Maria Domenica procuró no mirar ni a la izquierda ni a la derecha mientras caminaba pesadamente por las polvorientas calles. Pasó despacio por delante de la única iglesia de San Giulio sin levantar los ojos hacia su fachada blanca desconchada; poco después, pasó frente al pequeño puesto de limonada en la esquina de la plaza sin dirigir una mirada a Gina Rossi, que asomaba su cara de sorpresa por detrás de sus guirnaldas de limones. Apretó el paso al oler el dulce aroma a pan de la pasticceria y el penetrante olor a metal de la carnicería. Con la vista clavada en las losas agrietadas que había bajo sus pies, el largo pelo moreno derramándose sobre su cara y sus flacos hombros caídos, pasó desapercibida por el viejo y sucio pueblo.
Una palabra la perseguía en cada callejón: «Embarazada, embarazada, embarazada».
De repente una voz familiar gritó:
—¡Maria Domenica!
Ella alargó el paso.
—¡Maria Domenica! No corras tanto. Soy yo, tía Lucia. Párate y deja que te alcance.
Los tacones de aguja de su tía resonaban insistentemente sobre la acera.
Maria Domenica se dio la vuelta de mala gana para darle la cara.
—Ciao, Lucia —dijo con firmeza—. Ciao, Gabriella —añadió dirigiéndose a su prima, que la miraba con los ojos como platos tres pasos por detrás.
—Vaya… —Lucia se recreó mirándola de arriba abajo, con sus prietos rizos rubios bamboleándose de la emoción—. Vaya, mírate.
—Estoy de ocho meses —dijo Maria Domenica.
—Ya veo. —Lucia arqueó las cejas.
—Qué alegría verte otra vez en San Giulio, ¿verdad, mamma? —Gabriella sonreía maliciosamente—. Pero ¿dónde está tu marido? ¿Ha venido contigo?
—No hay marido, Gabriella. Solo yo. —Se dio un golpecito en la barriga hinchada—. Y esto.
—¿Y adónde vas a ir? —preguntó Lucia—. No puedes ir a tu casa. Tu padre se pondría como loco. Le romperías el corazón a tu madre. Maria Domenica, ¿qué vas a hacer?
Todo el pueblo estaba ya murmurando. Las mujeres vestidas de negro, con las cestas de la compra en sus robustos brazos, se dirigían lentamente hacia ella, ansiosas por no perderse detalle. El viejo Luciano, el tonto del pueblo, pasó tambaleándose peligrosamente en su bicicleta oxidada, conduciendo de mala manera con una mano y agarrando con la otra la mazorca de maíz que había estado mordisqueando.
—Puttana —gritó animadamente, salpicando a Maria Domenica con una lluvia de granos de maíz y saliva.
Lucia la cogió del hombro.
—Esto es absurdo. Vamos a sacarte de la calle. Ven a nuestra casa; allí nos sentaremos a pensar sobre ello como es debido. Gabriella, coge su maleta. Vamos, deprisa.
Maria Domenica intentó oponerse, pero la imagen del rostro triste de su padre se había instalado en su cabeza desde hacía meses y se hacía más nítida cada segundo que pasaba. De modo que dejó que su tía se la llevara de la calle a empujones, la hiciera atravesar el suelo liso del vestíbulo y la metiera en el pequeño y sofocante ascensor hasta llegar a su apartamento del cuarto piso. Todo relucía en el interior. Su madre siempre bromeaba diciendo que Lucia seguía a sus visitas con un trapo y se dedicaba a limpiar las huellas dactilares de los pomos de latón de las puertas, lo cual no parecía muy alejado de la realidad.
Su casa era como un palacio con el suelo de mármol brillante y bonitas arañas de cristal que lanzaban destellos desde el alto techo. Olía a bolas de naftalina y a la cera que Lucia frotaba amorosamente cada día sobre sus muebles de roble. Estaba bien casada con un hombre que trabajaba para el ayuntamiento y al que le gustaba rodearse solo de lo mejor.
Lucia dio un empujón a Maria Domenica con su mano bien cuidada y la condujo a la cocina, que era más estrecha que la de la granja y estaba equipada con los más modernos electrodomésticos. Hizo que se sentara en una silla y se puso en cuclillas enfrente de ella. Sosteniendo el rostro de su sobrina entre sus tersas manos, le preguntó con suavidad:
—¿Quién es el padre?
Silencio.
—Tienes que decírmelo, cara. ¿Quién es? —Su voz comenzaba a subir de volumen—. ¿Es Marco?
Sonoras carcajadas.
—¿Y bien?
No, no es Marco. Claro que no. Le he visto dos veces en Roma y apenas he intercambiado una palabra con él. Es un chico que conocí, Lucia. Tú no lo conoces. Se ha marchado y no sé dónde está.
—Se puede localizar a cualquier persona —dijo Lucia—. ¿Quieres encontrarlo?
—No serviría de nada.
—¿Le quieres?
—Sí, por supuesto.
—¿Y él te quiere a ti?
—Está claro que no.
Unos golpecitos en la puerta de la entrada interrumpieron su conversación. Gabriella se marchó de mala gana a responder. Regresó con un vaso alto en la mano lleno de una turbia limonada casera.
—Gina Rossi te manda esto. Le pareció que estabas cansada cuando pasaste por delante de su puesto.
Maria Domenica la aceptó agradecida y dio un sorbo a la ácida bebida.
—Está buena —le dijo a Gabriella—. Gracias.
