4
Axel se levantó en el quinto día de aquella semana, el último, y se miró al espejo, en busca de un campeón o un derrotado. El príncipe vio su propio reflejo moviéndose como él y no comprendió la respuesta. Al menos, algo dentro de él comenzaba a latir cerca de las entrañas, implorando por esa respuesta.
Y aquello era bueno.
Temblaba ese día. De excitación, de nervios, de preocupación. Temblaba incluso de miedo. Pero no del que paraliza, sino de aquel que obliga a seguir de frente. A hacerlo con cautela, incluso con temor, pero sin jamás mirar atrás. Miedo, pero no el que aprisiona, sino aquel que libera.
Tal era el temor que Axel Branford sintió al inicio de la jornada.
Muralla llamó a la puerta y entró en el cuarto:
—Axel, es hora de que comencemos.
Axel seguía de pie, mirándose al espejo y temblando con el puño cerrado.
—Lo sé. No dormí anoche.
—Ni yo —respondió el trol.
—Tú eres un trol, Muralla, Puedes quedarte despierto durante cuarenta y ocho horas y luego dormir veinticuatro. Yo debo descansar todos los días.
—Pero hoy no es un día como los demás.
—Sí, tal vez hoy se permita una excepción.
Muralla se le aproximó y Axel podría haber jurado que cada día que pasaba aquel trol se parecía más a un humano. No sólo era la manera de hablar y expresarse, sino también la forma de comprender el pensamiento humano. Los humanos y los trols pensaban la vida de modo muy distinto, pero en el caso de ese trol aquello no parecía tan axiomático.
—Saldrás bien.
Axel miró a su guardaespaldas, inmenso y pesado, de pie cerca de él, y detrás del rostro bestial de una especie nacida para la guerra reconoció lo más cercano a una expresión de ternura. Era el gesto de un ser bestial que había comprendido que los humanos, en determinadas situaciones, no necesitan de alguien que los impulse en la guerra, sino que sólo les recuerde que no están solos y que existe un apoyo alrededor.
—Gracias —dijo el príncipe y guardó silencio.
—No hay nada que agradecer, amigo.
Axel sintió que algo dentro de sí pulsaba aún más fuerte. «Amigo». Él mismo, Axel Branford, había utilizado la expresión varias veces para referirse al trol. Pero aquella era la primera vez que Muralla se refería a él así. No como un protegido, un contratante, un gobernador ni un señor.
Como un amigo.
Fue la primera vez que Axel advirtió que su mejor amigo era un ser que ni siquiera era humano. Y que si dos especies del todo distintas son capaz de comprenderse, respetar sus culturas e incluso mezclarlas de modo que una enriquezca a la otra sin sobrepasarla, todavía habría mucho por qué luchar en el mundo.
Que Minotaurus se preparara entonces para enfrentar a Arzallum.
En una taberna en el centro de Andreanne, la Guardia Real debió correr a toda prisa e intervenir en una bronca innecesaria que afectó a algunos inocentes. Los fanáticos de Minotaurus comenzaron a cantar a gritos su himno en el local y el bardo Luis Dantas les pidió que bajaran el tono, ya que pugilistas como Radamisto necesitaban dormir.
El zafarrancho entre arzallinos y minotaurinos duró quince minutos, hasta que la Guardia Real llegó al lugar. La taberna El Cuello de Oro resultó devastada y su tabernero lloraba sin saber cómo reconstruirla.
El rey Anisio mandó avisar que Arzallum pagaría todas las reformas y que en un futuro se las cobraría a Minotaurus.
Durante toda esa semana, la atención del mercado montado alrededor de la Arena de Vidrio se enfocó en la cantidad de siervos reales que trabajaba en el lugar… comandada por gnomos. Estos cargaban madera y vidrio, mientras se escuchaba el estruendo de martillazos y marrazos de todo tipo. A saber qué más eran aquellos ruidos de lo que sea que estuvieran construyendo allá adentro.
Era obvio que esa curiosidad sólo agregaba combustible al barril de pólvora que ya era Andreanne.
Las personas compraban y exhibían fajas con el nombre Branford. Las muchachas pedían a los artistas que les pintaran el rostro de Axel en sus blusas. Los señores pedían lo mismo respecto de la bandera de Arzallum. Las conversaciones en las calles eran siempre sobre los mismos temas, incluyendo la velocidad de Axel en comparación con la fuerza de Radamisto, sobre el golpe de derecha de cada uno, sobre la guardia más abierta, sobre cómo la diferencia de tamaño interferiría en la intensidad y la precisión de un golpe decisivo.
Hombres de distintos linajes y diversos lenguajes parecían comprenderse como por arte de magia, y más que eso, el asunto parecía gustarles. Aunque sus representantes hubieran sucumbido en el torneo, aún así permanecían allí dispuestos a conocer al gran campeón y a divulgar en sus naciones su propia versión respecto de cómo había sido el último combate entre los dos mejores del mundo.
Cada vez que escuchaba comentarios como esos, el gnomo barón Rumpelstiltskin sonreía y pensaba, satisfecho consigo mismo, que, a partir de aquel glorioso día, después de que ellos hicieran historia en aquella arena, todas las versiones sobre la Gran Final del Puño de Hierro serían una sola.
William Gamewell se llevó un susto cuando Axel Branford entró en su cuarto en el Hospital Real de Andreanne. Había escuchado murmullos que se volvieron algarabía y corrían en dirección a su cuarto, y vio a un príncipe entrar protegido por un trol que lo libraba de las manos de enfermeras e incluso de enfermos que, de repente, parecían haberse curado ante el simple rumor de una posible presencia del príncipe en los corredores.
—Parece que las cosas andan agitadas por aquí… —dijo Axel, sudando.
—¿Qué haces aquí, loco? —preguntó William, acostado en una cama grande, con una manta humedecida con agua helada en el rostro.
—Vine a ver cómo estás.
—¿Acaso te convertiste en mi novia?
—Estás lejos de ser mi tipo. Además, bien que extraño a la mía…
—¿Quieres cambiar de lugar? Si te parece bien, yo lucho en la Gran Final mientras que tú la visitas.
—Es obvio que no. ¡Ya vimos lo que Radamisto es capaz de hacer con tu cara en el cuadrilátero!
Los dos pugilistas comenzaron a reír solos. Muralla, que los observaba en silencio desde la puerta, no comprendía aún por qué motivo, muchas veces, los humanos se carcajeaban de su propia desgracia.
—Radamisto me envidia —dijo William— porque yo soy más guapo.
—Gran comparación. Hasta Muralla es más guapo que él.
Ambos volvieron a reír con ganas. Muralla seguía con la misma opinión sobre los humanos.
—En serio, Axel, dime, ¿cuál es el motivo real de que vengas a admirar mi cara aporreada antes de que entre al cuadrilátero hoy?
Axel no titubeó:
—Porque quiero que me cuentes cómo es la sensación de perder contra él.
Las risotadas de William pararon de inmediato y puso una expresión seria. Esta vez Muralla creyó entender por qué.
—Me estás pidiendo algo difícil.
—Sí, pero creo que la recompensa será valiosa.
—¿Y qué ganaría yo a cambio?
—Si todo diera resultado, te describiría con todo detalle cómo es la sensación de ganar.
William esbozó una sonrisa sin mostrar los dientes, a medio camino entre una risa y una carcajada. Muralla no supo qué pensar.
Ese día, Ariane no quería saber de magias ni de rituales ni de libros, cualquiera que fuera su color. Ese día Ariane sólo quería saber de su héroe. Por eso, cuando encontró a su amiga y profesora, tomó sus manos, comenzó a jalarla y a lanzar grititos sin parar:
—¡Aaahhh! ¡Es hoy, es hoy! ¡Hoy él enfrentará a ese blanquecino cascarrabias, ojalá-que-pierda-y-feo!
—Sí, ni me digas —respondió María Hanson sin tanto entusiasmo.
—¡María, estás un poco baja hoy! ¿Oíste lo que dije? ¡Es la finaaal! Lo repetiré: ¡Axel está en la finaaal del Puño de Hierro! —Ariane comenzó a sacudir a María por los brazos, como si todo lo que esta necesitara fuera un choque eléctrico.
—Ya lo sé, Ariane. Y estoy suficientemente nerviosa.
Ariane frunció la frente, sin saber si aquello había sido sólo un comentario o un reproche.
—María, ¿estás bien?
—Sí. Lo estoy —se esforzó por mentir.
—Pero verás a Axel luchar, ¿no?
—No sé.
Ariane se sintió conmocionada.
—¿Cómo que no sabes? ¡Es tu novio el que luchará, María! Si fuera el mío…
Y Ariane calló. María la miró a la espera de que terminara la frase. En realidad, desafiándola a terminarla.
—María, ¿ocurre algo en tu familia?
—¿Cómo que «algo»? —preguntó ella, desconfiada.
—Algo serio.
María dudó, pensando si debía revelar sus problemas personales a Ariane Narin o no. Ante la indecisión, la chica no perdonó:
—¡María, cuando tuve problemas serios y me preguntaste qué pasaba, te conté! ¡No quería contarle a nadie, pero te lo conté a ti! ¿Y sabes por qué? ¡Porque me dijiste que eras mi amiga! Y que también eras mi profesora. Y que si no confiaba en ti, ¿entonces en quién confiaría? —María Hanson suspiró. Ariane continuó—: ¡Ahora es mi turno de hacer la misma pregunta! Si tienes problemas y no me quieres contar para que yo entienda qué ocurre e intente ayudarte, ¿entonces qué tipo de amistad llevamos? —María suspiró otra vez—. Y si no confías en mí, que te amo como si fueras mi hermana mayor, ¿entonces en quién lo harás? ¿Eh? ¡Responde ahora, pero dame una respuesta válida!
María asintió con la cabeza y se decidió. Era impresionante ese algo más que latía en aquella niña. Como si esa niña tuviera una energía capaz de esparcirse por la esfera humana. Era un hecho, una verdad inevitable. No sabía explicar bien el motivo, pero resultaba imposible negarle algo durante mucho tiempo a Ariane Narin.
Blanca Corazón de Nieve aún estaba cepillando sus cabellos en su aposento cuando tocaron dos veces a la puerta y entraron.
La princesa sonrió, imaginando que se trataba de Anisio Branford. Su sonrisa desapareció de inmediato cuando se dio cuenta de que no era él.
João Hanson se volvió hacia su amigo y preguntó sin rodeos:
—Andreos, sabes quién fue, ¿no?
—¿Qué sé, João?
—Quién besó a Ariane antes de mí —una pausa—. Lo sabes, ¿no?
—João… —La expresión de Andreos era de congoja.
—Respóndeme.
—João…
—¡Respóndeme!
Andreos comenzó a hacer muecas con los labios unidos, ladeó la cabeza y dijo:
—Sí, yo sé.
—¿Qué quieres? —preguntó la princesa, con expresión malhumorada. La imagen de la otra persona se reflejaba en el espejo ante el cual se había estado cepillando.
—Negociar.
La otra voz provenía de la condesa Helena Bravaria.
—Dime quién fue, Andreos —lo apremió João Hanson—. ¡Por el amor del Creador, dime quién fue! ¡Ahora!
—¿Qué esperas de mí, oportunista aprovechada?
La condesa sonrió. Arrancó el cepillo de la mano de Blanca y ella misma comenzó a pasarlo por los cabellos de la princesa mientras decía con voz siniestra:
—Ser tu madrastra.
—¡Eh, João, espera! —imploró Andreos—. ¿A dónde vas, hombre?
—A partirle la cara a ese sujeto.
Blanca observaba el reflejo de la mujer en la plata del espejo.
—¿Y por qué piensas que estaré de acuerdo con eso?
—Porque envenené a tu padre.
Andreos estaba asustado, con los ojos desorbitados y el corazón en la boca, cuando vio a João Hanson tomar una respetable navaja muy bien afilada y, bueno…
—João, ¿qué crees que haces?
—Mantente fuera de esto, Andreos. Quiero ver quién me dirá Joãocito otra vez…
—¿Por qué haces esto?
—Porque a esto me dedico desde hace más de quinientos años, querida…
Blanca Corazón de Nieve no olvidaba la imagen de aquella maldita bruja en su espejo.
Lo intentaba.
Pero no lo lograba.
El muchacho caminaba bien vestido, con un costoso sombrero en la cabeza, sonriendo, acompañado de un grupo de tres jóvenes más, que acababan de lanzarle huevos a algún mendigo en el puerto. Y mientras caminaban riendo y conversando al respecto, escucharon una voz gruesa que decía:
—¡Eh, Paulo!
El chico de rico origen sintió que una mano sujetaba su camisa y aquello despertó su ira. El problema fue que en seguida escuchó un ¡bam! y sintió que la mandíbula le temblaba. Cayó en el suelo con la boca sangrando, y con su propia sangre manchó su costosa camisa.
—¿Te volviste loco acaso, so…?
Paulo Costard se detuvo, boquiabierto. Frente a él estaba João Hanson y, desde aquel ángulo, de abajo hacia arriba, se veía aún más imponente. No era el João Hanson de antes, sino un adolescente que parecía dos veces más grande que el año anterior, con una masa muscular más considerable y, aún más, sin los cabellos que le valían el apodo maldiciente.
Un João Hanson con la cabeza afeitada a navaja.
Y con una rabia en la mirada que daba miedo contemplarlo.
—¿Qué quieres, Hanson? —preguntó el muchacho.
Continuaba sangrando de la boca, pero a él ya no parecía importarle tanto la suciedad acumulada en su camisa.
—Romperte la cara.
Paulo miró hacia sus tres compañeros, con la esperanza de que alguno tomara partido y lo defendiera. En circunstancias normales lo habrían hecho.
—¿Alguien desea correr la misma suerte que él? —les preguntó João Hanson.
Ninguno de ellos se atrevió a decir una palabra.
—¿Hombre, pero cuál es tu problema, Hanson? —dijo Paulo, mientras se levantaba y se apoyaba en la pared—. No te has olvidado de aquel día en el torneo, ¿es eso? ¡Hombre, aquello fue sólo una broma!
