviesos sátiros. Era evidente que Vincenzo lo encontraba fascinante.
La mañana fue tranquila y acudieron pocos clientes, pero Vincenzo había metido muchas monedas en la máquina y el sonido de las canciones de amor que había escogido llenaba el café. Sin embargo, él no parecía escucharlas. Estaba en su propio mundo. Incluso cuando el viejo Luciano, el tonto del pueblo, entró en el café dando tumbos y gritó alegremente: «Cretino, puttana», Vincenzo no apartó la vista del espacio en blanco de la pared.
Finalmente se puso en pie y estiró las piernas. Cogió los botes de pintura y la escalera y empezó a apilarlos detrás de la cortina roja, en la zona privada de Franco.
—No puedes dejarlos ahí —le dijo ella.
Él sonrió de nuevo.
—Volveré dentro de un par de días —fue todo lo que él dijo, y salió por la puerta.
Qué cara más dura, pensó Maria Domenica mientras recogía los cubiertos y la vajilla haciendo mucho ruido. Tal vez esperaba que ella trasladara todas aquellas sucias herramientas de pintura a un lugar más adecuado. Pues no veía por qué debía hacerlo.
Cuando Franco vio la escalera y el montón de botes de pintura se limitó a sonreír ampliamente.
—Así que Vincenzo ha estado aquí —comentó. Se ató las cintas de su delantal blanco almidonado a la espalda.
—No ha hecho gran cosa —se quejó ella—. ¿Qué se supone que tiene que hacer exactamente?
—Oh, solo unos retoques —respondió él—. Pintar un poco este viejo local.
No le dio tiempo a decir más. Había comenzado el ajetreo de la mañana y los clientes, sedientos, abarrotaban el pequeño café. Maria Domenica no se dio cuenta de que se había olvidado de su hija hasta que oyó un gemido débil y sutil. Apartó la cortina de terciopelo roja y con las prisas por llegar hasta la cuna del bebé estuvo a punto de tropezar con un bote de pintura. Chiara tenía hambre y se había ensuciado. Primero la comida, pensó Maria Domenica. Se abrió la blusa y mientras Chiara chupaba ávidamente su pezón hinchado, rebuscó en su bolso. Maldita sea, no tenía pañales. Estaba segura de que había metido unos limpios, pero con las prisas por llegar temprano al trabajo debía de haberlos dejado doblados encima de la silla con brazos de la cocina. Maldita sea.
Maria Domenica sopesó las opciones. Podía comprar unos en una de las tiendas que había al otro lado de la piazza, pero era un despilfarro: tenía muchos en casa. O bien podía pedirlos prestados a algún vecino, pero ¿de verdad quería que su hija anduviera con los pañales de un extraño?, pensó haciendo una mueca. ¿Quién sabía si los habían lavado bien? Solo le quedaba una alternativa: ir a casa a por uno de los pañales perfectamente limpios de Chiara. Tardaría una hora en ir y volver. Se maldijo por la insensatez de haber salido de casa corriendo esa mañana sin los pañales.
—¿Qué pasa? —Franco asomó la cabeza por la cortina roja.
—Me he dejado los pañales de la niña en casa; se ha ensuciado y no tengo con qué cambiarla.
—Pues vete a casa a buscarlos —le dijo él—. Puedes tomarte el resto del día libre. Todo está tan bien organizado esta mañana que casi no tengo nada que hacer.
—No, no, todavía falta la gente de la hora de comer. No puedo dejarle solo. Iré a casa andando lo más rápido que pueda y volveré enseguida.
—No tienes por qué ir caminando —señaló Franco—. Le diré a Giovanni que traiga el coche y te lleve a casa. No tardarás nada.
—Pero ¿no está estudiando? —El hijo de Franco había decidido que quería ir a la universidad y desde entonces se pasaba el día leyendo libros—. No quiero interrumpirle.
—Tonterías, desde que le enseñé a conducir apenas ha sacado mi viejo coche. De todos modos, estoy seguro de que podrá dedicarte unos minutos.
Maria Domenica sonrió agradecida. Su preciosa hijita lloraba sin hacer ruido pero con cierta impaciencia, y de sus braguitas salía un olor inconfundible.
Rosaria también había amanecido temprano esa mañana. Se sentía llena de un nuevo arrojo y determinación. Hoy era el día, su día. Se habían acabado las contemplaciones.
