26
El ser alado cayó con la princesa aún entre sus garras, tras elevarse algunos pocos metros del suelo. Blanca no sintió nada. En realidad ya no sentía nada por debajo de la cintura. Pero de una cosa, al menos, podía estar segura, aunque al principio hubiera sido un razonamiento difícil de creer: el demonio oscuro en forma de lagarto-murciélago estaba muerto.
Los otros doce bichos conjurados de Aramis interrumpieron su festín de los cuerpos de los soldados muertos y volvieron su atención al compañero que había chillado para anunciar la muerte, después de tener la vida segada y el alma arrojada de vuelta al plano de donde no debería haber salido. Entonces los demás bichos subieron a los cielos juntos para tomar el lugar del hermano derrotado en aquella batalla.
Y Blanca Corazón de Nieve por fin vislumbró qué la había salvado. Y lo que sería en aquel día el primer milagro de su salvación.
Pues es un hecho, cuenta la leyenda, y es el pueblo quien la narra, que existe una montaña para cada enano. Para que nazca uno, otro debe morir, pues ese número siempre es perfecto. No se sabe si la leyenda es verdadera o no, pero en aquella región existían siete montañas.
Y eran siete sus maestres enanos.
—Son demonios baktshis —dijo maestre Orgullo, el maestre de los maestres enanos, cruzado de brazos, con una manta que le cubría los dos antebrazos como si fueran uno solo—. Son ciegos. Se guían por el olfato en busca de sangre y sus terminales nerviosas se diseminan en los propios dientes de sus enormes bocas.
Y uno de los baktshis avanzó furioso sobre el grupo, en un vuelo rasante capaz de producir silbidos.
—Por mí, esas terminales nerviosas podrían esparcirse hasta el mismo pelo…
—Ira…
El maestre Ira, o maestre enano Irritado, saltó al frente con su gigantesco martillo en las manos. El arma giró una sola vez y el choque, al pegar contra los dientes de la criatura, resultó tan violento, pero tanto, que le quebró doce dientes en una única pasada. La criatura voló algunos metros más, desorientada, hasta caer con un chillido característico de la derrota.
Entonces los otros se posicionaron. ¿Sabes?, eran raras, muy raras las veces en que los siete se reunían. Pero, mi amigo, cuando eso ocurría eran capaces de eliminar demonios. De destruir avatares. De modificar la energía de Nueva Éter. Y, si allí estaban todos juntos otra vez, era porque había un gran motivo para ello, algo importante de lo cual debían formar parte o interceder por la humanidad.
El maestre Gula, o maestre Feliz, siempre encontraba gracioso el modo colérico de maestre Irritado.
—Ira no pierde la iniciativa, ¿eh? —dijo, mientras mordía un gran pedazo de sandía—. Ni ese modo destructivo de actuar.
—No puede ser distinto —dijo maestre Orgullo—. Ira siempre genera destrucción.
El maestre Envidia, o maestre Estornudo, tomó la palabra mientras los seis contemplaban a Ira destrozar un demonio tras otro. Solo.
—¿Acaso crees que debería ayudar con alguno de esos demonios?
—No —respondió maestre Orgullo—. No es necesario. Ira solo sería capaz de abatirlos a todos. Pero debemos sacar a la princesa del campo de guerra, pues Ira no es capaz de distinguir aliados de enemigos cuando está furioso en plena batalla.
Un demonio baktshi prendió a maestre Ira entre sus garras, con la intención de levantarlo y soltarlo desde la altura suficiente para hacerte daño. El maestre Enano no sólo le rompió una de las patas, sino que escaló por él y comenzó a cabalgarlo, haciendo girar el martillo de guerra y derrumbando a otros por el camino.
—Sórdido —dijo maestre Orgullo.
Maestre Sórdido, conocido entre los hombres como maestre Dunga o Mocoso, vestía harapos como era su costumbre y tenía una apariencia sucia, al menos comparada con el aspecto más pulcro de sus hermanos. Caminó con su bengala, despacio, algunos pasos, y entonces comenzó a murmurar palabras extrañas en susurros que sólo los muertos escucharían.
—Gula, saca a la princesa de allí ahora mismo. Y cuidado con sus piernas.
—¿Qué hay con ella?
—Tú sabrás.
En un momento maestre Gula estaba en pie, terminando su sandía. Al otro, corría de manera sobrenatural por aquel campo, esquivando garras de demonios o cuerpos de baktshis que caían de los cielos, en dirección al cuerpo caído de la princesa. La agarró en un único movimiento, mientras al fondo el fúnebre talento de maestre Sórdido tomaba forma.
—¿Sabes? —dijo maestre Lujuria, conocido entre los hombres, y más aún entre las mujeres, por el curioso apodo de maestre Melindroso—, la princesa podría ser mi estímulo para derrumbar…
—Olvídalo —cortó rápido maestre Orgullo—. No será necesario.
—Aguafiestas.
Y en los ojos de maestre Sórdido brilló una luz oscurecida y grisácea.
El maestre enano siguió con sus palabras susurrantes, y entonces se escuchó un sonido continuo de huesos que eran recolocados en su lugar. Era un horrendo sonido que más recordaba a zombis saliendo de catacumbas.
