19
Un siniestro consejo de brujas y magos negros se reunió. Solía hacerlo una sola vez al año, pero en esa ocasión ya era la segunda vez. Aseguraban que sacrificaban animales para iniciar sus reuniones y humanos para terminarlas. Decían que caminaban sobre esqueletos y pisaban en cráneos con la misma facilidad con que un hombre aplastaba cucarachas por placer. Y que servían lenguas como aperitivo y bebían sangre en vez de vino.
Si esas cosas eran verdad no importaba. Lo que en verdad importaba era que, cuando aquel consejo se reunía, cambiaba la forma en que giraba el mundo. El nombre de ese consejo era el Consejo de Sangre. Pero entre los que contaban sus historias tenía otro nombre más popular, el «Consejo del Mal».
—Explica de nuevo, conde, ¿cómo un grupo de demonios conjurados de Aramis no fue capaz de matar a una única mujer? —la voz, sorprendentemente, era de Charles Daveiz, el obeso y taciturno primer ministro de Stallia.
—Ella no estaba sola. Había otro allí.
—¡Ah, sí, eran dos! ¡Ahora sí que se explica cómo quemaron a una tropa de demonios y todavía se llevaron sus ojos como regalo!
El conde Edmundo Dantés gruñó como un animal ante la sombría caperuza. Todos los presentes vestían siniestros mantos de colores oscuros.
—¿Qué quiere decir con eso, comensal repugnante? —gritó el conde—. ¿Qué la culpa del episodio es mía?
—¡No sé de quién sea la maldita culpa! —gruñó Daveiz—. ¡Lo que sé es que algunos cazadores debían haber sido atraídos a aquella celada para ser eliminados! ¡Si la moral de esos renacidos no es cortada de raíz antes de que crezca más de lo que ya lo hizo, la tendencia será que se volverán más intensos de lo que ya eran! ¡Eso es lo que sé! —suspiró pesadamente—. ¡Pero en vez de eso dos de ellos no sólo destruyeron y quemaron a todos los conjurados, sino que se llevaron premios que sólo aumentarán la moral de los malditos! ¡Y el rey Alonso, que a esta hora debería estar babeando y vomitando sangre, ya debe estarse preparando para volver a Stallia y quitarme el poder!
—No. Todavía no —comentó la voz de un cuarto mago presente.
—¿Qué quieres decir?
—Se comenta en el Gran Palacio que la que volverá es la princesa.
La mención del nombre llamó la atención de una de las mujeres presentes.
—Blanca —dijo ella—. La quiero para mí.
Era Helena Bravaria. Uno de los encapuchados, un mago cojo, hizo una expresión burlona ante la exigencia de la bruja. Sin embargo, fue otra voz masculina la que comentó:
—Pues me parece que tendrás tu oportunidad —la voz fría provenía de Ferrabrás.
—Es justo —continuó Helena—. De no haber sido por el maldito torneo, no necesitaría haber chantajeado a Blanca ni dormido con genios. Podría haberme casado con un Alonso dopado en una ceremonia secreta para envenenarlo de una vez. ¡Habría sido una opción mucho más eficaz! Pero no, en vez de eso tuve que huir de Arzallum como una desterrada. ¿Y para qué? ¡Para ver a tu imbécil pugilista derrotado ante Branford!
Ferrabrás miró a Helena sin modificar su dura expresión. Y el hecho de que no la alterara ya era lo bastante aterrador para la ocasión.
Una tercera voz comentó:
—Como si fuera mucho trabajo para ti acostarte con alguien.
Helena miró al mago cojo encapuchado.
—Así ocurriría si fuera contigo, Oberon.
El mago gruñó, como lo hacen los perros cuando alguien amenaza con quitarles un hueso.
—Guarden silencio —dijo una bruja grande en todos los sentidos, de casi tres metros de altura y dientes de acero. Su voz era alta como la de las matriarcas gordas de familias grandes—. La cuestión en que el consejo se debe concentrar hoy se relaciona con los Corazón de Nieve y Locksley.