—Entonces considera esto una broma también.
Y se escuchó otro ¡bam!
El muchacho volvió al suelo.
—¿Estás loco? ¡Mi padre es rico, imbécil! ¡Rico! Y acabará con el tuyo antes incluso de que…
¡Bam! ¡Bam! ¡Bam!
—¡Nunca más te meterás con el nombre de mi familia ni de mi chica! ¿Entendiste?
Paulo Costard comenzó a limpiarse más sangre de la boca. Se tocaba los dientes, buscando alguno roto.
—Ah, ¿entonces es eso? —dijo, y puede decirse que se vislumbraba una sonrisa entre los dolores y la sangre—. Al fin lo supiste, ¿no? Que yo metí la lengua en la boca de ella, ¿no?
João sujetó al muchacho por el cuello y lo aprisionó contra la pared hasta que la lengua quedó expuesta.
Los otros tres muchachos estaban conmocionados, sin saber cómo reaccionar. Albarus y Andreos Darin llegaron corriendo. El muchacho atacado comenzaba a ponerse morado.
—¡João! ¡João! —gritó Albarus, mientras Andreos lo apartaba de Paulo.
Paulo Costard cayó de rodillas, boqueando en busca de aire. La posición en cuatro patas en la calzada, babeando sangre, ante sus amigos y otros transeúntes, era algo que nunca jamás olvidaría.
Se levantó cuando el cuerpo y el ego se lo permitieron. Y dijo:
—Firmaste tu sentencia, Hanson. Firmaste con todas las letras y con todo el sello. ¿Y por qué? ¿Por una cualquiera? —Albarus y Andreos tuvieron que sujetar a João Hanson antes de que se abalanzara de nuevo encima de Paulo—. ¡Ella ni siquiera era tu novia cuando eso pasó, imbécil!
João Hanson escupió en el rostro de Paulo Costard. Y dijo:
—Ella siempre fue mi novia.
Albarus y Andreos empujaron al muchacho para otro lado y João Hanson se fue con ellos sin mirar atrás. Paulo se quitó la camisa, se enjugó el rostro con una parte limpia y la tiró en la basura. Su mirada acompañaba al joven Hanson alejándose hacia el horizonte. Casi era posible decir que echaba espuma por la boca, como perro rabioso. Cada nuevo día, João Hanson parecía coleccionar nuevos enemigos. O al menos ratificar a los antiguos. Pero todo indicaba que ninguno de ellos le inspiraba miedo.
Su único temor le brotaba por dentro: el miedo a sí mismo.
Pues cada nuevo día ni el propio João Hanson parecía ser capaz de conocerse.
En casa, María Hanson tomó la mano de su padre moribundo y una vez más limpió el sudor de su frente con un paño húmedo, mientras él le decía frases al parecer sin sentido. A su lado Ariane Narin intentaba mostrarse solidaria y ayudarla en la delicada situación. Afuera, Érika Hanson imploraba a más semidioses de los que podía contar por la salud de su marido. La petición no sólo se debía al temor de ver al amor de toda una vida separarse de ella en ese plano, sino también a sostener una casa en que su hombre representaba el trabajo.
—Madre, puedo pedirle a Axel que nos ayude. Al menos por un tiempo.
La respuesta de Érika la sacudió un poco:
—María, con seguridad tal vez los hará. Pero lo que me preocupa, hija mía, es que ya vi muchas cosas en esta vida. Y aprendí muchas cosas también…
—¿Y qué aprendiste que te preocupa ahora?
—Que los cuentos de hadas no siempre tienen finales felices.
Axel almorzaba un plato ligero en una larga mesa de refecciones, acompañado por su hermano. Anisio Branford se había sentado en una de las cabeceras y él en la otra, de modo que se mantenían bien apartados. El silencio imperaba en el salón y sólo era roto por un eventual retintín, procedente de la plata cuando tocaba la porcelana.
En determinado momento, incomodado por el silencio, Axel intentó decir:
—Anisio, yo…
—Después, Axel. Después de hoy —cortó el hermano. Y Axel guardó silencio—. Primero debes concentrarte en lo que debes hacer hoy. Después, y sólo después, conversaremos sobre nuestros conflictos. Y pondremos todas nuestras cartas en la mesa…
Y los portones de la Arena de Vidrio se abrieron, y aunque el sol brillara y la noche distara todavía algunas horas de aquel momento único, la ansiosa multitud comenzó a entrar, en busca de los mejores lugares que pudiera conseguir.
Y anhelando grandes sueños con cada respiración.
Ruggiero contemplaba la vista del Gran Palacio desde una de sus terrazas más altas. Admiraba la arquitectura de aquella ciudad tan diferente y exótica para él y observaba, curioso, las actividades de aquel pueblo de muchas palabras y ojos demasiado abiertos.
—La vista desde aquí arriba es increíble, ¿no?
Ruggiero se volvió, en busca de la voz femenina. Y su corazón comenzó a latir como el de un niño cuando vio a Bradamante, la bella capitana de la Guardia Real.
—Ser mucho más que eso. Ser… ¿«inspiradora»?
Bradamante asintió con la cabeza para confirmar el sentido de aquella palabra de que Ruggiero dudaba. Los largos cabellos dorados y rizados se movieron con el viento y ella comenzó a sujetarlos con una cinta.
—Parece haberse recuperado muy bien en estos días tras su lucha con Branford, señor Ruggiero.
—No representar demasiado. Axel ser muy rápido, pero golpear más débil de lo que poder.
Ambos sonrieron. Bradamante lucía las insignias y la capa que mostraba su rango, pero sin el pectoral de la armadura. Tenía el yelmo en las manos, que colocó en la terraza mientras se amarraba la cinta. En vez de los pantalones que deberían venir por debajo de las placas de la armadura, ella vestía una saya.
Ruggiero pensaba en cascadas cada vez que sus ojos insistían en mirar las piernas expuestas de la capitana de la guardia o en contemplar su propio reflejo en aquellos ojos verdes como esmeraldas.
—¿Cómo es cruzar un océano en una cosa que vuela? —preguntó ella, ubicándose a su lado para observar también la ciudad desde allí.
—Algo que el ser de bien sentir en el pecho y el de mal sentir en el estómago.
—No comprendo.
—El ser de mal sentir en ego. El ser de bien sentir en espíritu.
—¿El ser malo la ve con ambición?
—Y ser de bien verla como necesidad de evolución.
A ella pareció gustarle aquel razonamiento. Y puso a Ruggiero contra la pared, dentro de la propia celada que él había armado:
—¿Y qué tipo de ser es Rumpelstiltskin, señor Ruggiero?
—Ser del tipo gnomo, madame.
Bradamante sonrió largamente ante la esquiva e inteligente respuesta. Ruggiero se pasó la mano por el rostro para limpiar el sudor del día cálido. Ella se fijó en su cabello lacio, que de vez en cuando le caía sobre la frente.
—¿Y qué hacer madame aquí arriba, con la mitad de los trajes que acostumbrar usar?
—¿Sabe?, de vez en cuando me gusta venir a las terrazas más altas y observar las cosas. Me gusta conservar algunas partes del uniforme para que me recuerden mis obligaciones, pero también mezclarlas con ropa que me recuerde mi feminidad. Antes de ser una guerrera, nací mujer. Y me gusta recordarlo.
—Mujeres nuestras no acostumbrar ir a la guerra en Oriente.
—¿No creen en la capacidad de ellas en esas situaciones?
—Al contrario: conocerlas bien. Ellas funcionar mejor en servicios de espionaje.
—¿Ah, sí? —preguntó ella, sorprendida.
—Sí. En Ofir nosotros tener hombres y mujeres entrenados en artes místicas que ningún occidental haber visto jamás.
—¿Shinobis?
La mirada de Ruggiero se abrió de par en par y se puso nervioso intentando esconder tamaña sorpresa. Lo intentó, mas no lo consiguió.
—¿Cómo saber madame de…?
Ella sonrió una vez más.
—No soy capitana de esta guardia por sorteo, señor Ruggiero, sino por competencia. Es mi propósito conocer a nuestros prisioneros y visitantes, leer escritos que pocos tienen la paciencia de leer y aguantar conversaciones tontas de hombres borrachos en las tabernas, sólo para escuchar las historias que frecuentan las leyendas más populares en las bocas de los bardos.
—Madame ser… una inspiración —y ambos volvieron a sonreír.
—Me llamo Bradamante.
—Yo conocer su nombre ya.
La sonrisa de ella no disminuyó en ningún momento.
En las tabernas de toda Andreanne aquellos extranjeros que no habían conseguido boletos para la gran final continuaban bebiendo, a la espera de que aquel día llegara a su fin, con la intención de conocer al campeón del mundo. Como ya dije, a lo largo de la semana las conversaciones habían girado en torno al combate final y al Puño de Hierro.
Sin embargo, de vez en cuando los temas cambiaban. Algunos arzallinos jóvenes parecían en particular interesados en las historias de sus regiones, ciudades y reinos, sobre todo en las historias más sombrías, que involucraban leyendas locales, urbanas y rurales, así como historias sombrías contadas de tanto en tanto para que los niños no durmieran en los campamentos.
Esos jóvenes solían ser muy simpáticos, pagar muchas rondas de bebidas y esbozar las sonrisas más sinceras del mundo. En realidad, lo único que los diferenciaba de sus hijos mayores o de los amigos de sus hijos mayores eran los retornos constantes a aquel tipo de conversación sobre personajes macabros.
Era como si esos jóvenes fueran estudiosos de la historia, aspirantes a bardos, contadores de historias o novelistas.
O cazadores de brujas.
De vez en cuando Snail Galford salía y observaba el movimiento de la ciudad. No le importaba quién ganaría aquella cosa de porrazos de la que tanto hablaban, pero sabía que a su ciudad sí.
Percibía la intensidad local y entonces regresaba a su galerón, donde su ejército de muchachos adolescentes y huérfanos cada vez aumentaba más. Había cuchillos en sus manos y dolores en sus médulas, que se transformaban en algo más cada noche mal dormida.
Eso era todo lo que a él le importaba.
Robert de Locksley continuaba su cabalgata, perseguido o no por palabras demasiado fuertes para ser olvidadas. Los hombres que había reclutado para su lucha por Sherwood se mantenían en el lugar, estableciendo contactos y preparando cuanto les había sido indicado. Y permanecían allá. Porque allí, en ese momento, cabalgaban a su lado sólo Pequeño John a su derecha y lady Marion a su izquierda.
El destino de los tres, cada día más cercano, era el Gran Palacio de Arzallum.
Ariane Narin llegó enojada con João Hanson a los alrededores de la Arena de Vidrio. Una vez más él se concentraba en sus extrañas e indescifrables estrategias de ajedrez:
—Izquierda, derecha, izquierda, derecha, izquierda, derecha, una finta, abajo, derecha…
Fue cuando la voz de Ariane, resonando en lo alto y con buen volumen, cortó sus pensamientos:
—João Hanson, ¿qué estás haciendo?
Entonces ella se fijó en el nuevo aspecto del muchacho, con los cabellos afeitados a navaja, y por un momento se sintió conmocionada.
—Yo hago lo que quiera con mi cabello —respondió él, sin amabilidad alguna en la voz. Ella siguió conmocionada y casi intentó tocarle la cabeza. Entonces se recuperó y volvió a decir, en tono indignado:
—¡No hablo de eso, cabezón! ¡Me refiero a que llenaste a Paulo Costard de porrazos a media calle!
—¿Y…? —volvió a preguntar él, con ese modo frío que erizaba a Ariane.
—¡Y dicen que fue por mi causa!
—¿Y…?
—¡Quiero saber si es verdad!
João suspiró.
—Mira, Ariane, lo que sucedió fue cosa de hombres, ¿está bien? ¡Se trata de cosas de honor que ustedes no entienden!
—¿Qué quieres decir con eso? ¿Qué no soy una dama con honor o qué?
—¡Ay, Ariane! ¡Deja de llenarme el saco! ¿O tu objetivo es defender a ese maricón?
—Yo… yo… —Ariane se sintió apenada—. ¡Yo no quiero defender a nadie! ¡Sólo creo que no resolverás tu vida aporreando a otros por allí!
—A ver, ¿no fuiste tú la que me dijo que detestabas a ese grupo cuando se burlaron de nosotros durante las caracterizaciones en la Arena de Vidrio?
—¡Sí, bueno! ¡Pero, oye, debes entender que el padre de Paulo Costard es rico! ¡Una cosa es que Andreos y Albarus le tiraran un rollo cantando y otra que le hayas machacado ese rollo en la cara!
—¿Ah, sí? ¿Y qué debería haber hecho? ¿Besarlo de lengua?
Ariane apretó los dientes, arrugó la nariz y comenzó a enrojecer. Cada vez más roja. Hasta que explotó:
—¡Idiota! ¡Me refiero a que su padre es capaz de hacerle algo a tu familia! ¡Una familia en la que deberías pensar más, pues mientras tú andas para allá y para acá reclamándole a la vida como un niño mimado, tu hermana se las ve sola en aquella casa!
—¿Y quién eres tú para decirme cómo debo actuar con mi familia?
—¡Porque soy una de las mujeres que está al lado de tu padre enfermo en la cama porque falta un hombre en aquella casa!
