36
Las espadas se cruzaron una, dos, tres veces. Después cuatro, cinco, seis, siete.
Al contrario de un torneo como el Puño de Hierro, esta vez el público no gritaba con euforia ante los embates de los dos enemigos. A final de cuentas esta vez se encontraban ante un duelo de vida o muerte. Un duelo en el que ellos sabían que uno de los dos moriría aquella noche. Por eso las reacciones que se despertaban no variaban mucho de un silencio angustioso que erizaba y hacía que las uñas se clavaran en las pieles, y que asimismo provocaba gritos de susto cada vez que una lámina se acercaba demasiado a un rostro.
Lo que más impresionaba era que João Hanson, el muchacho de quince años, por más que estuviera nervioso, se mantenía firme. Y por más que últimamente trabajara como leñador, con lo que había ganado alguna condición física, parecía saber manejar una espada como si hubiera sido entrenado con anterioridad.
Ahora, imagina todo eso junto en la cabeza de María Hanson.
—Por lo visto el joven señor Hanson la tiene sorprendida, señorita Hanson.
María miró hacia un lado en dirección al extraño y volvió a mirar hacia la lucha con los nervios destrozados. Entonces su cerebro percibió que no era un extraño y ella volcó su atención en él, para decirle casi llorando:
—Profesor…
Ella abrazó a Sabino von Fígaro como lo habría hecho con su abuelo o con su propio padre, si acaso él estuviera allí. Ariane ni siquiera era capaz de mirar. Se arrancaba un pedazo de uña tras otra, igual que un águila renovando sus garras.
El público gritó en el momento en que el sable hizo un tajo a la altura del cuello de João. Las espadas se cruzaron una, dos, tres, cuatro veces más. Una vez más João Hanson hizo una finta por arriba. El conde se preparó para defender el golpe.
Y la lámina de Dharuma corrió en diagonal de abajo para arriba, con lo que alcanzó a rasgar el ojo izquierdo del conde.
Edmundo gritó y se apartó para cubrirse el ojo herido.
—¡So…! ¡So…! —el ojo derecho vio la sangre en la mano. Sólo el ojo derecho. Y fue entonces cuando el conde entendió que el otro no sólo estaba herido, sino ciego. Entendió que, aunque venciera en aquel duelo, saldría de él para siempre con el recuerdo eterno de una visión menoscabada.
—¡Hanson! —gritó Axel. Aquello no debería estar permitido, pero… bueno… ¿quién le llamaría la atención al príncipe?—. ¡Luna creciente, en contraataque!
En la arena João Hanson no se volvió hacia Axel Branford, pero a pesar de mantener la posición de guardia, modificó la forma de sujetar la espada, al invertir el puño superior en el mando.
Y María Hanson se dio cuenta de ello.
—Profesor, ¿cómo es que él entiende esos términos? —María agarró a Sabino con las dos manos y comenzó a sacudirlo, con desesperación en la voz—. ¿Cómo puede João conocer técnicas de espada, profesor? ¡Esos movimientos son, no sé, de caballeros!
Sabino suspiró:
—Hace tiempo que el joven señor Hanson la ha venido sorprendiendo, María. Usted sólo se rehusó a ver.
Fue entonces, y sólo entonces, cuando María Hanson concluyó que aquello sería difícil hasta para los semidioses.
Flash.
—Izquierda, derecha, izquierda, derecha, izquierda, derecha, una finta, abajo, derecha.
—¿Qué es eso, João?
—¿Qué, muchacha?
—¿Qué es eso que cuentas de «izquierda para allá», «derecha para acá»? ¿Ahora tomas clases de baile?
—¡No, rayos! Esto es de la clase de… ajedrez.
—¿Jugadas de tablero?
—Más o menos…
De súbito, María Hanson se apartó del cuerpo de su profesor. Los ojos completamente abiertos.
Flash.
Catedral de la Sagrada Creación.
—Él es medio cerrado de vez en cuando… desde que sucedió aquello. Sufrió mucho en aquel episodio, ¿sabes? Estuvo preso debajo de una escalera, en la oscuridad, torturado todo el día por esa…
—Me imagino cuán traumático debió ser para él. Y para ti.
—Sí, lo fue. Poco a poco lo ha ido superando. Somos muy unidos en cuanto a eso. En cuanto a todo. Y él es muy inteligente. Será un gran pensador. ¿Sabías que pertenece a un club de ajedrez? Entrena tres veces por semana. ¡Sólo que nunca me deja ver!
—«Ajedrez», ¿eh? Es algo que nunca pensé…
El corazón de María Hanson latía acelerado. Pero latía muy acelerado. El sudor comenzó a escurrirle por la frente como si fuera un acto de tortura.
«“Ajedrez”, ¿eh?».
