20
En la frontera del reino de Fuerte había un gran montículo cercano a una plaza cuya mayor atracción era una rústica iglesia, construida en honor al Sagrado Corazón de Merlín. La atención capturada de todas aquellas personas, listas para transformar cada misa en un evento más esperado que una presentación de cualquier grupo teatral famoso, era el hecho de que, por primera vez, después de muchos años, verían de cerca una vez más una misa oficiada por John Tuck.
El fraile libertador.
El santo.
Mientras sus instrucciones eran seguidas en Sherwood, y mientras los huérfanos se preparaban como soldados para luchar por una causa que estaban aprendiendo a abrazar, el héroe se encontró con el santo otra vez.
Y el mundo pareció querer compartir aquel instante.
—¿Cuándo sucedió, Tuck? —preguntó Locksley, vestido con un manto con caperuza para pasar inadvertido. Esta vez los dos se hallaban al fondo de la iglesia, mientras Tuck reunía cuanto fuera preciso para la misa de allí a media hora, como el cáliz que transformaría el agua en vino, el incienso y la campana que anunciaba el inicio de la celebración en honor de Merlín Ambrosius.
—Mi hígado ya no aguantaba más los barriles de vino de antes, Robin —«Robin»: eran pocos, demasiado pocos los que habían sobrevivido para usar el viejo apodo—. Además, me siento más saludable con este cuerpo delgado. Evita las dolencias del corazón.
—Deja de hacerte el alienado por hoy. Cuéntame de una vez, ¿cuándo cambiaste tus ideales mundanos y de pecador te convertiste en santo?
—Nunca me consideré así.
—El pueblo así te ve.
—El pueblo te mira como a un libertador, digno de un salvador del mundo. ¿Tú también te percibes así, Robin?
—No sé lo que soy, Tuck.
—Fue así, con esa duda, como todo comenzó.
Robert se apoyó en una mesa de madera rústica para escucharlo mejor.
John Tuck se volvió hacia él:
—¿Sabes? En prisión, entre el intervalo de cada sesión de tortura, el sentimiento que se acumula al principio es de rebeldía. Después, de venganza. —Locksley estuvo de acuerdo—. Sólo que esos sentimientos entran en conflicto con la religiosidad que se espera de un hombre dedicado a la palabra del Creador. No sabía dónde encontrar el amor con el corazón tan lleno de odio.
—El amor sólo se encuentra en la libertad.
—Pero la libertad es un acto interno.
—Sólo para el hombre que no vive de rodillas.
—¿Pero cuando ese levantarse exige que el otro se arrodille? ¿Cuál es la diferencia entre esas situaciones?
—El conocimiento nos hace responsables. Si alguien es capaz de temblar de indignación cada vez que se comete una injusticia en el mundo, entonces somos compañeros.
—¿Qué impide que el nuevo arrodillado se juzgue del lado de la justicia del Creador, y luche y mate para poner de rodillas otra vez a los que se pusieron en pie?
—La justicia siempre está del lado del sueño del oprimido. Es posible ponerse en pie en la guerra sin poner al otro de rodillas.
—La guerra endurece el corazón de los hombres.
—La ternura lo atenúa.
—No hay ternura en la guerra.
—Pues he de endurecerme sin jamás perder la ternura.
—¿Es eso lo que debemos esperar de los jóvenes, Locksley? ¿Qué crezcan intentando comprender que no basta la ternura, pues es necesario el embrutecimiento?
—Ser joven y no ser revolucionario implica una contradicción.
—No. Ser humano sin conocer el amor lo es.
Se hizo el silencio entre ambos. Un silencio en que las palabras de uno absorbían a las del otro.
—¿Cuántas guerras serán necesarias para que obtengamos un poco de paz? —preguntó el monje.
—Ya los vi hacer cosas horribles con Marion, Tuck. Delante de mí. La lastimaron. Torturaron y mataron a mis amigos. ¿Cómo puedes pensar en paz sin guerra?
—Eran nuestros amigos. Y es exactamente sobre eso de lo que hablo.
—¿Cómo puedes pensar en el amor cuando tus amigos fueron asesinados en esa forma tan cruel y cobarde?
—Aprendiendo de ellos.
—¿Y qué te enseñó la muerte de ellos?
—Cómo vivir.
Robert suspiró hondo. John Tuck comprendía lo que corría dentro de él. Cada ser humano poseía una naturaleza propia y él sabía que era dentro del respeto a los límites de esa naturaleza como debían originarse los cambios.
—¿Crees en los «devas», Robin?
—Creo en los sueños. Pero no mucho en los milagros.
—Dice la palabra que existe una isla al oeste de Ocaso donde los devas duermen a la espera de aquel que los despertará. Y el primer paso para que eso pase se dará con el renacimiento de Merlín de Avalon por medio de una virgen. Entonces la humanidad caminará hacia una nueva especie, más evolucionada que la actual.