Fue el turno de João Hanson de apretar los dientes y hacer muecas parecidas a las de Ariane. Sólo que esta vez él no supo qué decir, un problema por el cual Ariane parecía nunca pasar:
—¡Y sólo para que lo sepas, él se encuentra muy mal! ¡No sé cuánto tiempo aguantará el pobrecito, y que el Creador me perdone por decirte esto, pero si alguien debe decírtelo y ese alguien debo ser yo, que así sea! —João mantenía una expresión asustada; era un año mayor que Ariane Narin, pero por primera vez sintió, por un instante, que ella era mucho mayor que él—: ¡Tu padre está diciendo cosas que nadie entiende y tu hermana llora cuando se queda a solas con él! ¡No sé qué pasará con su romance con Axel! Ella piensa que ignoro por qué está triste, pero no soy tan ingenua, ¿está bien? ¡Sé que ella tiene miedo de perder al mismo tiempo al señor Hanson, a Axel y a ti! ¡Caray! ¿No te das cuenta de lo que sería para ella perder a todos los hombres que conoce? ¡Y en vez de apoyarla, tú andas por ahí golpeando en la cara a gente que no tiene nada que ver con tus problemas! Si besé a Paulo Costard de lengua alguna vez, ese es mi problema. Fue mi burrada. ¿Y quieres saber más? ¡Eso ocurrió porque tú no fuiste hombre para venir conmigo y pedirme que fuera tu novia! Yo quería saber cómo era besar a un muchacho. ¡Paulo Costard no es ningún Axel, pero es un muchacho! ¡Y si te esfuerzas un poco, hasta guapo! ¡Además, hizo lo que tú no tuviste el coraje de hacer! ¡Porque pegarle a alguien en la cara es fácil, pero tratar bien a una muchacha o saber qué decirle sólo lo sabe un hombre de verdad! ¡Y ni tú ni Paulo Costard ni Héctor Farmer ni nadie más se comparan con uno de verdad! ¡Ustedes apenas parecen niñitos jugando a ser gente que ya creció. Y te digo más: cuando actúas de esa manera, no sólo te pareces cada vez más a uno de ellos, sino que me hace pensar que ustedes se merecen! ¡Ya te dije que tu padre dice cosas sin sentido, y hablaba en serio, sólo que lo que no te dije es que una cosa, de entre todas las locuras que dice, me dio la pista para entender muy bien! ¡Últimamente te llama a ti! ¡Hay mucha gente sin padre a la que le gustaría tenerlo y un montón de gente que descubre que su padre ya murió y no tuvo la oportunidad de despedirse! ¡Ahora tú, que tienes esa oportunidad, prefieres avergonzar a las personas que te criaron y con las que deberías estar agradecido! ¡Cuando María y tú se perdieron en aquel bosque, mis padres y yo vimos cómo el señor Hanson se volvía loco! ¡Incluso mi padre dijo que él llegó a hacer cosas «raras» para tenerlos de regreso! Y ahora que él te necesita, ¿dónde estás tú, João Hanson? ¿Quieres saber qué pienso de todo eso? ¡Creo que con esa forma imbécil en la que actúas sólo pruebas que tu madre y tu hermana son mucho más hombres que tú! ¡Listo: lo dije! —Ariane Narin se volvió, se fue y dejó a João Hanson atrás.
Había dicho cuanto pensaba que debería haberse dicho.
Él no logró decir una sola palabra.
El rey Alonso Corazón de Nieve estaba sentado en su cama e intentó beber un vaso de agua. La copa tembló en su mano, cayó y se rompió en el suelo.
—Estoy tan feliz porque encontré a mis amigos —continuaba diciendo el viejo rey, sin que tuviera mucho sentido—. Ellos están en mi cabeza. Yo soy tan feo, pero está bien, porque tú también lo eres. Nosotros rompemos nuestros espejos.
—¿Padre? —preguntó nerviosa la princesa, asustada por las últimas frases.
—Pido disculpas, querida —dijo el viejo rey, como si hubiera recobrado la lucidez de manera temporal—. No sé qué está pasando. Al menos hoy no lo sé. Ni siquiera qué día es hoy…
—No hay problema, padre. Descansa. Por favor, sólo descansa, pero no cierres los ojos. Haz de todo, pídeme cualquier cosa, pero, por favor, no cierres los ojos.
—Oh, cerrar los ojos. ¿Sabes, querida? Cuando cierro los ojos me acuerdo de Helena. Helena… ¿Dónde estará Helena? ¿La has visto, querida? ¿Has visto a la querida Helena?
—Sí, padre mío. La he visto…
—¡Dos pasos al frente, dos atrás, dos al frente, dos atrás! Eso. ¡Los brazos girando a una velocidad sin igual! ¡Al frente, atrás! Al frente… —en ese instante, Snail Galford parecía más un profesor de baile. La diferencia era que sus alumnos danzaban con láminas de filos diferentes, cada una de ellas mortal y fría como un beso de la muerte.
—Caray, ¿todo eso le dijiste a João? —preguntó Taruga, boquiabierta.
—Sí. ¡Se lo aventé todo a la cara! —confirmó Ariane.
—Oye… ¡se debe haber quedado tonto! ¿No sentiste algo de pena?
—Puede ser. Sí, un poco. Pero no hay problema. ¡Lo que importa es que ahora sé que me ama!
—¡Espérame! Pero ¿cómo o por qué, so operada del cerebro? —preguntó Taruga, mientras tomaba a su amiga de las manos, animada—. ¿Sabes algo que yo no sé? ¡Cuéntame ahora!
—¡Ay, amiga! ¿Crees que él medio admitió que armó toda esa bronca con Paulo Costard sólo por mi causa? —Ariane hizo una mueca y adquirió la pose de una estatua.
Las dos se pararon frente a frente, boquiabiertas durante un mismo instante. Entonces:
—¡Aaahhh! —ambas comenzaron a gritar y a dar saltitos y a agitar la cabeza como si Axel Branford hubiera sido consagrado campeón.
Y, de haber sido capaz de escucharlas en ese momento, en definitiva João Hanson habría arrojado la toalla para admitir que nunca jamás entendería el funcionamiento del pensamiento femenino.
La tarde llegaba a su fin y ya era hora de que Axel Branford se dirigiera a la Arena de Vidrio. Una comitiva formada por los mejores elementos de la Guardia Real lo esperaba, pero aun así el príncipe exigió que antes lo esperaran un poco. Se había dirigido a la misma área del extenso jardín del Gran Palacio, con la corriente de fuente de agua brotando constante en el centro, donde había conversado con el guerrero oriental por primera vez.
—Sentirme sorprendido cuando ser llamado.
Axel se volvió y vio a Ruggiero, que se aproximaba en actitud amistosa.
—Te creo.
—¿No deber ir ya a la Arena de Vidrio?
—Sí. Y lo haré. Pero antes necesitaba hablar contigo, Ruggiero.
—Sentirme entonces muy honrado, alteza —dijo con respeto.
—No sé por qué insisto en esto, pero juro que tengo la idea de que conoces el motivo de mi llamado.
—No tener la menor idea.
—¿Estás seguro?
—Preferir tener seguridad y escucharlo en voz de su alteza.
Axel movió la cabeza. Suspiró con pesadez, como si fuera difícil para él hacer la siguiente pregunta, y dijo:
—¿Por qué? Explícame por qué, Ruggiero.
—¿Alteza…?
—¿Por qué te trabaste en el último golpe?
Hubo una larga pausa. La impresión era que hasta el agua corriente de la fuente había dejado de correr.
—Alteza…
—Si quieres que entre en esa arena con la conciencia limpia, necesito que me expliques. De lo contrario, entraré desconcentrado, pues no sabré si en verdad merecía estar allí.
Tocó el turno de Ruggiero para suspirar.
—Príncipe Branford: dos caminos conducir a la senda de cada ser humano. Ser como dos caballos. En una mano estar el del karma. En la otra estar el del dharma. El primero hablar del rescate de actos anteriores. El segundo hablar del destino para el que cada uno de nosotros nacer.
—Cierto.
—Al principio yo no comprender por qué estar en mi dharma cruzar océano y venir a tierras occidentales. Tampoco saber por qué elegirme para representar a mi pueblo. Ni comprender por qué ser yo quien enfrentarte en momento tan importante de historia del mundo. ¿Entender mi conflicto? —Ruggiero volvió a usar el tratamiento entre ambos que utilizó desde el primer día. Axel asintió dos veces, concentrado al extremo. Ruggiero continuó—. Sin embargo, ocurrir que en momento mayor de nuestra lucha, mi conciencia despertar y yo no sólo apenas ver, sino también comprender el motivo.
—¿En qué momento lo comprendiste?
—¡Cuando tú despertar «energía»!
Axel se sorprendió, levantó las cejas y dijo, mientras se observaba las manos abiertas:
—Hablas de esa fuerza que «sube por el cuerpo», ¿no?, que viene de las entrañas y comienza a presionar y a presionar hasta que debemos liberarla en un…
—¡Kiai!
Axel cerró los puños y gritó:
—¡Eso! ¡Necesitamos sacar la energía o creo que explotaremos!
—En realidad, tú ser capaz de mantenerla dentro de ti y usarla como cura, pero todo reducirse a práctica y enseñanzas. Buenas enseñanzas.
—Comprendo. Entonces, Ruggiero, explícame, ¿qué entendiste en ese momento, al punto de hacer las elecciones que hiciste?
—Cuando tú despertar energía, yo comprender que aquella ser mi misión: yo haber cruzado océano para que tú entender esa energía.
—¿Y por qué necesitaría hacerte volar al otro lado del mundo para enseñarme eso?
—Porque tú necesitar de ella si querer vencer hoy.
Hubo otro silencio. El agua otra vez parecía haber dejado de correr. Y Axel se sintió pequeño ante lo que al fin había comprendido.
«Porque ejercicios de movimientos rápidos hacer bien al cuerpo, pero no tocar el espíritu».
Un hada le había enseñado ya sobre humildad. Ahora un desconocido le enseñaba altruismo.
«El pugilismo ser cuerpo».
Un ser al que apenas conocía había sacrificado su propia gloria en pos de un destino que creía formar parte de otro.
«El pugilismo ser espíritu».
Un sacrificio de puro carácter espiritual.
«En Occidente, el pugilismo ser una forma de combate».
Un acto de desapego dentro de una arena, proporcionado por un simple acto de fe.
«En Oriente ser un camino de vida».
Un acto moldeado en sentimientos manifestados por la voluntad e ilimitados por la fe.
—Ruggiero. —Axel se estremeció, sin saber qué decir—. ¿Entonces crees… que el día de hoy ya estaba escrito?
—Sí. Y tu dharma consistir en enfrentar a Minotaurus, Axel Branford.
Axel asintió con la cabeza para sí mismo, comprendiendo. Y estaba por retirarse cuando se volvió de nuevo y dijo:
—Dime una última cosa, por favor. Una última cosa que necesito saber: ¿en ningún momento late dentro de ti ninguna… falta de certeza? ¿No te sientes al menos un poco mal de haber contenido ese golpe en vez de derrotarme? ¿En ningún lugar de tu pecho te sentiste furioso de verme ganar una gloria por algo que no merecí?
—No, yo no dudar de mi fe, príncipe Branford —dijo el oriental con una sonrisa que no mostraba los dientes—. Además, su alteza saber que haber sido yo quien vencer ese combate. Eso ser suficiente para mí…
Axel sonrió como un niño. Reverenció al otro y se dirigió a la salida, con la intención de encaminarse a la Arena de Vidrio. Su mirada era confiada. Tenía el corazón tranquilo.
Finalmente estaba listo.
Blanca Corazón de Nieve miró a Axel caminar hacia ella para unirse a la comitiva hacia la Arena de Vidrio. Sabía lo que debía hacer. Lo sabía, por más que aquello le oprimiera el corazón con una intensidad tan fuerte, que cada segundo de vida parecía doler. Aun así ella sabía lo que debía hacer.
Tenía que pedirle a Axel Branford que perdiera.
Axel le sonrió mientras se le acercaba, y ella seguía transpirando por aquella piel, tan blanca como la nieve.
«Estoy tan feliz porque encontré a mis amigos…».
Su conflicto era fácil de comprender.
«Ellos están en mi cabeza». A la postre, ¿cómo le pides a alguien que se sacrifique para manipular con eso el destino del mundo en pro de la vida de su padre?
«Yo soy tan feo, pero está bien…».
¿Hasta dónde el amor se confunde con egoísmo?
«… porque tú también lo eres».
¿Y cómo pueden caminar tan próximos sentimientos tan opuestos?
«Nosotros rompemos nuestros espejos…».
Las instrucciones eran claras: si Anisio Branford se enteraba de algo, Alonso Corazón de Nieve moriría. Si la lucha no ocurría, Alonso Corazón de Nieve moriría. Si Axel Branford ganaba…
En todas las hipótesis en que la princesa Blanca pensaba, Alonso Corazón de Nieve moría.
—Blanca —dijo Axel, ya a su lado, sacándola de su mórbido trance.
—¡Axel! —dijo ella, con los ojos abiertos por el susto.
—Veo que estás más nerviosa que yo —dijo él, intentando parecer calmado o menos tenso.
—Oh, no… Digo, sí.
—Todo saldrá bien —dijo él, poniendo la mano en su hombro.
Blanca se sintió bien, como si Axel le dijera aquello porque sabía por lo que estaba pasando. Y la situación empeoró cuando recordó que no tenía cómo saberlo.
—Axel… —el corazón le latía tan fuerte que casi se le salía por la boca—. Necesito pedirte algo…
Axel hizo una señal a un sargento de la Guardia Real. Se detuvo con ella al percibir la seriedad de la situación y preguntó:
—Blanca, ¿qué pasa?
—Yo… —el mundo, el destino del mundo, estaba en sus próximas palabras—. Me gustaría pedirte que… cuando entres en aquella arena hoy… —Axel asintió, animando a la princesa a seguir hablando. Ella apretó los párpados, se puso la mano en el corazón, se mordió los labios, inspiró hondo y concluyó—:… uses todas tus fuerzas y revientes a ese gigantón.
Axel se sorprendió con aquella forma de hablar, pero admitió ante sí mismo que le había gustado.
—Lo haré por todos nosotros —ella lo abrazó con fuerza mientras él aseguraba—: lo voy a hacer por toda nuestra familia.
Él se apartó, hizo una reverencia y siguió adelante sin mirar atrás. Blanca lo vio partir y las últimas frases repercutieron como pólvora explotando dentro de su cráneo.
«Lo haré por todos nosotros».
La princesa se llevó la mano a la cara.
Pensó que era irónico que su padre fuera conocido como «el rey de las lágrimas de invierno». «El rey que no llora».
«Lo voy a hacer por toda nuestra familia».
La princesa de Stallia no paraba de llorar.
