21
María Hanson escuchó a los soldados reales que se aproximaban a su salón de clases. En aquel fatídico día, ella sería atacada con violencia. Ariane Narin también estaba en ese salón. Y desde su árbol, en la Arena de Vidrio, el niño-espectro liberado por Ariane Narin lo sintió.
Todo comenzó así: los alumnos estaban afuera de la Escuela Real del Saber en el momento del recreo, cuando sus mentes descansan y sus cuerpos se alimentan. María Hanson estaba sola en su salón. Ese día en particular había sido interesante: ella había pedido a los alumnos que llevaran objetos que les recordaran buenas historias a cada uno, y los hermanos Albarus y Andreos Darin habían llevado la réplica de madera de la espada que habían ganado en el concurso de caracterizaciones durante los primeros días del Puño de Hierro. La historia había provocado carcajadas, pero lo más curioso fue que Héctor Farmer y Paulo Costard no parecían tan molestos con el recuerdo como se esperaría. Y tratándose de esos dos, aquello resultaba extraño.
La concentración de María se rompió sólo cuando Ariane Narin entró al salón diciendo:
—¿Qué pasó? —preguntó a una María Hanson confusa.
—¿Qué pasó de qué, Ariane?
—Héctor Farmer me dijo que querías hablar conmigo con urgencia.
María cerró los ojos, desconfiada. Aquello era cada vez más extraño.
Cuando llegó la hora de regresar a clases, los alumnos comenzaron a ocupar sus lugares. Sin embargo, Héctor Farmer, que estaba en la puerta, afirmó:
—La profesora Hanson me dijo que les avisara que las clases de hoy están suspendidas. Y que pueden dejar sus útiles en el aula para que mañana volvamos a comenzar donde paramos.
El adolescente tenía una sonrisa complacida en los labios.
Los alumnos se extrañaron, pero nadie se atrevió a atravesar la puerta. Más aún porque, al fondo, se escuchó la llegada de los soldados reales, y aquello les dio miedo. Sorprendentemente, también caminaba con ellos un sonriente Paulo Costard, al lado de un soldado con barba de días que se destacaba de los demás por la capa que lo identificaba como un caballero. Pasaron ante Héctor Farmer sin decir nada y ambos muchachos continuaban sonriendo.
El destino de todos ellos era el salón de María Hanson.
El niño-espectro corría como loco. Nadie podía verlo, pero él atravesaba las cosas en su camino. De vez en cuando se desviaba de personas y objetos olvidándose de su condición debido a la desesperación que lo impulsaba a actuar así.
El hecho fue que, cuando su dedo tocó el nombre de Ariane Narin en aquel árbol, hubo un flash. Y él sintió todo aquello que la chica experimentaría en poco tiempo.
Ese era el mayor motivo de su desesperación.
Paulo Costard se detuvo ante el salón y le señaló a María Hanson a los soldados. Eran cuatro. Uno de ellos fue hacia ella y el otro hacia Ariane. El que se dirigió hacia María era el caballero de la barba descuidada. Se detuvo ante ella y le dijo, de la manera más respetuosa que pudo:
—¿Señorita María Hanson?
María reaccionó asustada. Ariane ni se diga.
—¿Perdón?
—¿La señorita es María Hanson?
—Sí, yo soy, caballero.
—Póngase de pie, por favor.
María y Ariane se miraron. Y la pesadilla comenzó.
João Hanson golpeaba y golpeaba y golpeaba un tronco de árbol. El sudor le corría en gotas, pero, al contrario de lo que resultaría normal, no se sentía cansado a cada golpe. Al contrario de lo esperado, se sentía incluso más vivo. Y fue con ese sentimiento, al detenerse para limpiarse el sudor antes de retirar el hacha clavada en el tronco, cuando miró despreocupadamente al horizonte y lo vio.
Era un muchacho, pocos años más chico que él, que corría desesperadamente en su dirección. João dio algunos pasos al frente, dejando atrás el hacha clavada en el árbol.
El muchachito se paró frente a él, como si estuviera cansado y pensara que aún respiraba, y extendió la mano hacia João. Hanson pensó que deseaba saludarlo, pero percibió que la mano del niño se dirigía a su cuello.
Y en el momento en que se disponía a impedirlo, el niño-aparición agarró el cordón de João como si fuera la astilla de un árbol y lo apretó.
La nariz del muchacho explotó en sangre.
Y João Hanson lo sintió.
María Hanson tenía el corazón en la boca cuando vio entrar en el salón y acercarse a ella al conde Edmundo, el conde del odio. Alrededor de ellos, los soldados y su protector bigotón. En las manos de él un pergamino firmado con tinta roja. O con lo que parecía ser tinta roja. Y en el cuello, sujeto por un cordel, un anillo de leñador idéntico al que ella misma llevaba en el dedo.
—María Hanson, hija de Ígor y Érika Hanson, yo, Edmundo Dantés, vengo aquí hoy a exigir mi derecho establecido en pacto firmado por tu padre y que, de acuerdo con la ley, puedo cobrar de sus herederos en caso de la imposibilidad de él de cumplir con lo acordado.