De hecho, era justo eso lo que todo aquello recordaba.
Maestre Sórdido había elegido a once de los caídos. Los once cuerpos que conservaban la cabeza. Y poco a poco, como si no hubieran aceptado la muerte, se levantaron y en sus ojos brillaba también una luz grisácea.
Los demonios que aún no eran abatidos se confundían en aquel escenario, pues el olfato esparcido en las terminaciones de sus dientes hacía que sintieran un olor al mismo tiempo de vida (sangre) y de muerte (azufre) en un mismo cuerpo. Y cada vez que volaban cerca de ellos, láminas y espadas y hachas cortaban el aire y cercenaban alas o cabezas.
La cola de un baktshi estalló y acertó en maestre Irritado en medio del pecho, lanzándolo a muchos, muchos metros de distancia. Nadie sabe decir con exactitud si eso podría ser dicho, pero, bien, maestre Ira se puso como poseído.
—¿Estás seguro de que debemos presenciar eso? Insisto en que si yo interviniera…
—Piensa en lo que dices, Envidia. ¿Realmente quieres meterte en una pelea iniciada por Ira?
Maestre Estornudo lo ponderó y estuvo de acuerdo con Orgullo.
Maestre Gula ya había cruzado a toda velocidad el campo de batalla, entre cuerpos y destrozos, entre muerte y lucha violenta, y llevado a la princesa a un sitio cercano.
Al fondo se escuchaba el sonido de las tres últimas criaturas de Aramis que sobrevivían. Dos se parecían mucho a las otras. La tercera no. Por algún motivo era más grande, más voluminosa y tres veces más aterradora que sus compañeras. Obviamente fue esa tercera la que golpeó a maestre Ira.
Uno de los soldados «desmuertos» de maestre Sórdido, con sus brillantes ojos grisáceos, apuntó una flecha en dirección al baktshi mayor. El martillo de maestre Irritado hizo que el cuerpo subiera a los cielos cual un ligero espantapájaros.
—¡Ese es mío! —gritó maestre Ira—. ¡Usa tus juguetes para quien necesite de ellos! Ira no necesita nada. Ira se complementa a sí mismo. Ira es una forma única.
El inmenso baktshi avanzó colérico sobre el maestre enano. Los ojos de Irritado se encendieron de rojo. Y el mundo comenzó a girar más rápido.
¡Las garras descendieron y el enano saltó! ¡El martillo giró y se escuchó un estruendo cuando un hueso de aquel bicho se partió! La gruesa cola restalló de nuevo y voló hacia ese ser rudo y destructivo otra vez. De nuevo Ira saltó y, entonces, dejó caer el martillo con ambas manos en dirección a aquella maldita cola.
El bicho sintió que las terminaciones nerviosas de esa parte de su cuerpo eran aplastadas. Y chilló, ¡chilló como un poseído ante el tremendo dolor provocado por el estallamiento de los nervios!
En un acto reflejo, la bocaza se abrió y el tronco se lanzó hacia el frente, en un intento por devorar a su enemigo en un acto suicida. De manera sorprendente, maestre Ira se metió en la boca de la bestia, que se cerró.
Ningún maestre enano pareció sorprendido o atónito. Se hizo el silencio.
Entonces los dientes del bicho explotaron hacia afuera.
—Para qué tamaña brutalidad, ¿no es verdad? —preguntó maestre Lujuria.
—Ira no sabe hacer las cosas de otra manera —respondió maestre Orgullo.
—Porque no conoce otras cosas buenas de la vida, con las cuales se desestresaría.
Maestre Enano salió de la boca del baktshi abatido, envuelto en una sustancia pastosa. A su alrededor, los soldados desmuertos terminaban de cortar los miembros de los dos abatidos que faltaban y volvían a fallecer tras cumplir con sus designios, si eso hace algún sentido. En realidad, no es precisamente que volvieran a fallecer. En realidad, tras ser liberados por maestre Sórdido, sus cuerpos volvían a ser cadáveres.
La atención de los maestres enanos se volcó hacia la princesa Blanca Corazón de Nieve.
Maestre Orgullo le tocó las manos y sintió la piel más áspera de lo que debería estar.
—¿Qué es eso? —preguntó maestre Gula. ¿Qué tipo de magia es esa?
—Piel de espejo —respondió maestre Orgullo, y todos los presentes demostraron sorpresa—; poco a poco la piel va creando una costra que recuerda al vidrio. Los poros se van cerrando y la piel no respira. Hasta que eso llega a la boca, que ya no se abrirá. En cuanto los alrededores de la nariz se conviertan en vidrio, ella dejará de respirar.
—¿Cuánto tiempo le queda? —preguntó maestre Lujuria.
—Tal vez un día. Acaso menos.
—¿Existe alguna contramagia?
—Sí, existe —respondió Ira, mientras se aproximaba—. Incluso casi fui testigo de ella. Pero ninguno de nosotros es capaz de ejecutarla.
—Cierto —aportó Orgullo—. Pero podemos llamar a quien sí puede hacerlo.
Toda la atención se volvió hacia el último maestre enano presente.
Y Orgullo vociferó:
—¡Sueño…!