—Señor Rumpelstiltskin… —el rey Anisio Branford inició la frase, medio constreñido por lo que tenía la intención de preguntar.
—¿Majestad?
—En relación con todo lo que prometió para hoy…
—Está todo listo, majestad.
—No sé cómo preguntar esto. En cuanto al pago de los genios…
—No se preocupe. Los genios ya están pagados, majestad.
La princesa de Stallia seguía llorando copiosamente, apoyada en un muro cubierto de hiedra, en un sitio aislado del Gran Palacio donde creyó que nadie la escucharía.
Pero se equivocaba.
—Princesa…
Ella intentó limpiarse las lágrimas y se volvió, asustada, hacia aquella voz femenina. Era la capitana de la Guardia Real, Bradamante, que se aproximaba.
—Pensé que estarías escoltando a Axel, capitana —dijo la princesa, mientras se limpiaba las lágrimas y hacía un esfuerzo para dejar de llorar.
—Tengo hombres competentes para esa función, princesa. Sin embargo, creo que muy pocos para lo que estoy viendo.
—¿Abandonaste la escolta por mi causa?
—Lo hice cuando te vi intentar esconder las lágrimas tras hablar con el príncipe. Si hay algo mal con otra familia real dentro del Gran Palacio, tal vez también sea mi responsabilidad, ¿no?
Blanca estaba sorprendida por semejante demostración de competencia. Por más que creyera en la capacidad femenina para realizar cualquier función como los hombres, incluso para ella, que había sido educada para convertirse en una gran princesa, resultaba difícil ver a una mujer que desempeñaba tan bien una función como esa.
—No debería contar nada a nadie, capitana…
—Entonces finge que no estoy aquí y piensa en voz alta.
Blanca casi sonrió ante aquella salida. Era el reflejo de una mujer feliz porque alguien la había notado y le había extendido la mano.
—No sé. Insisto en que no sé cómo proceder. Puede ser que no me entiendas.
—Princesa: soy hija, mujer y, a pesar de ser joven, tengo en mis manos un cargo de extrema responsabilidad que ejerzo muy bien. ¿En qué parte crees que no estaría yo capacitada para entender cualquier matiz del conflicto por el cual estás pasando?
Blanca Corazón de Nieve dejó que una lágrima escurriera por su rostro delicado.
Y contó a la capitana de la Guardia Real lo que ocurría.
María Hanson no soltaba la mano de su padre enfermo. Como siempre, mantenía el paño húmedo en su frente, intentando minimizar aquella fiebre que le producía delirios.
—Hija —dijo su madre, entrando en el cuarto—, ya es de noche. Dentro de poco se iniciará la gran final.
—No iré, madre.
—¿No?
—Mi padre me necesita.
La madre tomó el paño de la mano de su hija y, como en otras épocas, agradeció también al Creador por ser tan sólo madre.
—Hija, deja que asuma yo esa función un poco esta noche.
—¡Podrías necesitarme!
—Sólo será por unas horas. Después podrás correr de vuelta a casa. Pero necesitas ver que sucederá allá hoy.
—¿Por qué dices eso, madre?
—Porque lo que ocurra allá, querida, será historia. El tipo de historia que será contada en pergaminos por los escribas reales. Y tú eres una profesora, María Hanson. Generaciones de jóvenes necesitarán que les describas lo que verás hoy. —María Hanson quedó sorprendida con esos argumentos. No los había considerado desde ese punto de vista. Mientras pensaba, Érika Hanson concluyó—: Además, no hay nada que puedas hacer aquí ahora. Acaso puedas hacerlo allá.
—La arena estará tan abarrotada que Axel ni me verá.
—Tal vez, pero allá arriba él sentirá tu energía vibrando con él.
María siguió pensativa, casi emocionada con aquellas palabras.
—¿Estás segura, madre?
—Si fueras tú la que estuviera allá arriba, ¿no sentirías la de él?
María Hanson se levantó y partió para la Arena de Vidrio lo más rápido que pudo.
Ariane llegó a la Arena de Vidrio de la mano de su madre. Esta vez hasta papá Golbez Narin había conseguido los recursos para ver la gran final, de manera que iba acompañada de los dos. Sin embargo, antes de entrar les pidió permiso, ante lo que el padre protestó enseguida. Pero Anna Narin, al percibir lo que deseaba su hija, comenzó a hablar sobre la curiosa arquitectura del lugar, de modo que Golbez se olvidara un poco de Ariane.
La niña caminó hasta el árbol. Su árbol. O al menos el árbol del cual ella poseía la mitad por derecho. Miró las ramas y dijo, en medio del barullo de las miles de voces de transeúntes que la rodeaban:
—¿Estás ahí?
Una cabeza infantil apareció entre el follaje y sonrió. Ariane le sonrió de vuelta. El niño descendió con rapidez y quedó frente a ella.
—¿Qué, Mudito? ¿Puedes decir algo ya?
El muchacho pareció intentar hablar. Pero la voz «moría» antes de salir.
—Entiendo. Está bien, sólo quería cerciorarme de que estuvieras bien y ver si necesitabas algo. Sé bien lo que alguien en tu condición necesitaría, ¿no es verdad? Es decir, lo último que me faltaría sería verme obligada a traer un pedazo de pastel para el espíritu, ¿no?
Ariane comenzó a reír, sin importarle las personas que pasaban y que la tomaban por una niña completa loca que hablaba sola. Lo interesante era que casi todas las frases involucraban un «pobrecita», o «quedó así después de aquel incidente con su abuela, pobrecita».
Ariane miró una vez más su nombre junto al nombre de él. El espíritu del niño sin voz señaló el nombre masculino.
—Sí, lo sé. Él también vacila —el niño insistió y siguió apuntando—. Sí, así es. Cuando seas mayor… Quiero decir, ¿te harás mayor o te quedarás con esa edad para siempre? Porque debe ser raro quedarse sin crecer, ¿no? ¿Cómo harías para…? —el niño comenzó a agitar el dedo, irritado, en dirección al nombre masculino en el árbol—. ¡Eh, ahí estás de nuevo con tu modo nerviosito! ¿Por qué primero no aprendes a hablar antes de regañarme?
El muchacho la tomó de la mano y de nuevo ella «sintió» el toque. Y lo sintió «frío». El chico sin voz llevó la mano de ella cerca del nombre y lo señaló con la otra mano.
—¿Quieres que yo… toque su nombre?
El muchacho asintió.
—¿Por qué ahora sería distinto?
El muchacho pareció volverse una especie de caricatura de sí mismo, irritado con el exceso de preguntas de Ariane.
—Eh, está bien, está bien, yo… ¡Rayos!
Ariane se puso seria. Respiró hondo. Y tocó el nombre con la palma abierta. El niño puso su mano encima de la de ella y Ariane volvió a sentir el frío.
Y el frío.
Y el súbito calor seguido de un…
¡Flash!
—¿Así que Hanson te hizo eso? —preguntó Héctor Farmer.
—Sí… —respondió un Paulo Costard, avergonzado y sediento de venganza.
Ariane sintió el estómago revuelto. Sintió vértigo. Sintió que le latía la cabeza. Sintió ganas de vomitar. Algo quería ser expulsado de su garganta pues ella tenía la impresión de llevar un sapo en el abdomen que saltaba de vez en cuando. Intentó mantenerse en pie, sin caer, y controlar la respiración, cada vez más acelerada.
—Calma… calma… calma… —respiraba y respiraba y respiraba y…
¡Flash!
Sentía algo a la velocidad y con la intensidad de un fogonazo. Cada vez que el mundo parpadeaba, ella veía una imagen. Y sentía algo junto a esa imagen.
¡Flash!
Llegó a babear un poco y apenas detuvo el vómito en la boca. Quería, más que cualquier otra cosa, retirar la mano del nombre de él, pero era un hecho que cada vez que había otro…
¡Flash!
… ella comenzaba a «reconocer» aquella imagen que le invadía la mente, pues aquella imagen era la de João Hanson. Y todo cuanto pulsaba junto a ella también.
¡Flash!
Entonces Ariane «sentía». Sentía la soledad que corría dentro de él, la decepción que brotaba de un corazón desilusionado con la figura del antiguo héroe, la rabia ante un mundo con el cual aún estaba aprendiendo a convivir después de volverse una aberración a manos de una bruja caníbal.
En aquel momento Ariane Narin no sólo sentía el mundo de João Hanson. Sentía qué era el mundo a través de João Hanson. Y se sentía asustada con lo que veía.
¡Flash!
El chico retiró la mano de la de ella y Ariane vomitó alrededor del árbol, provocando muecas de disgusto entre los transeúntes a su alrededor. Entonces se limpió con el pañuelo que aún guardaba y que el propio João le había dado, y preguntó:
—¿Entonces así se siente él?
El niño asintió. Ariane recordó aquel conjunto de sentimientos pesados que incluían dolor, rabia y soledad. Y con el simple recuerdo de aquellas sensaciones volvió a vomitar.
Ruggiero comía un platillo preparado a base de macarrón y una salsa oriental de olor fuerte, antes de dirigirse a la Arena de Vidrio a presenciar la gran final, cuando la capitana Bradamante entró en su cuarto sin llamar a la puerta ni pedir permiso.
—Señor Ruggiero, pido disculpas por la entrada tan brusca, pero…
—Capitana, yo conocer su educación y tener la certeza de que haber un fuerte motivo.
—Sí, lo hay.
—Entonces no perder tiempo, pues yo ver en tus ojos que existir urgencia en el motivo.
—Señor Ruggiero, ¿acaso usted es un shinobi?
Ruggiero se asustó con la pregunta, tan directa como una flecha. Y su mente de inmediato le ordenó que negara aquella información. Pero su corazón…
—Suponer que así ser, señorita capitana. ¿Qué ocurrir entonces?
—Le diría que el destino del mundo está ligado al suyo.
Ruggiero adoró aquella elección de palabras.
Ya era de noche cuando llegaron. Y una vez más, con una intensidad aún mayor que las otras noches, se podía saber dónde se encontraban gracias a los gritos. Llegaron de maneras diferentes, despertando reacciones distintas en el público alrededor de la Arena de Vidrio, curioso no sólo por conocer al máximo campeón, sino también por entender qué eran aquellos aparatos de tecnología gnoma para comunicarse con genios o cosas aterradoras por el estilo.
Frente a la Arena de Vidrio habían montado una especie de tribuna con un área del tamaño exacto al del cuadrilátero. Alrededor de esa área había un mecanismo Sandman, muy parecido al presentado en el Gran Palacio, pero con una estructura más grande y de forma rectangular, del tamaño del cuadrilátero. Había ocho orificios alrededor del rectángulo. Cuatro en cada una de las puntas y otros cuatro en medio, entre cada una de las cuatro puntas.
El orificio a la mitad del centro superior tenía un artefacto metido en él, que se unía a una especie de bola roja de cristal.
Y en el centro de ese cuadrilátero improvisado había arena.
Radamisto llegó primero a la Arena de Vidrio. Montaba un corcel y usaba una capa con capucha que le cubría el rostro y le caía por el cuerpo. Sin embargo, su tamaño y su masa muscular lo denunciaban de manera clara. A su alrededor caminaba la comitiva de Minotaurus, con sus comandantes vestidos con uniformes militares y ostentando insignias. Uno de ellos portaba un estandarte con el blasón del reino: un inmenso toro que empujaba una espada clavada en la tierra y un pergamino que apuntaba al cielo.
Alrededor de la comitiva de Radamisto caminaban sus fanáticos y violentos compatriotas. Caminaban, gritaban y provocaban a Arzallum en su propia casa, como hienas conquistando un nuevo territorio. Bebían de grandes garrafas de vino y cantaban el himno de Minotaurus con gritos demasiado altos para los oídos limpios, alaridos que sofocaban los abucheos y los insultos demasiado sinceros proferidos en respuesta por los transeúntes sin pudor alguno.
Alrededor de los hinchas caminaba otro agrupamiento de la Guardia Real. Los soldados iban al frente, mientras aislaban áreas y apartaban a curiosos y adversarios. Algunos jóvenes eran arrestados de manera temporal por intentar lanzar objetos, de formas y composiciones tan variables como tomates y botellas, en dirección a Radamisto. Sin embargo, pronto eran liberados con palmaditas en la espalda y hasta con sonrisas complacientes.
Con Axel Branford resultó distinto. Para intentar minimizar la confusión que crearía la llegada del príncipe a la Arena de Vidrio, la opción adoptada por Bradamante era eficaz: vestirían a su doble con un manto y una capucha parecidos a los del príncipe, y soldados reales lo escoltarían en un carruaje cerrado.
El resultado fue un pandemonio.
Quién sabe cuántos miles de personas había alrededor de aquella entrada, pero se conoce que todas ellas decidieron concentrarse en ese punto al mismo tiempo para ver pasar el carruaje «falso». Las personas gritaban enloquecidas, saltaban, aplaudían, berreaban, exhibían cuchillos, tatuajes, carteles pintados de su puño y letra. Cantaban canciones inspiradoras, creadas para la ocasión. Hubo incluso mujeres con la presión baja que debieron ser retiradas de ahí a toda prisa. Llegó un momento en que el carruaje fue cercado y ni siquiera los soldados reales parecían capaces ya de apartar a la multitud para permitir que entrara a la Arena de Vidrio.
De vez en cuando el doble aparecía en la ventana y hacía señas a la multitud, lo cual sólo generaba más gritos, histeria y enloquecimiento. Incluso él, acostumbrado a representar a Axel en ocasiones importantes, se sentía asustado con aquello que veía. Y fue sólo allí que entendió en forma cabal la responsabilidad del verdadero Axel Branford, así como por qué él era príncipe y él sólo su doble.
Por primera vez el actor agradeció al Creador por ser tan sólo el doble.
Mientras aquel tumulto ocurría en la entrada, otro carruaje, mucho más modesto y con menos soldados que llamaran la atención, entró por la parte trasera de la Arena de Vidrio, con el verdadero Axel adentro. Aun así, desde donde estaba, el príncipe escuchaba los gritos. Por dondequiera que anduviera, dondequiera que estuviera, escuchaba a su pueblo gritarle y clamar su nombre como si estuvieran en un campo de batalla. De repente aquellos gritos comenzaron a formar una especie de «onda vibratoria» en sus entrañas. Su expresión se cerró y él caminó con aquella onda pulsando en su estómago, como si fuera la energía que el oriental le había enseñado a despertar.