Pero volvieron a llamar a la gran puerta de madera pulida y Gabriella fue otra vez a abrir.
Esta vez volvió con una bolsita de papel con biscotti.
—Stefano, el de la panadería, ha pensado que a lo mejor te apetecía hincarle el diente a algo —explicó—. Todo el mundo está preocupado por ti.
La tercera llamada a la puerta no era otra muestra de preocupación, Esta vez era Rosaria; estaba más delgada, más acicalada y más elegante que la Rosaria que había dejado hacía doce meses. Y también más furiosa.
—Si es niño, ¿lo llamarás Marco? —le espetó.
—¿Cómo has sabido que estaba aquí? —preguntó Maria Domenica.
—Por el teléfono. No ha dejado de sonar desde que has bajado del autobús.
—¿Tenéis teléfono?
—La vida no se ha interrumpido porque nos hayas dejado, Maria Domenica. Las cosas han cambiado.
—¿Sabe mamma lo de…? —Sus ojos descendieron a su prominente barriga.
—Es ella quien me manda. —Rosaria se mostraba desdeñosa—. Ha dicho que no te molestes en volver a casa. No hasta que tu marido esté contigo.
—¿No puedo ir a casa?
—No, no puedes.
—¿Y papá?
—No está aquí.
—¿Lo sabe él?
—Todo el mundo lo sabe, Maria Domenica. El pueblo entero lo sabe.
Rosaria se giró suavemente y se marchó. Maria Domenica oyó el golpe de la puerta principal pero no trató de hacer volver a su hermana. ¿Qué sentido tenía?
Las palabras de Lucia fueron más agradables. Pese a sus rizos teñidos de rubio platino, las joyas de oro que colgaban de sus brazos y orejas, y las capas de rímel que oscurecían sus pestañas, tenía buen corazón y un carácter generoso. Maria Domenica podría quedarse con ella de momento. Tendría que compartir cama con sus primas, lo cual estaría bien durante una o dos semanas, pero a partir de entonces debería buscar otra salida.
—¿Tienes dinero? —le preguntó Lucia.
—No, la verdad es que no. Estuve trabajando de camarera en un restaurante cerca de la plaza de España, pero me despidieron cuando empezó a notarse que estaba embarazada. Desde entonces he estado viviendo de mis ahorros. No me queda mucho. Por eso he vuelto a casa. No tenía otro sitio adónde ir. No sabía qué otra cosa hacer.
Lucia le acarició el pelo.
—Entonces solo te queda una opción —dijo en voz queda.
—¿Qué? —Había cierta esperanza en la voz de Maria Domenica.
—Tendrás que ir con las monjas. Ellas cuidarán de ti hasta que tengas al niño y luego le buscarán un hogar.
—No.
—Hay parejas encantadoras que no pueden tener hijos. Les darías una alegría. Después serías libre para seguir con tu vida. Aquí no. No puedes quedarte aquí, los rumores te matarían. Pero tal vez en Nápoles o en Roma.
—No pienso entregar a mi bebé.
—No tienes otra opción, Maria Domenica. No veo que tengas ninguna otra alternativa.
La puerta de la entrada se volvió a cerrar de golpe y Rosaria apareció otra vez en la puerta de la cocina. Ahora su rostro mostraba rencor.
—Me has preguntado por papá —dijo, encendiendo un cigarrillo con cierto aire desafiante—. Pues no está en San Giulio. Cuando se enteró de la noticia no dijo nada, simplemente se metió en el camión y se marchó. Mamma dice que ha ido a Roma. Traerá a Marco con él y entonces se celebrará la boda.
Estuvieron hablando hasta altas horas de la noche, dándole vueltas a lo mismo. Ahora que Marco iba a volver a casa, Maria Domenica cayó en la cuenta de que podía elegir. Podía renunciar a su bebé y conservar su libertad. O renunciar a su libertad y conservar a su bebé.
—No puedo hacer ninguna de las dos cosas —le dijo desesperadamente a su tía—. No puedo casarme con Marco. No me gusta. Y él me odiará por obligarle a casarse conmigo cuando sabe perfectamente que el niño no es suyo.
Lucia suspiró. Sus hijas y su marido se habían ido a la cama hacía horas. Le dolía la cabeza y estaba deseando echarse. Aquello podía durar toda la noche y se le estaba agotando la paciencia.
—Párate a pensar un momento —le dijo a su sobrina—. Nadie creerá a Marco cuando diga que no es el padre. Como mínimo ha dejado a una chica embarazada, ¿verdad? Es una oveja descarriada. Le harás un favor si te casas con él. Entonces se verá obligado a sentar la cabeza, ¿no crees? Su madre también estará encantada. Ella no lo admitirá nunca, pero ha estado muy preocupada por él todo este tiempo, y si os casáis lo tendrá otra vez en casa. Y además, tendrá un nieto al que mimar.
—No le quiero.
—Tú querías al otro, ¿verdad? Pero ya ves de qué te ha servido. Si quieres quedarte con el bebé, tienes que encontrarle un padre. Consúltalo con la almohada, Maria Domenica. Puede que veas las cosas más claras por la mañana.
Maria Domenica no pudo dormir. Se quedó en la ordenada cocina de Lucia con la cabeza apoyada en el frío tablero de la mesa, notando cómo su bebé daba fuertes patadas dentro de ella. Cuando salió el sol ya había tomado una decisión. Rosaria tenía razón. Habría boda.