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El lugar acordado era un claro no muy apartado. Cuando João Hanson llegó al sitio, el muchacho quedó muy sorprendido. A ojo de buen cubero, allí había al menos quinientas personas. La historia del niño que escapó de la muerte en casa de una bruja para sobrevivir y desafiar al conde del odio a un duelo de honor en nombre de la chica amada y del padre condenado, era capaz de estremecer al más apático plebeyo.
João Hanson llegó de la mano de Ariane Narin y la reacción de todos fue inmediata.
Las personas lo señalaban y lo aplaudían, como habían aplaudido a Axel Branford tiempo antes en el Puño de Hierro, y levantaban velones como también lo habían hecho antes. Axel también estaba allí, en el centro de la arena improvisada, lo que sólo aumentaba la fascinación del populacho.
Los amigos de João Hanson fueron hasta él y lo abrazaron, y le dijeron cosas que salían del corazón. Incluso Héctor Farmer y Paulo Costard se aproximaron y le dijeron:
—¡Eh, Hanson! Nosotros… no esperábamos que todo esto ocurriera.
—Nunca hemos deseado que mueras, Hanson.
—Y aunque no nos llevamos bien contigo, quería… nosotros queríamos decirte que te consideramos un valiente por pedir el tribunal y entrar en esa arena.
João Hanson caminó hacia allí sin decir nada.
En el centro estaba, la arena improvisada, delimitada por un círculo de piedras. Había soldados que reforzaban los límites del cuadrilátero. Bradamante y Ruggiero estaban entre ellos, así como Axel y, junto a él, el caballero que testificaría el desafío, además de un respetadísimo magistrado, representante máximo de las leyes de Arzallum que haría valer las leyes antiguas.
Frente a ellos, una piedra con una pequeña rajadura. João Hanson debía presentar una espada de dos manos. En caso de que no la tuviera, un representante del rey debería proporcionarle una. Axel tenía un gran paquete en las manos y, al ver a María Hanson, se dirigió a ella.
La joven lo abrazó como si fuera el salvador del mundo. Y tal vez para ella aquella noche en verdad lo fuera.
—¡Gracias al Creador que estás aquí! Pensé que no lograría…
—Te dije que vendría. Y que lo haría lo mejor que pueda. Traje hoy aquí al magistrado más respetado de todo el reino. Tal vez el más respetado del mundo.
—¡Entonces él impedirá todo esto!
—No, no es posible impedir un Tribunal de Arthur. Se trata de un camino sin regreso.
—Pero… pero… —María Hanson comenzó a perder la voz y a ponerse pálida—. Pensé que harías algo por João.
—Y lo haré.
Axel retiró la gran envoltura que cubría el regalo y descubrió una vaina negra adornada con hilos de plata cruzados, hecha de cuero estirado con varas de sauce. Encajada en la vaina había una espada de dos manos que, si no era la más bonita del mundo, además de no ser muy pesada, y por ende idónea para el tamaño de João Hanson, parecía haber participado en innumerables batallas y poseer un aura poderosa a su alrededor.
—¿Así es como pretendes ayudar a mi hermano? ¿Ayudándolo a entrar en un cuadrilátero donde podría morir? Tú…
Axel intentó aproximarse a ella.
—María, debes entender que tu hermano…
—¡Quítame las manos de encima! —gritó ella, histérica. Es innecesario decir cómo atraía aquello la atención general—. ¡No te acerques, Axel! ¡Estoy cansada de tus falsas promesas! ¡No me hables! ¡Ni me mires nunca más! Si mi hermano muere en esa arena, no quiero verte nunca más, ¿me escuchaste? ¡Nunca más!
Axel asintió y dijo:
—Él no morirá en esa arena.
—Hablas como si tuvieras la seguridad de eso.
—La tengo.
Axel se apartó y Ariane consoló a María, aunque también estuviera hecha un manojo de nervios.
Entonces vino un silencio, seguido de una explosión de abucheos cuando el conde Edmundo llegó al lugar. A nadie le gustaba aquel hombre y nadie lamentó que la hacienda de Los Esqueletos fuera quemada. Las personas lo insultaban, le arrojaban objetos, le escupían, y el conde parecía transpirar más cólera con cada reacción adversa. Protegido por los escudos de los guardias, llegó hasta la arena improvisada entre círculos de piedras. Y caminó hasta el centro.
Axel llevó la espada hasta João Hanson, la desenvainó y dijo:
—Esta es Dharuma. No me gustan las espadas y, cuando las uso, prefiero las más ligeras. Sin embargo, en jornadas importantes suelo cargar esta arma como un talismán. ¡Fue con esta espada que mi padre inició la Cacería de Brujas! ¡Fue con esta con la que corté la pierna de Jamil Corazón de Cocodrilo! Y es con esta con la que matarás al conde del odio en este Tribunal de Arthur. ¿Me entiendes, João Hanson?
João Hanson la tomó con firmeza y, con una expresión demoniaca que parecía ajena a él, caminó hacia el centro del círculo de piedras.
El caballero lo saludó con un gesto de cabeza, en el que se reconocían ideales como respeto, sin necesidad de decir nada. El magistrado se presentó:
—Señores, soy lord Wilfred de Ivanhoe, magistrado nombrado por el rey Primo Branford tras la Cacería de Brujas y representante máximo de las leyes actuales y de las leyes antiguas de Arzallum. Estamos hoy ante un Tribunal de Arthur en nombre de la honra de João Hanson contra el conde Edmundo Dantés. La parte ofendida debe ceder su arma.
Y João Hanson entregó la espada al magistrado. El señor debía estar frisando los sesenta años. Sus cabellos y barbas blancos le daban un aspecto sabio, de quien adquirió sabiduría en la experiencia.
Pareció reconocer a Dharuma cuando la recibió.
—¡Señores, por la autoridad atribuida a mí, establezco de manera oficial, ante el permiso del sagrado Creador, el ejercicio del Tribunal de Arthur!
Y la espada fue clavada en la piedra.
Silencio. El conde Edmundo desenvainó su espada, que recordaba a un sable con la lámina un poco más pesada, y esperó. En el cuello, él aún traía el cordón que sujetaba el anillo de leñador de Ígor Hanson. Todos sabían que centenares habían muerto en sus manos a lo largo de su fascinante trayectoria de venganza y que, por más que la edad se hubiera impuesto, aquel hombre era un espadachín hábil y experimentado.
Lord Ivanhoe se apartó, a la espera de que João Hanson diera inicio al duelo cuando estuviera listo. Una vez más se hizo el silencio.
Y João Hanson, sin demora y todavía con su expresión demoniaca, retiró con las dos manos, en un único movimiento, la espada de la piedra.