Caminaba a saltos por los corredores y recibía palmadas en la espalda, así como gritos de ánimo de personas de las más distintas categorías: soldados que debían actuar como soldados pero que se volvían humanos en su presencia, afanadores, invitados especiales e incluso algunos de los propios representantes del Puño de Hierro que organizaban el torneo.
Mientra tanto, en su estómago la onda sólo aumentaba.
Se volvió y entró a la sala de los luchadores. Esta vez Radamisto no estaba allí. Lo habían ubicado en otra sala para que ambos sólo se encontraran en el cuadrilátero. Así que él y su entrenador ingresaron a la sala de espera. Axel se quitó el manto y comenzó a moverse de un lado a otro, en un intento de liberar la tensión.
Melioso inspiró, con la intención de decir algo, pero el príncipe se anticipó y exclamó:
—¡Vencer!
Melioso sonrió, sorprendido. Axel mantenía la expresión seria y cerrada.
—Antes de que me preguntes, entrenador, ¡vinimos aquí a vencer!
Melioso adoraba esas reacciones.
Se estimaba que cabrían ciento cincuenta mil personas dentro de la Arena de Vidrio en eventos donde se permitiera la presencia de personas dentro del área del espectáculo propiamente dicha, así como alrededor del cuadrilátero.
Ese día los organizadores pensaban que habían entrado casi doscientas mil.
Gente de todas partes del mundo se codeaba y hablaba en distintos idiomas sobre el mismo asunto. Las antorchas ya habían sido encendidas. De vez en cuando alguien empujaba a alguien más fuerte y surgía un connato de pelea, pero allí no había espacio ni siquiera para pelear, al menos fuera del cuadrilátero armado.
Rumpelstiltskin sonreía con orgullo al lado de los reyes de todo el mundo, prometiendo un espectáculo jamás visto en la historia de Occidente, e incluso los monarcas se mostraban excitados.
Ferrabrás observaba al gnomo, cauteloso. Había entrado algunos minutos antes, después de la mayoría de los reyes, y recibido un abucheo que aún debía reverberar en algún lugar del mundo a modo de un devastador efecto mariposa.
El rey Anisio Branford fue el último monarca en entrar, como siempre del brazo de Blanca Corazón de Nieve. Ingresó en el área reservada y toda la Arena de Vidrio comenzó a aplaudir y a silbar y a zapatear en forma enloquecedora, en una situación que hacía que el piso subiera y bajara. Anisio hizo una reverencia, y estaba por sentarse cuando percibió que Ferrabrás lo observaba de manera burlona. Al lado del emperador estaba Helena Bravaria. Su sonrisa sarcástica era la misma, pero su mirada no parecía estar sobre él, sino sobre Blanca Corazón de Nieve.
Entonces, en una ruptura del protocolo, el rey Anisio se volvió hacia su pueblo y levantó el brazo derecho con el puño cerrado, con lo que generó otra explosión de emociones descontroladas por parte de las quién sabe cuántas decenas de miles de personas que se hallaban allí.
Un símbolo de guerra.
Un símbolo de fuerza para mostrar el poder de su nación.
—Anisio —le dijo Blanca al oído cuando él se sentó—. No deberías incitar a tu pueblo más de lo que ya se encuentra. La arena parece a punto de estallar.
—¡Blanca, querida, lo que más deseo hoy es que se caiga! ¡Si eso ocurre, la mando reconstruir! ¡Lo que más quiero es ver todo este circo incendiado! ¡Lo que quiero hoy es que este pueblo jamás olvide lo que representa esta bandera! ¡Y el legado que dejó el más grande de los reyes!
—¿Hablas de ti mismo, amado?
—No. Hablo de mi bendito padre.
El cuadrilátero oficial, al centro de la Arena de Vidrio, tenía instalada una plataforma Sandman idéntica a su «doble» de afuera. En cada una de las cuatro esquinas había una base con piezas metálicas y cuatro más en el centro, entre las esquinas.
Tanto en las bases Sandman en el cuadrilátero central, como en el área de afuera, los gnomos colocaban en sus lugares correspondientes los cristales blancos como el vidrio, conocidos como yin. Estos cristales quedaron en las cuatro esquinas y permanecieron casi sin alteraciones en sus posiciones.
Y entonces, aún en medio de los gritos ensordecedores de la multitud, más soldados de la Guardia Real abrieron camino desde dos esquinas en dirección al cuadrilátero. Los corazones se detuvieron. Un cornetero real emitió sus acordes y el mundo quedó en silencio.
Entonces un bombo y trompetas y violines comenzaron a ejecutar los acordes del himno de Minotaurus. Radamisto entró.
Una vez más la arena comenzó a insultarlo con palabrotas de lo más obsceno y a abuchear cada pedazo del himno que una orquesta improvisada intentaba ejecutar.
Con la mano en el pecho, los minotaurinos presentes y su emperador cantaban a gritos su letra sagrada, sin incomodarse por el escándalo ni por el escarnio que los rodeaban.
Radamisto caminó como si estuviera solo y subió al cuadrilátero sin proferir palabra. Subió a la arena y retiró su manto, revelando la cicatriz en el rostro y un calzoncillo con la bandera de Minotaurus.
Se movía de un lado al otro en medio del pandemonio. Alrededor la multitud comenzaba una vez más a seguir el ritmo de su sonido tribal, ante la estrella del príncipe, en su ansiedad por verlo entrar. Dos sonidos graves seguidos de uno agudo. El son tribal que se había convertido en una marca. Y esta vez casi doscientas mil personas siguieron la tonada.
Radamisto estiró los dedos con ganas cuando escuchó los siguientes acordes del cornetero real. Las personas se pusieron la mano en el pecho, sintiendo que cada parte de sus cuerpos se erizaba.
Eran los acordes iniciales del himno de Arzallum.
Entre aquel mar de personas João Hanson se golpeaba los puños cerrados uno contra el otro, con los dientes apretados.
—¡Vamos, principito! Es hora de que entres…
Y Axel Terra Branford entró.
Imagina a casi doscientas mil personas gritando por el mismo motivo. Ahora imagina que ese número fuera millones de veces mayor y que esos millones gritaran de la misma forma, aunque a la distancia. Imagina ese egrégor de voces gritando por ti y para ti. Imagina el himno de tu país al fondo y todas las personas más importantes de tu vida presentes para la ocasión. Imagina todos tus miedos compartiendo con todo tu coraje el mismo espacio indivisible, dentro de todo lo que crees que eres.
Imagina eso y, al igual que millones de personas en ese momento, te convertirás en Axel Branford.
Él entró bajo el sonido tribal.
Tum… Tum… Ta…
Y con él entró todo lo mejor que puede venir del ser humano. De nuevo, bajo la bendición de Prince, la estrella del príncipe, el destino del mundo caminó en la Arena de Vidrio. Los gritos en diversos idiomas parecían clamar la misma cosa y el escándalo producido allí venía de lugares que a las personas les gustaba descubrir dentro de sí mismas.
La multitud sólo interrumpió sus palmas cuando la orquesta comenzó a tocar el himno que miles comenzaron a cantar, en una unión de voces que trascendía los límites de aquella arena y llegaba a muchos, demasiados sentimientos y voces más allá de ese lugar.
Axel Branford subió al cuadrilátero y retiró su manto, con un inmenso BRANFORD bordado con hilos de oro en las espaldas, y se quedó en su tradicional calzoncillo con los colores locales.
Y mientras él danzaba para allá y para acá, ante un escándalo insanamente contagioso, los gnomos ingenieros trajeron, en otras maletas de hierro, los cristales yang. Los poderosos e impresionantes cristales rojos. Cuando los sacaron de las maletas poseían ya un brillo propio que provocaba en el ser humano, tanto en el bueno como en el malo, pura fascinación.
Los cristales yang quedaron colocados en los soportes de hierro centrales, entre las esquinas donde estaban los blancos. Quedaron en todos los soportes, menos en el que estaba en medio de la esquina superior, donde se colocó también la bola roja de cristal.
Melioso tomó el cráneo de su pupilo con ambas manos y lo obligó a mirarlo a los ojos, aunque este no conseguía dejar de moverse.
—¿Sabes cuántos torneos como estos han existido, Branford? —gritó en la cara del príncipe.
—Veintiuno —el príncipe respondió con los ojos desorbitados de un matador.
—¿Y recuerdas cuántas veces ganó Arzallum?
—Seis.
—Y de esas seis, ¿cuántas veces delante de su propia nación?
—Ninguna.
El viejo entrenador volvió a gritar como un loco:
—¡Ninguna! ¡Y hoy tienes la oportunidad de vencer en la mejor competencia que se ha visto en la historia de este torneo! ¡Tienes la oportunidad, hoy, de convertirte en el mejor del mundo! ¡Esta lucha será contada en poemas épicos y cantada por bardos mientras los semidioses se acuerden de este mundo! ¡Antiguos o nuevos semidioses se acordarán siempre del momento en que el mundo se detuvo por un combate de pugilismo! ¡Tu combate! ¡Repite eso!
—¡Es mi combate!
—¡Es tu combate!
—¡Mi combate!
—¿Y qué viniste a hacer hoy aquí, Axel Terra Branford?
—¡Yo vine a vencer!
El juez se aproximó y llamó a los dos pugilistas al centro del cuadrilátero.
De lejos, Blanca Corazón de Nieve rezaba por un milagro que salvara a su padre y, al mismo tiempo, el destino de aquella nación, que en breve la adoptaría oficialmente como su reina.
—¿Y si no da resultado? —le había preguntado Blanca a Bradamante, ante la propuesta de la capitana de la Guardia Real.
—Tendrá que dar resultado…
El juez gritaba. Si en verdad quería ser escuchado, no podía hacer otra cosa.
—¡Si ustedes llegaron hasta aquí, ya saben todo lo que es necesario saber! ¡Entonces honren lo que tienen debajo de esos calzoncillos y demuestren que son hombres de verdad sin golpes bajos, sin golpes sucios y sin pensar que pueden pasar por encima de mi autoridad! ¡Cuando les ordene que paren, pararán! ¡Cuando les ordene que se separen, sepárense! ¡Cuando inicie el conteo, olvídense de todo e intenten volver de Aramis o permanecerán allá! ¡Fuera de eso, quiero que ofrezcan un espectáculo para la historia! ¡Ahora tóquense los puños!
Ambos golpearon el puño del otro.
El juez miró a Rumpelstiltskin en el área aislada, que le hizo una señal a sus gnomos ingenieros. Uno de ellos trajo el último cristal. Un cristal rojo y pulsante, colocado en el último soporte del aparato Sandman. Entonces al fin todos se encendieron y pulsaron brillantes como corazones.
El resto de los cristales pareció cobrar vida y pulsó en un espectáculo de luz y forma difícil de describir. La bola roja de cristal ascendió y comenzó a reflejar en su centro lo que ocurría dentro del cuadrilátero que quedaba frente a ella.
Y por primera vez en la historia de la humanidad el pueblo de Occidente tuvo una primera visión de lo que significaba aquella fuerza oriunda de la llamada «magia roja».
Afuera otro gnomo hizo lo mismo, colocando otro cristal rojo en la base que ascendió a la bola encarnada. Las otras piedras también se encendieron y pulsaron como si estuvieran vivas, como si los dos Sandman fueran uno solo. El pueblo aglomerado a lo largo de todos los rincones posibles e imaginables en el exterior gritó en una mezcla de susto y éxtasis. Y con el corazón latiéndoles en la lengua, los rostros se embelesaron cuando las partículas de silicio danzaron como con vida propia y tres «hombres de arena» tomaron la forma de Radamisto, del juez y de Axel Branford, que en aquel momento estaban en el cuadrilátero, dentro de la Arena de Vidrio.
En el verdadero cuadrilátero de la Arena de Vidrio, el juez gritó:
—¡Apártense!
Y los dos pugilistas se apartaron.
—¡Y luchen!
Y la batalla entre Arzallum y Minotaurus comenzó.
Ruggiero se había puesto un uniforme negro, con un gran pañuelo alrededor de la garganta que le subía por el cuello y que podía amarrar a la altura de la boca y la nariz. A su lado, la capitana Bradamante había prendido su cabello rizado con varias horquillas y se había puesto una ropa ajustada que facilitaba sus movimientos, la encubría en las sombras y además moldeaba su cuerpo como si estuviera desnuda, lo que le daba ventaja en combates contra oponentes masculinos.
Él traía la espada sujeta a la espalda. Ella, a un lado de la cintura.
—Aún no entender por qué no usar soldados para invadir el lugar —dijo Ruggiero.
—La amenaza decía que si el rey Anisio supiera algo antes de la lucha, el frasco con el antídoto sería destruido. Y no confío en el coronel Athos para eso. Le encanta atribuirse demasiados méritos por trabajos ajenos y hacerlo todo de una manera en extremo inflexible, lo que no aplica en este caso.
—Yo entender. ¿Y dónde estar el rey Alonso?
—Temblando en su cuarto sin parar, como un enfermo con frío. Diciendo cosas sin sentido, como si lo hubieran maldecido las brujas.
—¿Y por qué no interrumpir la lucha y exigir explicaciones de Minotaurus para los planes de la condesa?
—Porque no hay pruebas del vínculo entre ellos.
—¿Y por qué no intentar encontrar a alguien que trate de curar el veneno?
—Porque los venenos de brujas suelen ser únicos. Y no hay tiempo.
—¿Y por qué intentaremos recuperarlos como espías, en vez de hacerlo por la puerta del frente?
—Porque puede ser un bluf. Y no podemos crear un incidente de proporciones internacionales debido a una falsa alarma.
Ruggiero estuvo de acuerdo. Ya no había nada más que necesitara saber.
