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Suelta esa espada, ¡ahora! —la voz provenía del caballero que lideraba a los soldados.

João Hanson empuñaba la réplica de madera. Y esta seguía temblando.

Del otro lado, el protector de Edmundo sostenía una espada de auténtico acero, mientras que otro soldado le impedía seguir avanzando sobre el muchacho.

—Tú no eres soldado. Mucho menos un caballero —dijo João Hanson—. Ninguno de ustedes lo es.

—¿No sabes reconocer una insignia? ¿Ni una armadura real?

—El caballero de verdad no dejaría que un hombre como ese lastimara a las mujeres.

El caballero comprendió el conflicto, bajó la espada que empuñaba y dijo con una voz amistosa y comprensiva:

—Mira, hijo, estás en lo cierto. El conde exageró un poco. Y nos tomó por sorpresa, pero sólo fue eso. ¿Entendiste? Sólo eso; una distracción nuestra y un acto exaltado de parte de él. Un error que no se repetirá, te doy mi palabra. Hagamos esto: tú te calmas, nosotros resolvemos la pendencia que existe mediante la ley y nadie más sale lastimado, ¿está bien?

João Hanson bajó la espada. María y Ariane relajaron un poco la tensión que les sofocaba la garganta, e intentaron respirar de nuevo. El conde dijo:

—¿Así que tú eres el famoso heredero Hanson? Tu padre parece estar muy orgulloso de ti.

—Por favor, no rebaje el nombre de mi padre en su boca.

El conde escupió, irritado con la osadía.

—Pues entonces cumplirás la parte que tu padre no puede cumplir ya. Ambos me servirán con sangre y con todo lo que desee de acuerdo con mi voluntad y mi derecho consentido.

—¿Y si nos rehusamos? —preguntó João Hanson.

—¿Quieres saberlo ahora o después de la muerte de tu padre? —silencio. El conde continuó—: En la práctica, serán hechos prisioneros y condenados por no cumplir un acuerdo establecido en nombre de una familia. Esto al referirnos al ahora, pero existen consecuencias más profundas. Ambos sabemos que su padre está mal. Y según lo pactado en otra época, antes de que tales acuerdos fuesen prohibidos de nuevo, el alma de él, cuando parta, servirá en Aramis como esclava de demonios, hasta que otra alma pida servir en su lugar. Si es que alguna lo solicita.

Y María Hanson se acordó de las palabras de su profesor Sabino von Fígaro, proferidas tiempos atrás, con motivo de una investigación en una casa supuestamente marcada por una bruja.

«¡Apuesto a que el motivo es un trabajo!».

Y de su propia ignorancia en aquella época.

«¿“Trabajo”? ¿Y cómo puede una bruja trabajar para alguien?».

Y de la sorprendente respuesta.

«Mediante un pacto, señorita Hanson. En la época de la Cacería de Brujas, muchas de las personas apresadas e interrogadas habían contratado a brujas para que realizaran determinados rituales».

María comenzó a gritar a los soldados, llorando:

—¡Cómo! ¿Cómo permiten una cosa así? ¡Eso es brujería! ¡Ustedes no deberían tolerarlo!

—Señorita, no podemos interferir en acuerdos sellados en forma legal entre ambas partes —se defendió el caballero, incómodo—. Además, no nos gusta meternos en acuerdos sellados con magia.

—Los cazadores renacieron —volvió a decir la joven, aún llorando—. Ellos pueden anularlo. Incluso pueden…

—Antes de que digas algo de lo cual te arrepentirás, señorita —continuó el conde—, creo mejor informarte que mi vida está ligada al pacto y a la firma con sangre de tu padre. Lo que significa que cualquier persona que me quite la vida estará manifestando una petición para servir en lugar de tu padre como esclavo después de la muerte.

—No, eso es mentira.

—No, María —respondió Ariane—. Si el tío Hanson en verdad firmó con sangre ese documento escrito bajo las Leyes Antiguas, entonces el viejo sin noción tiene razón. Quien lo mate deberá tomar el lugar del otro, como esclavo de brujas tras la muerte.

María siguió llorando, tan asustada que ni siquiera se cuestionó cómo era que Ariane entendía de brujería.

—Como ves, aquí se trata de un pacto incluso capaz de atemorizar a los cazadores.

João miró a su hermana. María se veía asustada y temblorosa. No sabía qué argumento usar y se notaba que se culpaba por no haberlo escuchado antes. Antes de llegar a ese punto. Tal vez entonces habrían podido consultar a otros especialistas en leyes antiguas.

Entonces João Hanson vio la sangre en la nariz de Ariane Narin. Y su mundo tomó otra forma.