Se acordaba de la reacción de Axel. Él había sonreído ante el término. Ella imaginó que estaría sorprendido por el descubrimiento de aquello a lo que su hermano dedicaba su tiempo, más…
«Es algo que nunca pensé…».
… ahora se daba cuenta de que en realidad él estaba sorprendido por el descubrimiento de aquello a lo que ella creía que su hermano dedicaba su tiempo.
Y esa conclusión hizo que sus rodillas se aflojaran, cuando su memoria volvió a aquel día increíble en que ella conoció y salió con Axel Branford por primera vez. El día en que João Hanson y Ariane Narin se metieron en la carreta de heno para seguirla y descubrir quién era el tipo audaz que osaba salir con una Hanson sin antes pedir permiso.
Y ese recuerdo le revolvió el estómago.
Flash.
—¡João! ¿Pero qué haces aquí?
—Yo no soy admirador de nadie —dijo el niño, enojado—. ¡Estoy aquí para saber quién es ese sujeto misterioso que se atreve a llevarte a pasear sin pedirme permiso ni a nuestro padre!
—¡No! ¡No doy crédito que hayas hecho eso, niño!
—¡Oye, estoy haciendo mi papel de hombre! Además, no sabes si ese tipo es de familia. Puede ser un tarado o un maltratador de doncellas… O un príncipe…
En ese momento el niño se había quedado helado. Congelado.
Y María, como cualquier otra persona sensata en el mundo, lo interpretó como la conmoción natural de un niño plebeyo que descubre que su hermana plebeya ha estado saliendo con el príncipe de su reino. Pero, analizando aquel momento, el razonamiento cambiaba por completo.
La reacción estupefacta de João Hanson no era sólo la de alguien con temor de haber hecho una gran tontería. Era la de alguien que tenía miedo de ser delatado.
—Mi Creador… Él sabía… —dijo ella, conmocionada, y se volvió hacia Sabino para exigirle—. Axel lo sabía, ¿no es cierto? Axel conocía la verdad.
Sabino pensó y vio que ya no había marcha atrás.
—Él no sabía que ustedes eran hermanos. Pero, siempre que puede, da clases de pugilismo a los voluntarios de aprendiz de caballero.
María Hanson se sintió como una tonta. Y contempló la arena, donde su hermano aún esperaba a que el conde Edmundo se recuperara de la pérdida de un ojo.
«¿Así es como pretendes ayudar a mi hermano? ¿Ayudándolo a entrar en un cuadrilátero donde podría morir?».
—Pero ¿cómo es que no me lo pudo decir en todo ese tiem…? —María abrió mucho los ojos una vez más y tuvo que llevarse las manos al estómago cuando sintió un connato de vómito—. Usted… usted también lo sabía, ¿no?
—María, para que un joven sea candidato a aprendiz de caballero real, se necesita una recomendación —dijo, serio—. ¿Quién crees que podría haber recomendado a João Hanson?
María sintió una nueva arcada.
«Él no morirá en esa arena».
—¿Por qué… por qué ustedes nunca…?
—Existe un código, María. ¡Un código de honor y de palabra! Esos muchachos se vuelven una familia y todos se protegen. ¿Por qué crees que personas como él y los gemelos Darin se protegen todo el tiempo?
Y el conde gritó de ira por el dolor que se apoderaba de su cuerpo, y avanzó babeando de odio hacia João Hanson. El joven, con su mirada concentrada y los cabellos cortos, rapados a navaja, esperó en posición de guardia.
«Hablas como si tuvieras la seguridad de eso».
El conde se aproximó y se aproximó y se aproximó, y João Hanson lanzó su golpe.
«La tengo».
La luna creciente trazó un dibujo con el filo del arma de abajo hacia arriba, en busca de las vísceras del conde Edmundo. La lámina perforó la carne con el impacto y, con el puño de arriba invertido como estaba, João Hanson empujó aún más la espada hacia el frente, haciendo que el filo penetrara cada vez más profundo. Heces y sangre quedaron expuestas en el momento en que las vísceras y el intestino de Edmundo Dantés saltaron con violencia hacia afuera.
Y el conde del odio cayó.
João Hanson permaneció en la posición final por algún tiempo más, hasta creer en ella. Convencerse de que estaba vivo y había sobrevivido. Y de que había vencido.
Y creer que, por primera vez, ese muchacho de quince años había matado.
Cuando João Hanson se irguió, la estupefacción de la multitud se desvaneció y las quinientas personas comenzaron a aplaudir y a silbar, así como a gritar su nombre. Su apellido. Ariane Narin entró corriendo a la arena, sin querer siquiera saber si eso ya estaba permitido, y se lanzó sobre el muchacho. Cuando los cuerpos se apartaron, entre llanto y voz trémula, antes de que él dijera la frase, ella la dijo primero:
—Yo te amo.
Y al fin, un cansado João Hanson esbozó una abierta sonrisa.
Finalmente él siempre había sabido que aquello era verdad.