Axel Branford atacó primero con un directo en medio de la cara de Radamisto. El gigante blanco tropezó dos pasos hacia atrás, asustado por la velocidad y la ferocidad del movimiento, y el público enloqueció.
Axel se fue encima de él y recibió un golpe en el estómago, que le arqueó el cuerpo. Otro en el estómago. El cuerpo del príncipe saltó. Entonces recibió un puñetazo en la quijada que lo lanzó hacia atrás, directo al suelo del cuadrilátero.
El público quedó con el corazón en la boca.
Y vio a su representante dar dos volteretas y ponerse de pie haciendo señales al juez de que estaba bien, de que ni siquiera necesitaba del conteo. El juez concedió y ordenó que la lucha volviera a comenzar.
Axel avanzó con la guardia cerrada y mostrando los dientes. Radamisto intentó arrancarle la cabeza con una, dos, tres, cuatro tentativas. En realidad parecía un oso que hubiera visto invadido su territorio. Axel danzó con el cuerpo y esquivó uno, dos, tres, cuatro, y ¡bam!
Radamisto torció el cuerpo en algún lugar de sus costillas heridas.
Y ¡bam!, ¡bam!, ¡bam!
Axel rodeaba y golpeaba. Rodeaba y golpeaba. Radamisto giraba, loco de odio, buscando al oponente, pero aquel maldito era rápido como un depredador.
Sin embargo, en un momento él lo encontró, ¡y fueron uno, dos, tres puñetazos en el rostro! Axel se tambaleó por el cuadrilátero, tropezando, tropezando, pero sin caer. Radamisto corrió encima de él y preparó el uppercut que finalizaría el combate. El mismo golpe: exactamente el mismo que lo había llevado al final en otros combates.
Las personas perdieron la voz. Y él jugó todas las fichas en aquel movimiento.
Axel Branford torció el cuerpo para huir del golpe, sujetó el brazo del minotaurino y aún tuvo tiempo de decir:
—Estás de broma, ¿no?
El brazo de Radamisto fue jalado hacia abajo, haciendo que la cabeza descendiera con el movimiento. Fue cuando Axel enfiló la punta del codo de abajo hacia arriba en un movimiento de media luna, que hizo al oso blanco caer con violencia hacia atrás, asustado.
Su peso golpeando el suelo resultó tan fuerte que pareció el sonido de un adulto cayendo de las ramas de un árbol.
El juez abrió el conteo y el gigante blanco permaneció en el suelo, intentando convencerse de que aquello era verdad, de que él en verdad había caído al suelo. Se levantó furioso, babeando y rugiendo, cuando se escuchó el final del round, seguido por la explosión de los presentes gritando el nombre de Axel, como a punto de derrumbar la estructura del lugar.
Afuera, la multitud gritaba de manera igualmente absurda cuando el avatar de arena, con el tamaño y la forma de Axel Branford, se encaminó a su esquina, saltando y derramando partículas de silicio que insistían en regresar para darle forma, a la espera de que la lucha recomenzara.
Bradamante y Ruggiero habían llegado en corceles al lugar planeado.
—¿Entonces ser aquí? —preguntó Ruggiero.
—Sí.
—¿Cuál ser el nombre de este lugar?
—La hacienda de Los Esqueletos.
Los cabellos de Ruggiero se erizaron. Los de Bradamante también. Amarraron los caballos en un área cercana, con la intención de avanzar camuflados por la noche con sus vestimentas oscuras.
—Usted parecer con la certeza de que el antídoto del rey Alonso estar allá dentro.
—La tengo. Lo que le dieron a Alonso es litio. En toda Andreanne sólo el conde Edmundo puede producirlo.
—¿Usted conocer muchos venenos y maldiciones, señorita Bradamante?
—Sí. Varios.
—¿Y eso tener un motivo que usted poder explicar?
—He cazado brujas.
Ruggiero levantó las cejas otra vez. Se puso el pañuelo sobre la nariz y la boca, mientras que ella se colocaba un gorro que le cubría el rostro y sólo mostraba una parte de los ojos.
Y fue así, entre sombras y tormentos, como partieron en dirección a la hacienda de Los Esqueletos.
Axel buscaba el lado lastimado de Radamisto, donde las costillas de seguro no habían cicatrizado. Esa era su mejor oportunidad de acabar con rapidez con el combate.
«Bueno, ten en cuenta que Radamisto es diestro».
Pero el oso blanco se cerraba en una guardia trunca y devolvía golpes poderosos que funcionaban para aislar aquella zona.
«Así que trata siempre de quedar lejos de su brazo derecho e invertir su guardia».
Otra vez el gigante blanco había cambiado la guardia, como había hecho con William, y usaba el codo para proteger el lado izquierdo lastimado. Axel lanzaba jabs y jabs. Provocaba, presionaba, forzaba una reacción que abriera ese lado para asestar un golpe poderoso que terminara el combate.
«Él es fuerte, pero pesado. Tú eres más rápido que él y puedes golpearlo y retirarte. Golpear y retirar».
Axel giraba y giraba, ligero como un felino. Pero pegaba fuerte. Y pegaba y pegaba y pegaba. Radamisto no saltaba, sino que permanecía afincado en el piso, cerrado como una roca.
Un pugilista era fuego: quemaba y crepitaba. El otro era tierra: afincado e inamovible. El fuego era capaz de desgastar a la roca, pero sería necesario algo más para moverla. Y, si no tenía cuidado, la tierra, cuando cubría la hoguera, podía apagar las llamas.
Axel avanzó en una secuencia de respiraciones, arriesgándolo todo en aquel round. Golpeó una, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete y…
Radamisto se lanzó encima de él en un salto inesperado y ¡bum!
El príncipe vio chispas de luces cuando un poderoso codo le acertó en medio del rostro, rajó su nariz y lo dejó temporalmente ciego.
Sin mirar lo que ocurría, Axel sintió su propio lado izquierdo de las costillas crujir con uno, dos, tres poderosos puñetazos que le sacaron el aire. Radamisto entonces le asestó un gancho en medio de las mejillas, que hizo que el cuerpo del príncipe girara tres veces en el aire antes de caer en el suelo como un títere y girara de manera aparatosa.
El público exclamó al unísono «¡oooh!».
La escandalosa hinchada de Minotaurus comenzó a arrojar cosas al aire y a insultar hasta a sus propias madres en su idioma local.
El juez del Puño de Hierro abrió el conteo.
Ruggiero y Bradamante traspasaron los límites de la hacienda y decidieron entrar por el tejado. Todo estaba silencioso. De vez en cuando se escuchaba el ladrido de un perro, que debía tener la salud muy debilitada, pues aquel sonido, más que un ladrido, apenas podía considerarse una súplica.
Había una claraboya que les sirvió bien y que Ruggiero abrió de manera tan rápida que más parecía magia. Saltaron hacia dentro y Bradamante cayó primero, casi sin hacer ruido, mientras que Ruggiero cayó sin hacer ruido alguno. Observaron los alrededores y sólo vieron sombras en determinados rincones, cortadas por rayos que venían de la luz exterior y sólo de allí.
En el resto del lugar había muebles desgastados por termitas, los cuales parecían haber estado allí hacía décadas. Era posible sentir el olor del moho y, de vez en cuando, escuchar el crujido de las bisagras de ventanas tan viejas como el tiempo. Pasaron entre cuatro estatuas de demonios con alas y lenguas de fuera esculpidas en piedras negras para llegar a un segundo aposento.
Entraron en una sala sin muebles, con cuadros pintados con imágenes bizarras y distorsionadas, que ni la iluminación ni la voluntad les permitieron apreciar. No había una sola señal de movimiento de personas, ni siquiera del propio conde Edmundo, en el lugar.
Así alcanzaron una tercera cámara improvisada como oficina.
Allí había varios pergaminos esparcidos y un frasco encima de la mesa, con una nota escrita al lado. Caminaron con pasos cuidadosos y Bradamante tomó el recado donde estaba escrito:
«Aquí está lo que buscan».
Ella volteó la nota y leyó:
«Muerte».
—Señorita… —a Bradamante no le gustó ni un poco el tono de voz de Ruggiero.
Alrededor de ellos, saliendo y naciendo de la costra de las sombras, había seres oscuros en cantidad tan considerable que ningún ser humano habría deseado mirar para atrás.
Axel se había levantado, pero el resto del round lo pasó defendiendo y atajando como un perro que ha orinado donde no debe. Melioso intentaba traerlo de vuelta a la realidad. A final de cuentas su pugilista estaba viendo cosas brillantes donde no debería, con una dificultad para enfocar que recordaba a un miope.
—¡Pegar y salir! ¡Pegar y salir! —gritaba el entrenador.
—¡El problema es ver dónde pegar! Y ver el golpe de él para saber por dónde tengo que salir —respondió Axel, que ya tenía el párpado izquierdo hinchado.
—¡No intercambies con él! ¡Él es mucho más fuerte!
—Eso ya lo aprendí.
Sonó el gong.
—¡Esquiva, huye, pero no intercambies golpes!
Axel volvió aún atarantado. Radamisto percibía eso y le gustaba. Comenzó a tomar la iniciativa de la lucha, recordando a un toro que se da cuenta de que el torero está herido. Avanzaba con pesadez en dirección al arzallino y provocaba la guardia en golpes que marcaban los antebrazos con hematomas. Axel recibía algunos golpes, esquivaba otros y, cuando los devolvía, lo hacía con debilidad.
«Axel ser muy rápido, pero golpear más débil de lo que poder».
En medio de la multitud, María Hanson se comía las uñas. Y escupía pedazos de queratina.
—¡Ay, profesor! ¡Ese monstruo está destruyendo a Axel!
A su lado, Sabino von Fígaro apenas movía la mandíbula, preocupado. Y sin aportar ningún comentario.
Radamisto comenzaba a intentar golpes de ángulos muy abiertos y desconcertados, con la intención de acertar a un lado del cráneo del príncipe. Los golpes pegaban y pegaban y pegaban, e incluso al atajarlos hacían ruido. Y provocaban temor.
De vez en cuando Axel intentaba agarrar a Radamisto para detener el combate, pero el riesgo de que los cabezazos le hicieran en el rostro lo que habían ocasionado en el de William Gamewell desalentaba esa actitud. Al final del round parecía que Axel estaba muerto psicológicamente y que el público a su alrededor moría con él en aquel sueño a cada instante más fragmentado.
—¿Estás huyendo de él? —preguntó el entrenador, en un momento de irritación—. ¿Estás huyendo de él?
—Sí.
Melioso parecía un poseído:
—¿Le tienes miedo?
—Un poco.
El entrenador hizo una expresión de disgusto. Axel lo percibió y comentó para sí una opinión que acabó saliendo en voz demasiado alta:
—Si crees que es así de fácil, ve allá a pegarle a ese monstruo.
El modo poseso del entrenador no se modificó:
—¡No, yo no voy! ¿Y sabes por qué no voy, Branford? ¡Porque esta lucha no es mía! ¿Y sabes por qué no es mía? ¡Porque ya gané este torneo y hoy estoy viejo y cansado, y no puedo vencer a ese gigantón! ¡Pero tú sí puedes!
—Yo…
—¡Entonces deja de pensar en cualquier cosa distinta a esto, entra allá ahora y tráeme su cuero!
Sonó el gong del reinicio.
La larga espada de dos manos de ella chocó una, dos, tres, cuatro veces contra láminas de un acero negro. Dos grandes seres, con costras de sombra en vez de piel, atacaban con láminas finas y curvas que casi recordaban una hoz transformada en espada de grueso metal. El rostro oval de esas criaturas no tenía nariz ni orejas. En lugar de los ojos había apenas una protuberancia llena de nervaduras, cual dos cáscaras de huevos llenas de nervios cicatrizados allí. Tenían la boca constantemente abierta y apenas un espacio negro que representaba un punto oscuro dentro de ellas.
De la piel de las criaturas escurría una especie de aceite, que brotaba como sudor. El olor de ese aceite recordaba al del azufre y la putrefacción. Cada vez que eran cortadas en algún punto, no derramaban sangre propiamente dicha, sino más aquel aceite.
Esto llevaba a la conclusión de que las criaturas sudaban su propia sangre.
Las dos aberraciones se concentraban en atacar una y otra vez a Bradamante, y aunque la capitana estuviera acostumbrada a cazar brujas, la simple vista de esa situación era para erizar los nervios del soldado más experimentado.
Ruggiero no podía ayudarla en ese momento. Detrás de los seres de costras de sombra había otros. Se trataba de criaturas deformes, sin cuerpos proporcionados. Eran como espectros mutilados. Seres oscuros que no se miraban en los espejos por carecer de reflejo y porque habrían enloquecido si lo hicieran. Las criaturas tenían cuerpos esqueléticos y estaban desnudas, sin vellos ni sexo.
Debía haber casi dos decenas de ellas. Usaban armas en una sola de las manos, pues con la otra sujetaban un ojo que no se encajaba en el rostro y colgaba a través de un nervio en forma de un largo hilo rojo y morado. Necesitaban apuntar su ojo en dirección al atacado para saber lo que miraban. La lengua de esos seres se hallaba presa, perforada por los dientes de la boca, que no se abría ni se cerraba.
El sonido que producían era de gruñidos perturbadores.
Ruggiero había retirado su espada de las espaldas, una espada ligera y larga, que Bradamante nunca había visto en Occidente. La espada tenía grabados detalles de un dragón oriental a lo largo del mango y runas incrustadas en ambos lados de la lámina. El estrago que provocaba era en verdad devastador.
Bradamante cruzó las espadas otras dos, cuatro, seis veces con las gruesas láminas de las grandes criaturas de sombra y aceite. Ellas usaban placas de armaduras de hierro antiguo, y cada vez que el filo de la espada de dos manos de ella golpeaba en ese metal, parecía desgastarse un poco más.
Ruggiero avanzaba entre aquellos seres bizarros con saltos acrobáticos y cortes precisos. Giraba y cortaba brazos que sujetaban ojos, y hacía danzar en varios semicírculos la espada oriental para cruzar su lámina con golpes que venían de todos lados. Defendía, esquivaba, cortaba. Defendía, esquivaba, cortaba. Defendía, esquivaba y…
Una de las láminas negras cortó a Bradamante y ella gritó de dolor.