—Si todo eso fuera verdad, ¿sabes lo que esos devas harán cuando despierten, Tuck? Lucharán por esa humanidad.
—De seguro que por ella lo harán. Pero jamás contra la humanidad ni contra su propia especie.
Robert guardó silencio. El fraile continuó:
—Cuando salí de prisión, la rabia que existía en mí era tanta que mi voluntad consistía en enterrarme en la arena sólo para ver si así paraba todo. Entonces decidí probarme y pasar por la noche negra del alma. Hice huelga de hambre y desafié al Creador a que tomara mi vida en caso de que no me dejara hablar con uno de sus seres semidivinos —el fraile suspiró, como si el recuerdo fuera al mismo tiempo decisivo y difícil—. Entonces, cierta vez, un mendigo se me acercó y me pidió un plato de comida. Le dije que se diera cuenta de que yo me hallaba en una situación de privación igual que él. Entonces argumentó que mi situación era una condición opcional, al contrario de la de él, que resultaba forzada. Y que si yo intercedía por él, los aldeanos le darían comida. Irritado, le dije que dejara de atormentarme de una vez, pues intentaba hablar con seres de planos espirituales superiores —los ojos del fraile se emocionaron y con voz trémula concluyó—: Entonces el mendigo, frente a mí, se llenó de luz y se transformó en un deva. ¡Un deva, Robin! Y me dijo antes de desaparecer: «Qué pena. Casi lo lograste…» —las lágrimas brotaron y limpiaron corazones—. A partir de ese día me volví un pacifista. Y entendí que sólo existe el amor en la no violencia. Y sólo existe libertad en la mente que no se limita. La ira me aparta del semidivino porque me impide contemplar la verdad.
Robert de Locksley no hizo ningún comentario.
—Entiendo que pienses en la libertad como conquista. Pero la libertad no puede ser tomada, Robin. No es posible una libertad sin la cooperación entre el antiguo opresor y el antiguo oprimido. Es preciso modificar al opresor y hacerlo comprender lo que tú comprendes. De lo contrario no habrá evolución en la humanidad.
—La libertad no nos debería ser dada, sino que tendría que constituir nuestro derecho al nacer.
—Pero si ella lo es. Sólo que no lo comprendemos. Dime, ¿por qué crees que Stallia mantiene hasta hoy a Sherwood bajo su poder? Es una provincia que no les da nada, sólo les cuesta. Aún así la mantienen bajo control. ¿Nunca te has puesto a pensar por qué? ¿En el porqué verdadero?
—Stallia la mantiene como una forma de trofeo sobre Minotaurus. Un ejemplo de victoria donde el otro falló.
—Robin, sé sincero: ¿reservarías una parte de la hacienda de tu reino sólo para eso? Tal vez por algún tiempo, ¿pero por varios años al hilo? No es por eso que Stallia mantiene a Sherwood bajo su control. Es por tu causa, Robin —una vez más Robert de Locksley guardó silencio—. Es por el mismo motivo por el que te mantuvieron vivo en una celda. Porque eres el ejemplo del hombre que desafió las leyes de un rey. El ejemplo de un hombre que se enfrentó a tiranos con burlas y sin miedo alguno a la muerte. Un hombre que soñó con provincias libres y con el ahorcamiento de los desgraciados. Porque tú representas todo lo que un gobierno teme: un símbolo capaz de influir en los sueños de millones de jóvenes del mundo entero e incitar en esos sueños ideales de anarquía o socialismo que ningún gobernante aceptaría. Ellos temen lo que ven en ti, Robin, y lo que transmitirás. Por eso, sólo por eso, Sherwood no es libre: a causa de ti.
John hizo sonar la campana para probarla y se preparó para salir ante la iglesia abarrotada.
—¿Quieres asistir a la ceremonia?
—Yo…
—Cuando lo desees, serás nuestro invitado.
John Tuck ya salía cuando se detuvo una vez más, como si algo le ordenara proferir una idea más:
—Robin, estamos en otros tiempos. Date cuenta de que Sherwood y Stallia no tienen por qué ser enemigos. Ya no. Si en verdad quieres hacer eso por algo más allá de ti, entiende que para liberar a Sherwood hoy no se necesita una revolución. —Robert de Locksley miró al fondo de los ojos del fraile y escuchó—: basta una evolución.
Tuck salió y tocó su campana. Y la multitud se calló a la espera del inicio de la ceremonia que concretaba un sueño.
«El pueblo te mira como a un libertador, digno de un salvador del mundo. ¿Tú también te percibes así, Robin?».
Era una pregunta para la que cualquier respuesta enloquecería a un ser humano.