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Pepina tenía miedo de que se acabara el pan. Las estanterías del gran aparador de madera siempre crujían bajo el peso de unas hogazas de pan duras y gruesas que habrían partido los dientes a cualquiera que no se hubiera criado con mendrugos duros, Y a pesar de ello, todas las mañanas Maria Domenica tenía que levantarse muy temprano y hacer más pan con su madre.

—Mientras haya pan en estas estanterías, no tendremos el estómago vacío —decía Pepina sin falta cada día, mientras sacaban el gran saco de harina y encendían el horno. Nunca se fijaba en si su hija mayor soltaba un suspiro o lanzaba una mirada a la fila de hogazas que habían hecho el día anterior.

Trabajaban codo con codo en la larga mesa de la cocina mientras salía el sol y las gallinas cloqueaban a su alrededor. Amasaban encorvadas la masa amarilla y compacta con sus fuertes dedos. Y mientras trabajaban, hablaban. Bueno, lo cierto es que esa mañana la que hablaba era Pepina; Maria Domenica fantaseaba con una vida distinta fuera de las desconchadas paredes de la casa familiar.

La cocina era el lugar donde madre e hija pasaban gran parte del día. Una mesa de pino, gastada tras décadas de uso por la señora Carrozza, ocupaba casi por completo aquel espacio; las ventanas miraban al huerto, donde solían cavar con el frescor de la mañana y a media tarde, y también a los melocotoneros que se extendían por delante y por detrás de ellas.

Aquella era la parte original de la casa: las paredes se habían construido para que duraran y el suelo estaba empedrado. Pero al abrir la puerta que daba a los dormitorios, todo se volvía tortuoso y caótico. Aquí había un marco de una puerta sacado de un solar que había calle arriba, y allí el alféizar de una ventana que el padre de Erminio había clavado con viejos trozos de madera. Las paredes se combaban hacia dentro, el techo estaba inclinado y Pepina vivía con miedo a lo que ocurriría si se producía un terremoto. Encima de cada cama había un cuadro de Nuestra Señora colgado en la pared y una imagen de Jesús en la cruz; siempre que se acordaba, Pepina les rezaba para que mantuvieran los deteriorados muros en pie.

Las habitaciones, añadidas a la casa cada vez que nacía un niño, solo servían para dormir en ellas. Durante el día la vida familiar giraba en torno a la cocina, donde comenzaba la jornada con la preparación del pan.

Maria Domenica se encargaba de mezclar el azúcar y la levadura con agua tibia y luego lo dejaba reposar hasta que salía espuma. Cuando las hogazas redondas y planas que había preparado su madre estaban en el horno caliente, ella las rociaba con agua para que la corteza tardase varios días en ponerse dura. No era una tarea que pudiera hacerse deprisa y corriendo, y a menudo pasaba media mañana antes de que madre e hija pudieran mirar satisfechas cómo el pan caliente se enfriaba en el estante de metal que había encima del horno.

Pepina tenía las manos endurecidas y llenas de callos por los muchos años de trabajo, y los hombros rígidos por las horas que había pasado inclinada sobre la mesa de la cocina, pero a pesar de todo no parecía descontenta. Cada mañana saludaba a su hija con una sonrisa y charlaba y reía durante la larga jornada de trabajo.

—No me malinterpretes, te voy a echar de menos —le estaba diciendo en ese momento mientras trabajaba la masa—. Eres una buena ayudante, Maria Domenica. Siempre has sido una buena chica. Pero Rosaria podrá encargarse de tu trabajo cuando te marches. Ya va siendo hora de que esa muchacha tenga un poco más de disciplina.

Las palabras de su madre devolvieron de golpe a Maria Domenica a la realidad.

—¿Marcharme, mamma? ¿Adónde voy a ir? No he dicho que vaya a irme a ninguna parte.

Scema! ¿Has oído algo de lo que acabo de decir? —Pepina dejó la masa en un lugar al sol y, tras cubrirla con un paño húmedo, la dejó para que subiera—. Tienes dieciséis años. A esa edad yo ya estaba comprometida con tu padre. Y Marco Manzoni es un buen chico. Tal vez un poco engreído, pero hoy en día todos los jóvenes parecen obsesionados con la ropa y el peinado. Elena y yo pensamos que tú y Marco os llevaréis bien.

—Pero mamma, yo no quiero estar con Marco Manzoni. —Los dedos de Maria Domenica se detuvieron y se hundieron en la masa harinosa—. Y él no quiere estar conmigo. Creo que tiene otros planes.

—Oh, planes. Estoy segura de que tiene montones de planes. Marco es un chico listo. Y nadie está diciendo que tengáis que precipitaros. Tomaos un tiempo para conoceros el uno al otro. Elena me ha pedido que te deje ir a comer con su familia un día de estos. Por lo que tengo entendido, no es muy buena cocinera, así que quizá sería mejor que comieras un poco de pan y queso antes de ir. ¿Sabes una cosa, Maria Domenica? Creo que deberíamos hacer una hogaza de más. Detesto quedarme sin pan.