Ruggiero corrió hasta allí y estiró la lámina encima de la cabeza de ella, antes de que otras dos descendieran juntas. Mantuvo una fuerza excepcional para aguantar a aquellas dos criaturas forzando la espada oriental hacia abajo, y entonces Bradamante se levantó, tropezando hacia atrás hasta que golpeó con la espalda en la pared. Ruggiero caminó de espaldas hacia ella, hasta que ambos quedaron apuntalados en la pared ante una horda de seres que no deberían existir, acorralados como animales en una cacería.
—¡Son demonios de Aramis! ¡El maldito conde está conjurando demonios de Aramis! —susurró ella, en medio del dolor.
—Vigila a los esqueléticos. Son numerosos, pero ven mal. Mantente lejos de su mirada.
—¡Ellos sujetan los ojos con la mano!
—Entonces córtales la mano.
Bradamante inspiró y exhaló. Los seres desnudos comenzaron a apuntar sus ojos hacia ellos con las manos, como si fueran objetos de estudio. Los más grandes parecían revisar sus propias heridas y rugían con furia cada vez que hallaban otra más en el cuerpo de sombra.
—Intenta llevar a esos bichos a otra sala —dijo Ruggiero.
—Su armadura —ella jaló aire—. Es hierro antiguo. Acaba con una lámina común.
—Eso se puede resolver.
—¿Pero cómo?
Ruggiero lanzó un ¡kiai! en el momento en que los seres se cansaron de buscar heridas en sí mismos y avanzaron con ira. El oriental saltó por encima de ellos como si fuera un tigre y el mundo pareció cada vez más lleno de sombras.
Bradamante inspiró hondo, con una vitalidad que recordaba la de las hadas-amazonas, y partió en dirección del aposento anterior, llevándose con ella a seres de los cuales no se olvidaría tan pronto si acaso sobrevivía y volvía a dormir.
Axel golpeaba por instinto. Ya no sentía los golpes: ni los que propinaba ni los que recibía. Cuando dos guerreros poderosos se ven en medio de una lucha incesante, una lucha que equilibra ambas fuerzas, existe un momento en que la sensibilidad se va perdiendo. El cuerpo comienza a desobedecer a la mente a la misma velocidad, y cuando golpea, la mayoría de las veces lo hace por reflejo. Es un momento en que ambas partes siguen luchando por instinto, sin un razonamiento lógico detrás de los movimientos, cuya mayor preocupación es respirar.
Pues existe un momento en que el aire parece estar cada vez más enrarecido.
Es el momento en que el cansancio, cuando llega, lo hace para derrumbar. Y es eso, la supervivencia de la mente y del cuerpo en ese momento difícil, lo que determina al guerrero vencedor; no los golpes aprendidos ni las técnicas entrenadas en forma exhaustiva. Por eso lo que define el poder de un guerrero vencedor es su espíritu, y por eso las artes marciales son espirituales antes de ser luchas corporales.
Axel Branford comprendía cada vez más el concepto de «arte marcial» por encima del concepto de «combate corporal». Era por eso, y sólo por eso, que él se mantenía de pie en aquel cuadrilátero, mientras un gigante a saber cuántas veces más fuerte que él imprimía un carrusel de hematomas en sus brazos, en su tronco y en su rostro. Su cuerpo imploraba que desistiera. Su mente se mantenía neutra. Su espíritu imploraba por la victoria.
Y en su estómago aquella energía aún pulsaba como pequeños latidos del corazón.
Entonces llegó el momento más difícil en su carrera como pugilista.
Radamisto avanzó sobre su adversario con uno de los ojos hinchado también, y Axel se enfiló hacia la guardia del oponente hasta cerca del tronco del gigante blanco. Fue cuando, ante la oportunidad de estar tan próximo a la región de las costillas fracturadas en el lado izquierdo, inspiró con toda la energía posible y explotó todo en los movimientos más fuertes que consiguió.
Los gritos de dolor de Radamisto fueron tan altos, y tan parecidos a los alaridos de los prisioneros torturados, que los niños comenzaron a llorar.
Por puro instinto, demostrando el espíritu del guerrero que también había en él, Radamisto trabó por un momento el brazo de Axel entre las costillas partidas. El puño izquierdo subió con odio. Y cuando descendió, lo hizo con toda la rabia contenida en el cuerpo de un oso.
Axel desvió la cabeza para evitar un agujero en lo alto del cráneo. El puñetazo golpeó de arriba abajo en su hombro izquierdo.
Y el mundo escuchó un ¡crac!
Era un sonido aterrador, seguido de un grito de dolor que casi recordaba una súplica.
Era el dolor de un guerrero con el hombro levemente dislocado de lugar de manera abrupta.
Axel se apartó de Radamisto y ambos cayeron al suelo gritando de dolor al mismo tiempo. Radamisto intentaba respirar sin que las costillas rotas le perforaran el pulmón, mientras que Axel luchaba por sobrevivir al dolor de un hombro dislocado, correspondiente a una luxación en que el extremo de la cabeza del húmero se había zafado de la escápula.
La visión resultaba tan impresionante, pero tanto, que del público a los jueces, del emperador al rey, todo el mundo era perplejidad y silencio.
El juez central buscó ayuda para saber qué hacer. Y nadie supo qué decir. No podía abrir un conteo para dos pugilistas caídos ni cerrar la lucha sin un vencedor. Los organizadores se reunieron con rapidez y decidieron sonar el gong en un intervalo un poco más largo, para ver cuál de los dos pugilistas volvería al cuadrilátero.
El que se levantara y se mostrara dispuesto a continuar se consagraría como vencedor.
Un pedazo de mano rodó cuando la guerrera hizo girar su lámina.
Al menos esa vez el filo no se desgastó por el contacto con la piel desnuda de los seres andróginos. En realidad eran ellos los que quedaban desgastados y ciegos. Descoyuntados, intentando apuntar los ojos en las manos en todo momento hacia la mujer que no paraba de correr de un lado al otro como una posesa, haciendo girar una espada de dos manos como si fuera la cosa más normal del mundo.
En el otro aposento Ruggiero cruzaba sus láminas de manera incesante con las dos criaturas, en busca de ganar espacio. Una de ellas brincó y descendió con violencia sobre su cabeza. Él se dio cuenta y saltó. La criatura grande arrancó un pedazo de suelo e hizo volar la madera y el termitero. Entonces él aprovechó aquel momento para llevar la lámina de la espada oriental junto al pecho. Colocó la palma de la mano izquierda frente a una runa y, con la derecha arriba, como en busca de algo en el ambiente, susurró palabras olvidadas en un antiguo y místico idioma oriental.
La lámina de la espada oriental se encendió con una luz azulada.
Y por primera vez, hasta aquel momento, los dos grandes demonios de Aramis temblaron.
Melioso tenía el corazón en la boca, al lado de un equipo formado por tres médicos que examinaban la gravedad de la herida de Axel. Un segundo equipo fajaba las costillas de Radamisto.
—Ponlo en su lugar —susurró Axel.
—Aconsejo que el pugilista no continúe —dijo el médico en jefe del grupo, después de examinar la luxación.
Melioso se llevó una mano detrás de la cabeza, desesperado. Miró hacia el área de los monarcas y se puso aún más nervioso cuando percibió la mirada asimismo nerviosa de Primo, es decir, de Anisio Branford. Cerca de él, Ferrabrás también parecía tenso. Pero era un hecho que, en condiciones precarias o no, Radamisto al menos volvería a la arena con un vendaje alrededor del área herida.
—Entrenador —dijo el médico en dirección a Melioso—. Necesito que usted o el pugilista desistan oficialmente del combate, de modo que lo retiremos y atendamos en mejores condiciones.
—Ponlo en su lugar —volvió a susurrar Axel, entre párpados que se apretaban de cuando en cuando a causa del dolor tan lacerante.
En el área de los monarcas Anisio Branford sabía que necesitaba hacer algo. Aquel era el momento en que los liderados buscan con aprehensión el liderazgo de un comando firme que sepa o al menos dé la impresión de saber qué hacer. Anisio no estaba seguro si tenía conciencia de lo que hacía o no, pero al menos tenía la certeza de que era suya la responsabilidad del futuro de Arzallum.
Los soldados corrieron hacia el rey cuando hizo tan sólo el esbozo de una señal. Anisio les pasó algunas instrucciones y ellos salieron corriendo sin cuestionarlas. Lo que las personas, sobre todo los soldados, más agradecen en momentos de caos es que alguien les diga qué hacer.
Entonces Anisio Branford ordenó que decenas de velones se distribuyeran a las personas alrededor de aquel cuadrilátero. Y rezó a su madre Terra, reina y hada, por un milagro que fuera digno de merecer.
La lámina comenzó a cortar los hilos que ligaban a los ojos. Bradamante había descubierto que eso resultaba más eficiente que cortarles las manos, pues aquellos seres macabros perdían el sentido de la dirección y comenzaban a correr desesperados, chocando unos con otros.
Cuando terminó con el último y reparó en aquel mar de cuerpos frente a sí, exhalando aceite por los poros en lugar de sangre, Bradamante se sintió sucia. Entonces escuchó un ruido. Y descubrió que aún había uno.
Tenía el frasco que ella y el oriental habían ido a buscar.
El frasco con el antídoto del macabro veneno.
Aquel que, en un único movimiento, el muy maldito quebró.
—¡Entrenador! —gritó el médico ante un señor conmocionado, que no reunía el valor de ordenar el desistimiento oficial de la lucha. No después de haber llegado tan lejos. No después de haber estado tan cerca—. ¡Necesito el desistimiento oficial ahora!
—Está susurrando algo —dijo Melioso.
Fue sólo entonces cuando los paramédicos se dieron cuenta de que Axel buscaba aire para decir algo en medio del dolor. Uno de aquellos jóvenes, arzallino por naturaleza, acercó una oreja al rostro del príncipe:
—¿Qué, alteza? —era interesante cómo, aunque estuviera ante un pugilista en condición de profesional, el joven arzallino no lograba separar el título de aquel ídolo.
—Ponlo en su lugar…
—¡No logro comprender!
Axel inspiró hondo y buscó fuerzas en el infinito para gritar:
—¡Dije que lo pongas en su lugar!
Ellos se miraron asustados, pero en el rostro de Melioso había una sonrisa de orgullo.
La lámina azulada se hundió en el muslo de uno de los grandes seres de costra de sombra y lo quemó al tocarlo. Quemó la piel humana como hierro ardiente. Como una mano sumergida en ácido. Como aquella criatura nunca había sentido jamás.
Ruggiero retiró la lámina con un solo movimiento y se lanzó sobre la segunda criatura. Las láminas danzaron como dragones en vuelo. La espada atravesó la placa de hierro antiguo, y en el momento en que la criatura gruñó con fuerza, Ruggiero hundió la lámina en el corazón.
Cuando retiró la espada, la criatura cayó sin vida, como una marioneta cuyas cuerdas hubieran cortado.
Ruggiero caminó hasta la otra, aún arrodillada, sin saber cómo resistir el dolor que le quemaba el muslo, y con un golpe casi invisible le arrancó el cuero cabelludo hasta dejar expuesto el cerebro. La criatura también cayó con pesadez, como un saco de estiércol.
—No me parecías tan malo —dijo Bradamante, regresando al salón.
—Opinar lo mismo de madame.
—Tenemos un problema. El último demonio quebró el frasco.
—Si, como decir, aquello del rey Alonso ser litio, entonces bastar con recoger algunos ojos cortados de los seres sin piel mientras yo preparar una forma de quemar hacienda.
—¿Quieres decir que también entiendes de maldiciones y artes de contramagias oscuras?
—En mis tierras nosotros enfrentar seres diferentes, pero también nosotros saberlos cazar.
El pueblo se miraba con temor. Tanto adentro como afuera. No importaba si su héroe tenía la forma de agua y carbono o la de partículas de dióxido de silicio: el sentimiento que causaba verlo en aquellas condiciones era el mismo.
Dos paramédicos colocaban franelas empapadas de agua fluidificada por hadas en la región dislocada. Aquello anestesiaría en forma temporal una parte del dolor e impediría un agravamiento de la herida.
—Entrenador —repitió el médico en jefe, esta vez sin tanto énfasis.
—Ya escuchó al muchacho —dijo Melioso.
El médico en jefe se mordió los labios, pensativo. Miró a uno de los paramédicos y le hizo una señal con la cabeza para autorizarlo. Con cuidado, el chico tomó el brazo de Axel y Melioso lo interrumpió:
—Ese no. Ordena a otro que lo haga —dijo el entrenador, apuntando al joven que sujetaba el brazo de Axel.
—¿Cuál es la diferencia? —preguntó el médico en jefe, casi irritado.
—¡Si uno de esos dos tendrá el honor de colocar el hombro de este campeón en su lugar, que sea un arzallino!
El médico suspiró, como si fuera la cosa más idiota que hubiera escuchado, y ordenó el cambio. El otro muchacho sujetó el brazo de Axel en vez del primero, esta vez como si fuera una espada que se entregara a un caballero recién consagrado.
—¿Cómo supo que el otro era de Arzallum? —preguntó el médico a Melioso.
—Por la mirada.
El médico asistente se acostó a lo largo del brazo extendido del príncipe. Aseguró la mano de Axel entre las suyas, cruzó las piernas por el brazo estirado y colocó uno de los pies en la axila, por debajo del hombro, el otro apenas apoyado a un lado del cuello, sin hacer fuerza.
Al fondo se escuchaba a Radamisto gritar del dolor en las costillas rotas. Era posible que cada respiración doliera dentro del gigante blanco. Aun así apretaba los dientes y los párpados, mientras procuraba respirar lo más profundo que podía para volver al cuadrilátero.
Las personas temblaban alrededor, con miedo y temor de lo que verían a continuación. Comenzaron a hablar al mismo tiempo, en una manifestación de nervios colectivos. La tensión subió hasta niveles estratosféricos y el tono del vocerío empezó a aumentar.
