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Blanca Corazón de Nieve aún sentía violentas náuseas y ataques de mareo. Intentó salir del carruaje mientras escuchaba, al fondo, los gritos de los soldados asesinados por criaturas nacidas de pesadillas. Ella no sabía bien lo que ocurría: sólo escuchaba el ruido del acero cortando el aire y los estrépitos pegando en los escudos, seguidos de gritos brutalmente interrumpidos.
Intentó correr, pero cayó en repetidas ocasiones, algunas a causa de los ataques de mareo provocados por un aire cada vez más enrarecido, o que a ella le parecía cada vez más enrarecido; otras, a causa de sus piernas, que cada vez parecían menos sensibles. Blanca comenzó a desesperarse de verdad, mucho más que con seres fúnebres sobrevolando por encima de su cabeza y devorando los cadáveres de los soldados como si fueran buitres, cuando percibió que ya no tenía sensibilidad en los dedos de los pies. En realidad, cada vez era más difícil incluso que sus piernas obedecieran sus órdenes, rechazando la información enviada por el sistema nervioso.
A su alrededor había trece de aquellas criaturas. Mucho más que suficientes para eliminar a un grupo de cuarenta soldados, cosa que dos o incluso una harían. Las grandes alas, que recordaban las de un murciélago, se agitaban y cortaban el aire con un estruendo de orden macabro, capaz de hacer que un hombre vomitara su almuerzo. Sus gruesas colas se agitaban sin parar como las de una rata recién engullida en espasmos en la boca de un gato. Sus inmensas bocas recordaban las de los sapos y, cuando se abrían, eran más grandes que el resto de la cara. Ojos de lagartos y dientes cortos para el tamaño de la boca que chupaban la sangre como animales vampiros.
Era eso lo que Blanca Corazón de Nieve debía reconocer que presenciaba mientras intentaba que su cuerpo la obedeciera. Sólo que sus piernas ya no lo hacían. Y en breve parecía que el resto del cuerpo haría lo mismo.
Fue así que la princesa aceptó su triste destino. Sobre todo si esto servía para atenuar el conocimiento de la existencia de seres que no debían existir en aquel plano. No allí.
Así, con ese pensamiento, Blanca Corazón de Nieve sintió que las garras de uno de aquellos demonios alados la levantaban algunos metros.
La bocaza de dientes cortos se abrió.
Y en seguida se cerró.