Maria Domenica no pudo soportar más. Se imaginaba a Rosaria en la cocina, rodeada de pilas de platos que se balanceaban, fregando y secando la vajilla hasta altas horas de la noche. Así que dejó a Chiara dormida en los brazos de una agradecida Pepina, encontró uno de sus viejos delantales y se ofreció a ayudar.
—No hace falta —le dijo Rosaria de mal humor.
—Tú friega y yo seco —respondió Maria Domenica, echando una mirada a la cocina familiar, con el extraño espacio vacío donde debería estar la mesa.
—Te he dicho que no hace falta, ¿vale?
—Quiero ayudar.
—Y tú siempre consigues lo que quieres, ¿verdad? —La voz de Rosaria tenía un tono tan ácido como la limonada de Gina Rossi.
—¿De qué estás hablando? —preguntó Maria Domenica, aunque sabía perfectamente a qué se refería Rosaria.
—Bueno, lo tienes todo, ¿no crees? —soltó Rosaria. Había acabado de fregar los vasos y estaba vaciando el agua sucia del fregadero para poder volver a llenarlo y empezar con los platos—. Tienes un marido, una casa, un trabajo, una hija y aun así te pasas el día haciéndote la desgraciada.
—Tal vez para mí las cosas no sean tan perfectas como te lo parecen a ti —comentó Maria Domenica.
Rosaria se echó a reír.
—Te mataría —dijo en voz baja mientras restregaba una costra de mozzarella fundida y tomate de los platos de la pasta—. Te odio. ¿Por qué tuviste que quedarte con Marco? ¿No podías haberte buscado a otro hombre?
—Rosaria, créeme, yo… —Maria Domenica se detuvo. ¿Cómo podía decirle a su hermana que no quería a Marco, que nunca lo había querido? No tenía sentido recordarle todos los defectos de él porque no los vería. Rosaria estaba locamente enamorada de su marido por razones que ella nunca llegaría a entender. Lo superaría, pensó Maria Domenica encogiéndose de hombros, pero hasta entonces iba a ser un infierno tenerla cerca.
»No quiero hablar contigo, solo quiero ayudarte con los platos —le dijo por fin a Rosaria—. Así que apártate y dame ese trapo o te pasarás horas con esto.
Las dos hermanas fregaron, secaron y recogieron en silencio con el rumor de fondo de la charla que tenía lugar en la larga mesa del exterior. Maria Domenica amontonó las sobras en la nevera para que su padre pudiera abalanzarse sobre ellas al cabo de un par de horas. Rosaria fregó los fogones y todas las superficies de la cocina.
La soleada tarde dio paso a una cálida noche y finalmente las niñas, cansadas, se fueron en tropel a la cama y los adultos hablaron más alto. Maria Domenica oía a Marco, cuya voz sonaba una octava o dos más alta que la de su padre, hablando como si alardeara de algo. Probablemente se refería a la granja, o a su experto manejo de los búfalos. Ella procuró no escuchar.
Entonces oyó otro sonido: el llanto de Chiara. Arrojó el delantal y corrió hacia fuera.
—Necesita comer, mamma. Dámela.
Pepina no se movió.
—Déjala que llore. No puedes darle de comer cada vez que chille. Tienes que acostumbrarla a una rutina adecuada.
—Mamma, es mi hija y yo decidiré cuándo necesita comer. Dámela.
Pepina entrecerró los ojos.
—He criado a cinco hijas y un hijo, creo que sé lo que hago. Déjala.
Para sorpresa de Maria Domenica, fue su suegra la que salió en su defensa.
—No, Pepina. Se está haciendo tarde. Deja que dé de comer al bebé y luego nos iremos a casa. Detesto conducir por esas callejuelas a oscuras. Además, quiero que esta parejita venga a tomar un digestivo conmigo antes de la hora de acostarse. Solo una copita antes de ir a dormir.
El viaje de vuelta en el Fiat traqueteante de Elena fue espeluznante. El coche se desviaba hacia los lados en las curvas y más de una vez Maria Domenica pensó que se iban de cabeza a la cuneta.
—¡Qué comida tan deliciosa! Todo un éxito —dijo Elena—. Tu familia cocina de maravilla. Y qué casita tan encantadora tienen. No puedo creer que os hayan criado a todos en un lugar tan pequeño. ¿Dónde lo metía todo tu pobre mamma? Hace que piense cómo hemos desaprovechado Gino y yo nuestra granja de dos pisos y nuestras enormes habitaciones.
Elena frenó de repente y el coche se balanceó en mitad de una curva y derrapó en el polvo.
—Ay —dijo ella con una risita.
Maria Domenica lanzó una mirada a su suegra. Tenía las mejillas muy rojas. ¿Cuánto vino había bebido?
—Tal vez debería reducir la velocidad —propuso ella, nerviosa—. Se está haciendo de noche.
—No he tenido un accidente en mi vida —dijo Elena hipando, mientras se desviaba hacia un lado en otra curva.