Ariane comenzó a sentir que el estómago se le revolvía. María perdió la voz, al punto de no poder hablar.
«Papá está metido con la magia negra».
La voz de su hermano no paraba de martillar en su cabeza.
—¿Qué quiere decir con eso? —preguntó ella, asustada.
El hecho de que aquellos soldados lo acompañaran demostraba que, lo que fuera que aquel viejo siniestro estuviera diciendo, parecía basado en la ley.
—Quiero decir que hace siete años tu padre, Ígor Hanson, estableció conmigo un «pacto de servidumbre», a cambio de servicios que lo ayudaran a localizarte, a ti y al otro heredero.
«¿Crees que nuestro padre no puede hacer cosas malas?».
—¿«Pacto»? —existen palabras difíciles de decir—. ¿Pero qué clase de pacto? Yo nunca…
El conde extendió el documento y María lo tomó. El garabato escrito allí con tinta roja recordaba al que su padre hacía para firmar documentos, pero…
«¡Necesitamos pruebas para acusar a papá! ¡No podemos llegar y señalarlo con el dedo en la cara sin probarlo!».
El conde volvió a tomar el documento y dijo:
—Este documento asegura que Ígor Hanson me serviría en mis requerimientos siempre que yo lo considerara apropiado, en caso de que cumpliera con lo establecido. Y cumplí.
—No… tú… usted no puede referirse a…
—Y no sólo tú y tu hermano volvieron vivos de aquella macabra casa, sino que los soldados la localizaron y le prendieron fuego a la construcción.
«A final de cuentas es nuestro padre, ¿no?».
María abrió mucho los ojos y, como Axel en otra ocasión, también casi se desmayó por la alteración de la presión. Y todo de lo que ella se acordaba en ese momento era de su hermano.
«¿“Pruebas”? ¿Quieres pruebas?».
Y todo lo que ella deseaba en ese momento era a su hermano.
«¡Yo lo vi, caramba! ¿Qué más quieres?».
Pero nada sería tan fácil ese día.
—Por años, hasta hoy no exigí de tu padre más que nobles donaciones de sangre para… necesidades de curación para los enfermos.
—¿Usted cree que somos dos ingenuas? ¡Todo el mundo sabe que usted hace magia negra! —escupió Ariane, indignada a su manera.
El conde le dio una violenta bofetada con el dorso de la mano, que la proyectó contra el suelo con lágrimas en los ojos. El caballero que comandaba la situación aseguró el hombro del conde y lo apretó con fuerza, para obligar al viejo a mirar en sus ojos y ver su mirada de reprobación. María Hanson gritó y corrió en dirección a la muchacha.
Ariane tenía la nariz sangrando.
El conde se separó de la mano del caballero y continuó con su voz solitaria:
—Como decía —y se aclaró la garganta—: Ígor Hanson estableció un pacto documentado en las Leyes Antiguas y que en la actualidad es incapaz de cumplir, lo que me lleva a cobrar la deuda a sus descendientes.
—¡Usted se encuentra alterado! ¡Yo escapé sola de aquella maldita casa! ¡Mi hermano y yo sufrimos durante varios días hasta que aventé a aquella bruja dentro de un caldero hirviendo!
—¿Y de dónde piensas que sacaste fuerzas para eso? ¿Por qué crees que Babau vaciló el día en que decidió sacrificar a tu hermano? Gracias a los rituales de buena magia que hice en su nombre.
—¡Pero es mucha arrogancia suya afirmar eso! Yo no…
—¡Si quieres culpar a alguien, María Hanson, culpa a tu padre por haber firmado nuestro acuerdo vitalicio! Tú o tu hermano deben cumplir de buen grado la servidumbre en lugar de él y honrar un documento reconocido en tribunales como justo según las leyes antiguas.
Los soldados no parecían muy satisfechos de cumplir aquellas órdenes, pero eran soldados, y deben obedecer. Al fondo del salón había una especie de claraboya de ventilación. Se había movido y una sombra lo había hecho con ella, pero la atención allí se concentraba de nuevo en la joven Ariane «No Sé Quedarme Quieta». Narin.
—¿Sabe lo que creo? ¡Que usted es un «sin noción» que intenta pasarse de listo para conseguir ingredientes de gente honesta para sus rituales de magia negra! ¡Y encima con soldados detrás, que deberían avergonzarse de prestarse a este sinsentido! —Ariane estaba loca por decir aquello. Pero era emoción. Y la emoción explota.
El conde avanzó con furia sobre las dos, con su expresión bizarra y esquelética. El caballero ya se preparaba para interceder esta vez cuando se escuchó una frase que se apoderó del salón:
—Que nadie se atreva a colocar sus mugrientas manos sobre mi hermana ni sobre mi mujer.
Todos los presentes se volvieron en dirección a la claraboya y el protector bigotón del conde desenvainó la espada.
João Hanson estaba allí, de pie, en una postura desafiante.
En sus manos, la réplica de madera de la espada usada por los hermanos gemelos Darin temblaba en posición de guardia.