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Axel se preparaba para subir en Boris, el corcel que lo había llevado al lugar. En aquel momento Muralla, el trol ceniciento, le decía:
—Axel, te quería decir que… me ausentaré. Haré un viaje.
Axel desistió incluso de subir en el corcel.
—¡Eh! ¿Estás hablando de aquel compromiso?
—Sí.
—Por lo visto no me dirás a dónde vas.
—Es un viaje personal. Debo hacerlo solo.
Axel asintió.
—Tienes razón. A final de cuentas nunca tomaste vacaciones, ¿no es verdad? Y no imagino cómo debe ser una playa con bellas trols con poca ropa, pero debe ser una bella visión para ti, ¿no?
El trol pareció sonreír.
—¿Sabes?, me gustaría agradecerte todo. Si no fuera por ti, aún sería esclavo en las arenas de Metropólitan y juzgado por mi apariencia por los humanos. Tú me diste libertad y dignidad. Y si fuera preciso sería capaz de dar mi vida para probar mi gratitud.
—Amigo, soy yo el que debe agradecer cada segundo en el que tu amistad me enseñó cómo cambiar al mundo. Pues si dos especies coexisten en amistad sincera, ¿quién puede detener el amor incondicional cantado por Merlín?
—A pesar de ser tu siervo, me gusta pensar en ti como amigo, Axel.
—¡Nunca fuiste mi siervo, Muralla! Siempre fuiste mi mejor amigo.
El trol apretó con todo cuidado la mano del príncipe, para no aplastarle los dedos. Y aún así el apretón de manos resultó fuerte.
—¡Está bien, dame un abrazo antes de que llore! —dijo Axel, sonriente.
Y un trol de dos metros y medio de altura abrazó a un ser humano que poseía un espíritu de su tamaño.
—Nos veremos pronto —dijo Axel.
—Así espero merecerlo.
Y el trol Muralla se fue.
Aquella sería la última vez que Axel Branford vería al trol ceniciento Muralla aún vivo.