En el momento en que aparcó de lado en la entrada de la granja, Maria Domenica estaba realmente aturdida. Cuando Elena la hizo entrar a empujones para tomar un digestivo, no tenía fuerzas para llevarle la contraria.
—Una copita antes de acostarte. Te ayudará a dormir —le dijo.
En la cocina oscura y mal ventilada, Maria Domenica observó cómo Elena vertía un licor pegajoso en dos vasos de vino y empezaba a beber con decisión.
—Mmm, está bueno. —Sonrió—. A los chicos no les gusta. Dicen que es demasiado dulce. Será mejor que abra una botella de vino para ellos. Llegarán dentro de un minuto.
—En casa no bebemos mucho —comentó Maria Domenica. Miró a su alrededor los muebles que llenaban la cocina. Junto a una pared había un enorme aparador de madera oscura; una otomana laboriosamente tallada ocupaba otra pared, y cerca de la puerta trasera había una especie de baúl de madera con patas.
Elena siguió su mirada.
—Es una radiogramola —explicó levantando la tapa del baúl para enseñarle a su nuera el tocadiscos que se ocultaba debajo—. Gino me la trajo el año pasado. ¿A que es bonita? —Después de dar otro trago, procedió a contarle a Maria Domenica el origen de todos los muebles—. El aparador es un regalo de bodas —le explicó, pasando los dedos por la superficie limpia de polvo—. La otomana la heredé de mi abuela. La vieja mesa de roble ha pertenecido a la familia Manzoni durante generaciones. La vajilla —Elena indicó con la mano en dirección al armario con vitrina, que estaba lleno de platos y tazas— la han reunido todas las mujeres de los Manzoni. Algunas piezas son muy valiosas, estoy segura.
Encogiéndose de hombros, Maria Domenica se imaginó envejeciendo rodeada de aquel museo de muebles gigantescos, limpiándoles el polvo hasta exhalar el último suspiro. Como si acabara de leer sus pensamientos, Elena sonrió generosamente.
—Por supuesto, algún día todos serán tuyos y de Marco, cara.
Fuera sonó el portazo de un coche y se oyó la voz de Gino diciendo de forma apremiante:
—Levántate, cretino, levántate. —Se oyó el sonido de unos pies arrastrándose, una risita aguda y luego Gino asomó su cabeza calva y grande por la puerta—. Tendrás que venir y ayudarme a meterlo en casa —dijo sonriendo con afectación—. No sé qué le pasa al muchacho. Debe de haberse tomado un vaso de vino en mal estado.
Entre los dos consiguieron llevar a Marco a la casita, medio en volandas y medio a rastras, y tumbarlo en la cama de cualquier manera. Maria Domenica dio las buenas noches a sus suegros, desnudó el cuerpo delgado de su marido y le echó por encima una de las sábanas de lino con las iniciales grabadas.
—Agua. Necesito un vaso de agua —le dijo Marco cuando ella se disponía a salir de la habitación.
—Vale, un minuto. Tengo que ir a ver a la niña.
—Deprisa, tengo sed.
Cuando volvió con el vaso lleno y se lo tendió, Maria Domenica notó que la mano de Marco se deslizaba por sus piernas. La agarró con una fuerza sorprendente.
—Ven a la cama —le ordenó.
—Sí, dentro de un rato.
—No, ven a la cama ahora.
Marco tiró de Maria Domenica hasta hacerla caer encima de él, y el vaso de agua salió disparado de su mano y se estampó contra la mesita de noche.
—No, suéltame. —Ella intentó resistirse, golpeando su hombro huesudo con los puños, pero él la puso boca arriba con facilidad y se tumbó encima de ella.
—Cállate —le dijo.
—Marco, ahora no. No quiero hacerlo ahora.
—Tenía que casarme con la frígida de las hermanas Carrozza —dijo con amargura cogiendo un mechón del largo pelo moreno de Maria Domenica y tirando bruscamente de él—. Apuesto a que tu hermana Rosaria no le diría lloriqueando a su marido «Ahora no» si quisiera hacer el amor con ella.
Un leve sollozo escapó de los labios de Maria Domenica.
—Esto no es hacer el amor, Marco —le dijo.
Pero él no estaba escuchando. Le levantó la falda del vestido de flores y desgarró su ropa interior. Agarrándole el brazo rudamente con una mano, la penetró y empezó a embestirla. Le echó en la cara su cálido aliento, que desprendía un olor acre a vinagre del vino rancio, y las gotas de sudor de su frente caliente cayeron sobre la piel de ella.
Maria Domenica mantuvo los ojos muy abiertos y esperó a que el rostro encendido de Marco se crispara con el placer del orgasmo. Le pareció que aquella noche tardaba una eternidad. Pero finalmente los ojos le saltaron de las órbitas; a continuación arrugó el entrecejo, frunció los labios y gruñó. Había terminado. Se tumbó boca arriba sobre las sábanas y se limpió con la esquina de su vestido.
—Mierda, mañana voy a tener resaca —le dijo—. Ese puñetero vino de tu madre es muy fuerte.
—Te traeré otro vaso de agua —contestó ella—. El otro se ha derramado.