—¡Axel, a la cuenta de tres! —gritó el médico en jefe—. Uno… dos…
Conociendo el procedimiento, al «dos» el paramédico inspiró y jaló el brazo en un único movimiento, ¡haciendo crujir el hombro luxado!
—¡UUUAAAHHH! —fue el rugido que se escuchó en toda la arena.
Los niños volvieron a gritar, los hombres apretaron los dientes, a los señores de mayor edad se les subió la presión arterial y las mujeres derramaron lágrimas. María Hanson hundió el rostro, aterrorizada, en el pecho de su profesor. Ariane Narin mantuvo los ojos muy abiertos, perpleja. João Hanson mantuvo una expresión fría e impasible, que denunciaba respeto, e incluso el rey Anisio Branford se sacó sangre al morderse la lengua sin siquiera percibir el dolor. Como otras mujeres a su lado, la princesa de Stallia también derramaba lágrimas.
Pero las de Blanca Corazón de Nieve eran distintas a las otras, pues eran las lágrimas de un ser humano que sabía que aquel hombre no merecía perder aquel combate, aunque supiera lo que eso significaba para ella misma.
Y en silencio, como deberían ser todas las plegarias, Blanca Corazón de Nieve fue otra de las voces en pedir a su Creador que le concediera el milagro.
Y fue cuando ocurrió.
Comenzó con aquel mismo sonido tribal que el pueblo había creado bajo Prince, la estrella del príncipe. Empezó con un grupo y se propagó a través de miles de personas que aumentaron su intensidad. Dos sonidos graves.
Tum… Tum…
Seguidos por uno agudo.
Ta…
Dos sonidos graves. Seguidos por uno agudo. Y otra vez. Y otra vez. Y otra vez. Poco a poco, centenares de miles de personas siguieron el ritmo de aquella cadencia tribal, que sacudía los instintos primitivos ocultos dentro del hombre. Tanto adentro, ante los hombres de carne, como afuera, ante los hombres de arena. El sonido se convertía en una «onda» que invadía sentimientos próximos al amor de un ser humano por una nación, por la tierra que le dio vida y por el pueblo por el cual moriría orgulloso si le dieran una buena razón.
Aún en el suelo, Axel Terra Branford sintió aquella onda, que pulsaba en su interior. Y todo el dolor, por grande que fuera, se fue volviendo más pequeño ante aquella manifestación.
Tum… Tum…
La manifestación del más puro semidiós.
Ta…
Porque a través de la fe de sus criaturas un Creador expresa lo mejor de su existencia, y lo mejor que existe en todo corazón de semidioses que brillan con y por luz propia.
Axel Branford comenzó a levantarse con lentitud, y el mundo comenzó a hacerlo con él.
Tum… Tum…
Era el sonido de un solo latido de corazón de más de doscientas mil personas.
Ta…
El sonido del corazón de más de seis billones de seres humanos conectados a mundos fantásticos por hilos de plata que les impedían desligarse por completo de ellos.
Tum… Tum… Ta…
Pues la mitad de la vida de un ser humano implica sobrevivir al mundo. La otra mitad, descubrir un significado para su existencia.
Para lo primero existe el trabajo, el instinto y la evolución natural.
Para lo segundo existen el amor y la fe.
Y el sueño.
Axel se irguió bajo aquel sueño tribal y, por un instante, fue el sueño del mundo. Tanto el sueño del mortal que caminaba como el del semidiós que daba vida al camino.
En el cielo, al lado de Prince, la estrella del príncipe, brillaba Queen, la estrella de la reina.
Tum… Tum… Ta…
La onda en su plexo solar comenzó a esparcirse por el cuerpo y la sensación… la sensación era maravillosa.
«¡Necesitamos sacar la energía o creo que explotaremos!».
Cada poro emitía luz; cada célula, fuerza dentro de sus ligamentos. La conexión con el dolor quedó cortada de manera temporal, y si antes existía allí un ser humano, por un momento él también abdicó de esa condición.
Y se convirtió en una nación.
«En realidad, tú poder mantenerla dentro de ti y usarla como cura».
Fue el momento en que una segunda energía brilló en el cielo, y lo hizo tan fuerte como nunca, seguida de un ¡kiai! fantástico proveniente de las alturas, que se cruzó de manera magistral con el sonido tribal que venía de la multitud y representaba lo mejor del mundo.
Axel Branford inspiró a fondo y ¡gritó! de regreso a los cielos en un ¡kiai! extenso que se escuchó afuera de la Arena de Vidrio, donde las personas temblaban de éxtasis ante los avatares de arena. Un grito retumbante que anunciaba el renacimiento de un espíritu ante la llegada de ella en aquel cielo de muchas estrellas, y ante la llegada de todos aquellos sentimientos que venían con ella en aquel cielo y aquellas estrellas.
Un rastro incandescente escarlata rasgó de manera soberbia los cielos estrellados de la Arena de Vidrio en esa noche heroica, y el mundo se hizo más fantástico con aquella presencia en aquel instante.
En las alturas, Tuhanny, el águila-dragón, anunciaba su llegada a la Arena de Vidrio.
Axel tomó posición para volver a luchar, ante un juez asombrado. Al otro lado Radamisto lo hizo con el mismo coraje, y la reacción del juez fue la misma. Al final, por más años que tuviera en el pugilismo, aquello iba mucho más allá de cuanto había presenciado. Aquel no era un combate entre dos seres humanos.
Era un combate de gigantes.
Casi era un combate de semidioses.
En el momento en que estaba por autorizar el reinicio del combate, se escuchó un grito de comando de Anisio Branford y todos se volvieron hacia el rey. A una segunda orden todas las antorchas que iluminaban la arena se apagaron bruscamente y el mundo quedó a oscuras. Entonces, los soldados encendieron los velones.
Y sucedió así uno de los espectáculos más bonitos en la historia de Nueva Éter.
Fue el momento en que los centenares de velones distribuidos por orden del rey se encendieron en las manos del pueblo que rodeaba el cuadrilátero. Centenares de seres de diferentes colores, credos y orígenes, los cuales representaban a la humanidad que existía en Arzallum, levantaron sus velones encendidos e iluminaron para su máximo campeón el camino a la victoria y a la consagración de su nación.
Axel Branford miró la arena y, por más que aquello le dio fuerza, su corazón palpitó con suavidad. Ante un rostro de expresión dura, de quien no se olvida de la lucha, una lágrima descendió por el éxtasis que proviene del sentimiento del humano que se ve ante lo semidivino.
Porque el campeón de Arzallum miraba el rostro de aquellas personas que lo iluminaban aquella noche, que soñaban los mismos sueños que él y que soñaban sus sueños en él, y no veía a seres humanos comunes.
En cada rostro de cada persona que sujetaba un velón, Axel veía una mirada diferente. Y sentía algo distinto.
En el rostro de cada persona, aquella noche histórica, alrededor de aquel cuadrilátero, Axel Branford veía la mirada de un semidiós. Y todo lo que de magnífico eso representaba.
Pues él te veía a ti.
La lucha se reinició con el ¡kiai! del águila-dragón.
Radamisto se abalanzó una vez más como un oso hambriento después de la hibernación y Axel lo hizo cual tigre apenas liberado del cautiverio. El resultado fue el espectáculo más violento y poético en la historia del pugilismo mundial.
Jab. Jab. Directo. Cruzado. Directo. Cross. Gancho. Jab. Directo. Corto. Corto. Finta. Jab. Hook. Hook. Jab. Directo. Cruzado. Punch. Esquiva. Swing. Jab. Jab. Jab. Gancho amplio. Directo. Directo. Gancho corto. Esquiva. Esquiva. Uppercut. Esquiva. Jab. Cross. Gancho. Gancho. Gancho. Media luna. Cabezazo. Esquiva. Cross. Cross. ¡Uppercut!
Eran series. Series tras series. Series en apariencia imposibles de ser ejecutadas por dos combatientes en aquellas condiciones físicas, pero que no sólo daban vida a lo imposible, sino que hacían posible obtener un nuevo concepto. El público gritaba y gritaba extasiado y ya no sabía ni por quién lo hacía. Gritaba por el espectáculo que contemplaba y por lo que una lucha les había enseñado.
Fue cuando Radamisto embistió con un directo poderoso y Axel Branford, en vez de esquivarlo, golpeó de vuelta el puño de él. Radamisto se apartó e insistió con el mismo golpe, y de nuevo el campeón de Arzallum golpeó de regreso el puño cerrado. El puñetazo golpeó en el pliegue del pulgar y causó una dolorosa fractura.
Radamisto se apartó asustado. Miró a Axel Branford sin creer que su adversario estuviera en verdad sugiriendo aquello.
Del otro lado Axel agitaba un puño cerrado en dirección a su oponente, y enseguida llamaba a Radamisto con las dos manos. El oso blanco podría haber jurado que veía aquel movimiento a una velocidad mucho más lenta que la del mundo.
Cuando el inmenso minotaurino se aproximó y tomó posición, las personas comenzaron a saltar y a gritarse unas a otras, así como a patear cualquier cosa y a hacer movimientos bruscos e involuntarios que daban salida a aquella catarsis que no dejaba de crecer dentro de ellas, por hacerles creer que serían testigos de aquello, y que de hecho eran testigos de aquello.
El tiempo de ese round debía haber concluido en ese momento.
Pero ningún juez tuvo el valor de tocar la campana.
Axel Branford se puso en guardia ante Radamisto y ambos respiraron profundamente, haciendo los tres giros, hasta que alguna voz solitaria en la multitud gritó excitada:
—¡Boxe… boxe… boxing!
El golpe de los dos explotó en un ruido inmenso.
El pueblo que abarrotaba la arena subió al séptimo cielo de Mantaquim con la visión.
Tuhanny lanzó su ¡kiai! una vez más. Y casi doscientas mil personas adentro, y sabrá cuántas afuera, gritaron juntas esta vez con una sola voz:
—¡Boxe… boxe… boxing!
El segundo golpe de los pugilistas explotó, y esta vez el pulgar de Radamisto se dislocó hacia adentro.
El inmenso minotaurino dejó que lágrimas de dolor le escurrieran por la cara, mas no gritó. Afuera, los golpes reproducidos por los avatares de arena eran igualmente tan potentes, que los puños se destrozaban y hacían volar la arena.
Entonces la multitud gritó de nuevo, ante reyes que ya se hallaban de pie, con los ojos tan abiertos como niños en la Majestad.
—¡Boxe… boxe… boxing!
El golpe de Axel estalló directamente en el canto del puño derecho y quebró de una vez el pulgar de Radamisto. El oso blanco cayó sobre una de las piernas, gritando.
Axel Branford no escuchó el aullido.
Jab. Directo. Jab. Directo. Jab. Directo. Jab. Directo. Jab. Directo. Jab. Directo. Jab. Directo. Jab. Directo. Jab. Directo. Jab. Directo. Jab. Directo. Jab. Directo. Jab. Directo. Jab. Directo. Jab. Directo. Jab. Directo. Jab. Directo. Jab. Directo. Jab. Directo. Jab. Directo. Jab. Directo. Cruzado. Cruzado. Cruzado. Cruzado. Cruzado. Directo. Directo. Directo. Directo. Directo. Di…
Tuhanny gritó otra vez su ¡kiai! y trajo a su príncipe de vuelta a la razón, de modo que entendiera que todo había terminado.
Más tarde, después del fin de aquella lucha, las personas le dirían a Axel que, cuando Radamisto se desmayó y cayó inconsciente en el suelo de la arena, él aún golpeaba al infinito sin parar, como si todavía hubiera un ser humano allí.
Entonces Axel comprendió qué había ocurrido.
Y el mundo recuperó el sonido.
Era el sonido de una nación que lloraba, saltaba, gritaba y sacaba sentimientos que hacían que valiera la pena estar vivo. Las mujeres y los niños eran lanzados hacia lo alto. Personas que ni siquiera conocían sus nombres se abrazaban fuerte como hermanas. Los religiosos se arrodillaban y agradecían a los semidioses sólo de estar vivos para ver aquello.
Y cuando las antorchas de la arena se encendieron de nuevo, Axel comprendió lo que había hecho.
Por cierto, Anisio Branford ya estudiaba con sus tesoreros reales el costo de patrocinar la ida de los gnomos ingenieros a todas las ciudades de Arzallum para la exhibición del mismo espectáculo por el mismo periodo de tiempo.
Las comitivas de otros reinos y sus monarcas se retiraron de Arzallum para emprender el regreso a sus lugares de origen. La mayoría prometió regresar o enviar a representantes para la ceremonia oficial del casamiento entre Anisio Branford y Blanca Corazón de Nieve, fecha que ya estaba agendada incluso antes del fallecimiento de Primo Branford, y que Anisio prefirió no modificar, aunque las condiciones lo permitieran.
Axel había alcanzado un nivel de popularidad y endiosamiento que ya no le permitía andar por las calles. Sin embargo, su hombro subluxado y llevado más allá del límite humano lo mantendría en cama por un buen tiempo aún. Su rostro más parecía un mapa fluvial de hematomas; pero, aún así, por más que le doliera hasta sonreír, Axel Branford lo hacía.
Y lo hacía con amplitud.
En un carruaje cerrado, que más parecía una caja de hierro, el emperador Ferrabrás regresó a Minotaurus. Su expresión era hermética y su mirada iba mucho más allá de lo que los paisajes le mostraban. Su corazón estaba sombrío y respiraba sentimientos que contaminaban a sus órganos y que, al acumularse, incluso le provocaban cáncer.
Pero él los sentía. Es más, se alimentaba de ellos.
Radamisto se había quedado en el Hospital Real de Andreanne siguiendo las órdenes de los representantes del Puño de Hierro y del rey Anisio Branford. Ferrabrás no veía dicha actitud como una virtud humanitaria, sino como una forma más de escarnio, y de que los Branford conservaran otro trofeo delante de él. Así como de la nación que representaba. Sin embargo, tal pensamiento no le preocupó por mucho tiempo, pues al menos Arzallum no tendría aquel trofeo por mucho tiempo.
Radamisto debía morir.