Salió sigilosamente de su habitación sin ponerse los zapatos y tanteó en la cocina a oscuras en busca de las llaves del Fiat Cinquecento de su madre. Encima de su cabeza, los estantes del aparador crujían bajo el peso de las hogazas redondas de pan espolvoreadas con harina. Pero esa mañana no habría pan recién hecho. Rosaria tenía cosas mejores que hacer que trabajar las masa y aumentar las reservas de su madre.
Arrancar el coche era fácil. Había visto miles de veces cómo Pepina giraba la llave de contacto. Sin embargo, utilizar los pedales ya no era tan sencillo, como descubrió rápidamente. Rosaria salió a trompicones por la entrada haciendo el suficiente ruido con las marchas como para despertar a todo el vecindario.
Lanzó un suspiro de alivio cuando consiguió atravesar sin percances la carretera principal y comenzó a recorrer los caminos tranquilos y polvorientos que conducían a la granja de los Manzoni haciendo eses. Conducir no era tan difícil después de todo. Su marcha preferida era la tercera: parecía como si el coche se moviera solo. Al ver que el vehículo se sacudía ligeramente cuando reducía la velocidad, pisó firmemente el acelerador durante todo el trayecto.
Cuando la casita de su hermana apareció ante sus ojos y pudo parar a un lado de la calle, sintió un profundo agradecimiento. Por culpa del lío que se armó con el freno y el embrague no consiguió detener el coche en el momento en que hubiera querido. Aun así, tampoco quedó tan mal aparcado en medio de unos frondosos arbustos. Por lo menos así estaba bien oculto.
Observó la casa en busca de señales de vida. Maria Domenica apareció empujando el carrito de Chiara con un gran bolso colgado del hombro. Cuando se marchaba se giró y pronunció unas breves palabras en la entrada. Desde su escondite en los arbustos no pudo oír qué había dicho su hermana, pero captó el mensaje más importante: Marco seguía en casa. Todavía no se había marchado al campo.
Rosaria esperó hasta que la espalda erguida de su hermana desapareció con paso enérgico. Entonces, tras abrirse paso entre las ramas, desplazó su cuerpo ancho y suave hasta quedar en campo abierto. Respiró hondo y se quitó los trozos de hojas y ramas de su pelo moreno y de su mejor vestido color lapislázuli. Por fin había llegado su momento.
La puerta de la casa no estaba cerrada y Rosaria entró directamente. Marco estaba apoyado contra el fregadero de la cocina, con expresión triste, bebiendo café con leche. Alzó la vista, sorprendido.
—Rosaria, ¿qué estás haciendo aquí?
Ella se lo quedó mirando fijamente pero no dijo nada.
—Tu hermana acaba de irse —prosiguió él—. Si hubieras llegado unos segundos antes, la hubieras encontrado.
Rosaria atravesó la cocina con pasos rápidos y decididos hasta situarse cara a cara con Marco. Le cogió de los hombros con sus manos fuertes y morenas y le empujó otra vez contra el fregadero. Juntó sus labios imperiosamente con los de él y le besó con fuerza. Era agradable. Sacó la lengua y exploró la humedad cálida y lechosa de la boca de Marco. Él permaneció sin hacer nada por un momento y luego empezó a besarla. Rosaria sentía cómo el deseo invadía todo su cuerpo.
—Llévame al dormitorio. —Su voz sonó ronca e insistente—. Llévame a la cama.
—No puedo. —Marco parecía vacilante—. No puedo, Rosaria.
Pero su cuerpo decía que sí podía. Rosaria notó su excitación mientras se frotaba rítmicamente contra él arriba y abajo.
—Cállate, sabes que lo estás deseando.
Marco cerró los ojos con fuerza y dejó que sus manos exploraran el cuerpo de Rosaria. Era tan tierna, tan apetitosa… Pero recordó las palabras de su padre: «Sé discreto, Marco. No te acerques a las chicas del pueblo o habrá problemas». Era un buen consejo. Marco lo sabía.
—No puedo, Rosaria, no puedo —repitió.
Ella lo agarró con fuerza de la mano y tiró de él hacia la puerta abierta del dormitorio. Haciendo caso omiso de sus débiles protestas, hizo que se echara en la cama y se tumbó encima de él.
—No puedo, no puedo —gimió Marco. Pero sus manos rasgaron el vestido de Rosaria, tocaron sus pechos y pellizcaron con fuerza sus pezones. Ella se tumbó boca arriba y abrió las piernas, ofreciéndose.