—Caballero, estamos hoy aquí para tratar sobre asuntos que involucran a las leyes antiguas; ¿están todos de acuerdo?

Afuera, Héctor Farmer y Paulo Costard se miraron con curiosidad, sin entender a dónde quería llegar João Hanson con toda esa historia.

—Sí, perfectamente.

—¿Y cuál es el derecho de un hombre ofendido ante otro que ofendió su honra?

—¿De qué tipo de ofensa hablas, hijo?

—De la ofensa a la honra y a la moral por parte de un extraño que se atreve a levantar la mano contra la mujer del ofendido.

Los soldados se mordieron los labios. Al fin habían comprendido a dónde quería llegar aquel adolescente. Y admitían para sí mismos que un muchacho debía ser muy hombre para hacer eso.

—El derecho a un duelo de vida o muerte en nombre de la honra del ofendido.

—Y como hablamos hoy sobre un pacto establecido sobre la base de tales leyes, entonces también me juzgo con el derecho de invocarlas.

El conde soltó una carcajada estridente.

—Muchacho, comprende lo siguiente: incluso si me mataras en tus más profundos sueños, tus pesadillas se harían realidad, pues eso no invalidaría el pacto anterior. De cualquier manera, servirías en lugar de tu padre en Aramis, y tu alma sería torturada y tomada como esclava por brujas mucho peores que Babau.

João Hanson no manifestó sorpresa. Sólo entonces el conde comprendió.

—Oh, ahora entiendo. Tú ya lo sabes —concluyó el conde, sorprendido—. Incluso lo deseas.

Los soldados se miraron asombrados. Aun el protector del conde Edmundo guardó su espada, admirado y respetuoso ante tal actitud. Y João Hanson, para dejar a los presentes boquiabiertos de una vez por todas, concluyó:

—Conde, usted demuestra falta de nobleza, cobardía, mentiras y arrogancia: todo lo que más aprendí a menospreciar de mi padre. Sin embargo, por más antiguas que sean las leyes, aún existen otras de carácter semidivino que nos protegen de personas como usted. Y que representan justicias por encima de las injusticias que benefician a personas de su ralea.

El esquelético conde cambió la expresión y adoptó un gesto de dureza y mucha seriedad. Fue así como escuchó a João Hanson decir:

—Y bajo la bendición de las leyes antiguas y de leyes más grandes, y ante estos soldados que son testigos de la ofensa dirigida contra mi mujer, invoco la ley conocida como el «Tribunal de Arthur».

Los soldados dejaron caer las quijadas, con las bocas abiertas. Aquello era demasiado fantástico hasta para ellos, que nunca habían visto nada igual.

«Los niños de Andreanne suelen fascinarse con la historia de Primo Branford».

El Tribunal de Arthur. La Espada en la Piedra.

«Tú eras el único que siempre te interesabas mucho más por la de Arthur Pendragon…».

La ley de la verdad por encima de cualquier magia.

—¡Chamaco atrevido! —dijo el conde, furioso—. ¿Quién crees que eres, apellido impuro? Tu padre servirá encadenado y permanecerá torturado por demonios todos los días, a la espera sólo de la hora en que tomarás su lugar, y yo adoraré escuchar tus gritos desde aquí. ¿Quieres saber? ¡Rechazo la petición!

El caballero que comandaba la situación tomó la palabra:

—Conde Edmundo Dantés, como dijo el señor Hanson, aquí presente, todos nosotros somos testigos de la agresión contra la futura señora Hanson por su parte, lo que da al ofendido el derecho de acogerse a las mismas leyes antiguas que usted invoca.

—¡Deja de hablar como si estuvieran casados! ¡Hablamos de dos niños!

—En realidad, ellos tienen la condición de novios, señor. Puede reparar en que ambos usan el mismo cordón: un cordón de compromiso. Y por las leyes de Arzallum, novios o casados poseen los mismos derechos de honor.

El conde estaba a punto de echar espuma por la boca a causa del odio.

—Pues bien, mi protector tomará mi lugar en la batalla de la honra.

—Eso estaría permitido en duelos de honra comunes, conde Edmundo —continuó el caballero, consciente de que con cada palabra irritaba todavía más a aquel hombre—, pero aquí hablamos del Tribunal de Arthur, una ley incluso por encima de los tratados de magia, que exige que ambas partes se presenten a la medianoche para la reparación de su ofensa o para el duelo en nombre de la honra del ofendido.

El conde siguió echando espuma de rabia. Abrió mucho los ojos hacia su protector.

Y el espadachín del bigote, sin pensar en lo que hacía, desenvainó su espada y avanzó con furia para matar a João Hanson.