Tras lanzar una mirada de desesperación hacia los estantes llenos, Maria Domenica echó otro montón de harina sobre la mesa, formó un pozo en medio y lo llenó con agua fermentada. Cuando empezó a hacer la mezcla, Rosaria abrió la puerta de su cuarto con cara de sueño. Tenía el pelo moreno revuelto y la piel tan cubierta de sudor que su camisón se pegaba a Ias curvas de su generoso y joven cuerpo.

—Qué calor hace hoy —dijo, bostezando—. Mamma, ¿puedo ir a la playa esta tarde?

Cada verano, la hermana de Pepina, Lucia, alquilaba una pequeña cabaña en una zona próxima a la playa, conocida como La Sabbia D’Oro, y la mayoría de los asfixiantes días de julio y agosto ella y sus dos hijas se daban prisa en hacer sus tareas por la mañana y pasaban la tarde relajándose junto al mar y poniéndose morenas.

Pero la familia de Lucia vivía en un pequeño apartamento en el centro de la ciudad. A ellas limpiar la casa y hacer la compra apenas les llevaba tiempo. Sin embargo, en la granja de Pepina, situada en el polvoriento campo de las afueras de San Giulio, había un montón de faena que hacer y raro era el día que sus hijas acababan a tiempo para poder reunirse con sus primas en la arena de la playa.

—¿La playa? Hoy no, Rosaria. Puedes ayudar a tu hermana a terminar el pan. Y luego quiero que hagas ñoquis por si tu padre vuelve a casa esta noche.

—Sí, pero…

—Y cuando hayas acabado, te espera un montón de ropa sucia que lavar.

—Pero mamma, este año los Manzoni han alquilado la cabaña en La Sabbia D’Oro. Hoy estarán allí. —Rosaria lanzó una mirada maliciosa a su hermana—. Le dije a Marco que Maria Domenica y yo haríamos una bandeja grande de canelones y que se los llevaríamos para comer. Se lo prometí.

—Pues si querías hacer unos canelones decentes, deberías haberte levantado una hora antes, perezosa. —Pepina ya estaba armando un gran estrépito intentando dar con una bandeja adecuada para los canelones de Marco—. Deprisa, vístete mientras nosotras empezamos.

Una mirada triunfal relució brevemente en los ojillos negros de Rosaria. Normalmente no conseguía salirse con la suya con tanta rapidez y facilidad, pero su madre estaba dispuesta a cualquier cosa con tal de juntar a su hermana mayor con Marco. Después de todo, hoy iba a ser un buen día: una tarde en la playa y un gran plato de los deliciosos canelones de su mamma para comer. ¿Y quién sabe? Tal vez Marco estuviera allí de verdad.

Mientras que a ella le encantaba el mar, a Maria Domenica le horrorizaba la playa. Sus primas conocían a todo el mundo en La Sabbia D’Oro. Llevaban yendo allí desde que eran niñas. Ahora eran unas adolescentes bronceadas y seguras de sí mismas. Mientras ellas reían e intercambiaban cotilleos y bocados de comida con sus amigas, Maria Domenica estiraba su cuerpo flacucho y falto de sol en la arena, tratando de no parecer tan extraña como en realidad se sentía.

Rosaria tenía razón. Hacía calor, un calor abrasador. Por un segundo, Maria Domenica sintió la tentación de buscar su bañador viejo y desteñido y enfrentarse a la playa. Pero tenía en mente otros planes más importantes, y si jugaba bien sus cartas, hoy podía ser el día en que los pusiera en marcha. Lo primero que tenía que hacer era quitarse de encima a su mamma y al resto de sus hermanos durante unas horas.

Había observado durante años cómo Rosaria manipulaba a su madre.

Mamma, ¿por qué no vienes tú también a la playa? —dijo en una voz lo suficientemente fuerte para que llegara hasta el huerto donde Pepina estaba cogiendo tomates maduros para la salsa de los canelones, y lo suficientemente alto para que resonara por el pasillo y las habitaciones donde su hermano y sus hermanas se estaban despertando—. Podríamos llevarnos a los niños y pasar allí el día. ¿Qué te parece?

Sus palabras surtieron el efecto deseado. En pocos segundos, un enjambre de niños ruidosos rodeaba a su madre. Rosaria se echó a reír mientras los perros ladraban y unas vocecillas entonaban insistentemente: «Playa, playa, playa».

Maria Domenica esperó a que su madre estuviera ocupada tratando de meter bandejas de comida en el coche y colocando a los niños para contarle la primera gran mentira de su vida.

Mientras se frotaba la barriga, dijo:

Mamma, tengo calambres. Creo que me va a venir la regla. ¿Te importa si no voy a la playa?

—Pero Maria Domenica, el caso es que… estás pálida.

—No me siento bien, nada bien.

Minutos más tarde, mientras observaba la nube de polvo que levantaba el coche de su madre camino de la playa, Maria Domenica efectivamente sintió algo. Pero no eran calambres, sino un leve escalofrío de emoción.