—No, no debemos hacerlo —dijo él suspirando. Pero ya estaba encima de ella y no podía detenerse. Le arrebató la virginidad con una violenta embestida y ya no hubo vuelta atrás—. No, no —murmuró débilmente mientras se hundía en aquel cuerpo carnoso y cálido.
—Oh, qué gusto, qué gusto —gimió ella—. No pares, Marco, no pares.
Marco no podría haber parado aunque lo hubiera querido. Sacudiéndose como un caballo excitado, sus huesudas caderas desaparecieron una y otra vez entre los suaves montículos del interior de los muslos de Rosaria. Estaba perdido.
Rosaria arqueó la espalda debajo de él y echó la cabeza atrás sobre la almohada para que su pelo quedase esparcido. Trató de realizar un par de movimientos experimentales con las caderas, pero Marco estaba embistiendo de forma tan desenfrenada que era imposible seguir su ritmo. De modo que se dio por vencida y se limitó a permanecer tumbada como una estrella de mar, disfrutando de las nuevas y extrañas sensaciones que se habían apoderado de su cuerpo. Si aquello era el sexo, a ella le gustaba, y quería más, mucho más.
—Me corro, me corro —dijo Marco jadeando, y rodo acabó. A continuación se quedaron entrelazados, medio tapados por la sábana, mientras se secaba el sudor de sus cuerpos.
Rosaria rozó con sus labios el fino vello que cubría el pecho de Marco. Él cerró los ojos y ella contempló admirada cómo las largas pestañas del joven descendían sobre sus mejillas suaves como un melocotón. Alargó la mano y tocó con un dedo el lunar azul situado bajo la comisura derecha de sus labios.
—Joder, mi padre me va a matar —exclamó él gimiendo—. Voy a llegar tardísimo al trabajo.
—No te vayas, quédate aquí conmigo. Los búfalos no te echarán de menos por un día que faltes. Puedes decirle a tu padre que te encontrabas mal.
Marco se acordó de la resaca: el dolor de cabeza y el sabor amargo y desagradable de los sorbos de café que había tomado apoyado contra el fregadero de la cocina. Parecía que había pasado mucho tiempo desde entonces. Ahora se sentía mejor.
—Rosaria, a mi padre le dará igual. Esto es una granja, dirá, y hay trabajo que hacer.
—¿No preferirías quedarte aquí conmigo? —le dijo ella con voz zalamera.
—Sí, pero… —Rosaria le interrumpió con un beso. Acto seguido empezó a acariciar su cuerpo, notando la tirantez de su piel, las duras elevaciones de sus costillas, y dejando que sus dedos pequeños y fuertes bajaran hasta el áspero vello situado entre sus piernas antes de deslizados sobre sus pequeñas nalgas y su delgada espalda. Pronto los párpados de Marco descendieron nuevamente sobre sus mejillas y comenzó a roncar suavemente. Rosaria apoyó su cabeza contra él de modo que pudiera oler el perfume de su cuerpo y también se quedó dormida.
Cuando el coche de Giovanni se detuvo fuera de la casa, todavía no se habían movido. No oyeron el ruido del motor, el chirrido de los frenos ni a Maria Domenica diciendo al muchacho sentado al volante: «Vuelvo enseguida». Cuando se abrió la puerta principal, ellos seguían dormidos, ajenos a todo.
Maria Domenica había cogido un montón de pañales y se disponía a cerrar la puerta tras ella cuando oyó el sonido inconfundible de los ronquidos de su marido. Era imposible que siguiera en la cama, no podía creerlo. Sorprendida, se asomó a la habitación. Estaba medio a oscuras, con las cortinas corridas, pero pudo distinguir que había dos siluetas en la cama. Una era con toda seguridad la de Marco. ¿Y la otra? Se acercó más. Una chica robusta, de pecho turgente, con el pelo moreno y largo derramado sobre las almohadas blancas de algodón. Su hermana Rosaria.
Maria Domenica se quedó inmóvil por un momento, respirando hondo y en silencio. No dijo nada. Salió de la habitación lentamente y apretó el montoncito de pañales contra su pecho. En cuestión de segundos había salido de la casa y estaba dentro del coche de Giovanni.
—¿Todo bien? —preguntó él.
Ella asintió con la cabeza y agitó los pañales para que los viera. Todavía no se atrevía a hablar.
Mientras Giovanni conducía de vuelta al pueblo, Maria Domenica trató de determinar cómo se sentía. No estaba enfadada ni celosa. Ni siquiera decepcionada.
Llegaron a las afueras de San Giulio y a las casitas destartaladas donde vivía la gente pobre; a Maria Domenica se le había pasado el aturdimiento y se daba cuenta de que, dejando de lado la sorpresa, lo que más sentía era tristeza y tal vez lástima por Rosaria. ¿Qué iba a conseguir su hermana con aquello aparte de su infelicidad? Su infelicidad y su deshonra.
Pepina estaba furiosa. No había ni rastro de Rosaria, la cocina estaba vacía y no se habían empezado las tareas del día. Lanzó una mirada de preocupación a la cocina de la que rara vez salía. Aquella hija suya era una inútil. Las cosas eran mucho más fáciles cuando Maria Domenica todavía estaba en casa.
Pensó en la faena que le esperaba ese día. La casa estaba hecha un asco y no podía permitirse dejar pasar más tiempo antes de limpiarla como era debido. En el jardín estaban brotando las malas hierbas y había mucha comida que hacer. A juzgar por el aspecto de la cocina, los niños se habían preparado ellos mismos un desayuno con leche y galletas, pero todavía había que hacer dos comidas antes de que pudiera descansar su cuerpo fatigado.
—Estoy tan cansada que hasta me duelen los dientes —murmuró para sí. A lo mejor se estaba poniendo enferma.
Oyó que Erminio avanzaba dando traspiés por el pasillo y entraba en la cocina. Llevaba una gran toalla blanca enrollada alrededor de su barriga hinchada y tenía el pelo canoso de punta.
—Me muero de hambre —dijo con voz cavernosa, y empezó a hurgar en la nevera—. ¿Qué hay para desayunar?
—Cualquier cosa —respondió Pepina con sequedad.
Erminio alzó la vista, sorprendido.
—¿Qué le pasa a mi preciosa mujer? —preguntó, rodeando con las manos el rostro ojeroso de su esposa.
—No lo sé. Hoy no me encuentro bien, eso es todo.
—Espera aquí —le dijo él—. Sé cómo hacer que te sientas mejor. Me pondré algo de ropa, un momento.
Efectivamente, volvió un minuto después con una camisa y unos pantalones mal conjuntados.
—Ven conmigo, rápido —la apremió.
Mientras la hacía salir por la puerta y girar la esquina de la casa, Pepina oyó cómo sus hijos pequeños se divertían a costa de los cerdos. Intentó soltarse de su marido y rescatar a los pobres animales que chillaban, pero él la agarraba con firmeza.
—¿Adónde vamos? —preguntó, resistiéndose con todo el peso de su cuerpo.
—A coger melocotones, melocotones frescos para el desayuno —respondió Erminio tirando de ella hacia delante.
Cuando llegaron a los árboles frutales hizo que se sentara en el duro suelo, quemado por el sol hasta convertirse en tierra de Siena, y a continuación se dejó caer junto a ella. La besó, primero como un viejo amigo y luego de forma más apasionada. Cuando se tumbó encima de ella, Pepina trató de apartarlo dándole golpes.
—Ahora no, quita, tengo muchas cosas que hacer. ¿Y los melocotones?
—Mmm… —Él la besó una vez más y se aflojó los pantalones.
—Erminio Carrozza, si vuelves a dejarme embarazada, te juro que te dejaré y me iré a vivir con las monjas —susurró—. No quiero más hijas.
—Mmm… —Él no le hizo caso.
—Nos pueden ver —advirtió ella—, aquí, en pleno campo.
Pero a su marido le daba igual. El peso de su cuerpo oprimió a Pepina contra la tierra y notó el roce familiar de sus manos al acariciarla.
—Pepina, amore mio —murmuró él.
Ella puso los ojos en blanco y separó las piernas. Solo había pasado una semana más o menos desde que había tenido el período, ¿no? Así que no podía quedarse embarazada, ¿verdad? Intentó recordar lo que le había dicho el sacerdote la última vez que había caído en la tentación.
Erminio ya estaba dentro de ella y era demasiado tarde para preocuparse. Solo podía esperar que todo saliera bien. Levantó la cabeza para recibir el deseo de él y durante unos breves momentos de felicidad se sintió de nuevo como la chica apasionada que un día fue.
Más tarde Erminio la abrazó con fuerza.
—Tienes la cara sucia —le dijo.
—¿Solo la cara? —preguntó ella, echándose a reír—. Amor mío, estoy sucia por todas partes. Mi vida entera está llena de suciedad que espera que alguien la limpie. —Logró ponerse de pie—. Tú coge los melocotones para el desayuno. Yo estaré en la cocina. Nos veremos allí.