—Baba… —dijo una vieja sin dientes, deformada por los años demasiado malignos—. Voto por un poderoso trabajo contra la princesa de nieve y por una conjuración de demonios.
—¿Quién está con Gagula? —preguntó Baba Yaga.
La mayoría no concordó ni difirió. El mago Melehan tomó la palabra, con su voz baja, dañada por las secuelas de una eterna ronquera:
—De nada sirve eliminar la fuerza de un Corazón de Nieve sin eliminar en contrapartida la de un Branford. La línea que los conecta es la misma.
—Mi hermano tiene razón —ratificó Melou, el gemelo de Melehan. Su voz, en vez de ser ronca como la del hermano, era aguda como la de un niño. El detalle era que ambos compartían el mismo tronco, unidos en un grotesco cuerpo siamés de dos cabezas—. Debemos buscar un punto de debilidad entre los Branford y equilibrar el proceso.
—¡Blanca es el punto de debilidad de los Branford, cerebros de amiba! —exclamó Oberon.
—Pero existen dos Branford, taciturno. Y el último que menospreció al segundo vio a su representante caer derrotado ante el mundo.
—El que diga una palabra más sobre eso morirá ahogado en su propia sangre —dijo Ferrabrás—. Radamisto fue envenenado con downer antes de la lucha y por eso perdió el combate. Por deshonestidad.
—¿Esa es la verdad que contarás a tu pueblo, emperador? —dijo un mago barbudo y experimentado, que frisaba los cincuenta años, y también un rey.
—Esa es la única verdad, Oronte. Y si dudas de ella, da un paso en mi dirección.
—¡Si alguien quiere dar un paso en dirección de alguien, que lo dé en la mía! —gritó Baba Yaga, silenciando a todos una vez más. Era notable cómo su influencia era la más respetada incluso entre aquellos hombres que no respetaban a nadie—. ¡No tengo tiempo para perderlo en riñas de perros callejeros! ¡No lo tengo! Así que terminemos con esto, pues tengo hambre y siento el olor de recién nacidos a pocos kilómetros de aquí.
—El segundo Branford tiene una debilidad: una profesora de Andreanne.
Toda la atención se concentró en un noble, que frisaba los cuarenta años. El más joven del consejo.
—¿Sabes de quién hablas, Costard? —preguntó Daveiz.
—Mi hijo lo sabe. Es hija del mismo impuro del cual el conde Edmundo usó la sangre para conjurar demonios inservibles.
Hubo murmullos entre los presentes. Aquello comenzaba a ponerse interesante.
—¿Una Hanson? —preguntó el conde—. ¿La Hanson que sobrevivió a la casa?
—Sí. La Hanson que frio a Babau.
Los hombres comenzaron a reír, recordando el trágico destino de la vieja bruja que había pertenecido a ese consejo, pero ya no. Lo más curioso de aquel recuerdo es que la bruja quemada recibiría a las mujeres del consejo en su casa aquel fatídico día en que decidió sacrificar a João Hanson y que de cazadora se convirtió en cazada.
—Entonces no necesitamos preocuparnos más por este Branford —dijo el conde Edmundo—. Como noble y como mago, tengo el derecho de cobrarle a ella el pago final que le cobraría al padre. Al final, las herederas también heredan las deudas…
El consejo pareció satisfecho.
—¿Y en cuanto a Blanca Corazón de Nieve? —preguntó el primer ministro de Stallia.
—Voto por el trabajo sugerido por Gagula —dijo Daveiz.
—Pues claro que votas por él. Lo harías por cualquier cosa que te hiciera dejar de temblar ante la posibilidad de que ella vuelva a Stallia —dijo Ferrabrás.
—¿El emperador tiene una idea mejor? —preguntó el primer ministro—. Porque de lo contrario yo también debo pensar en matar en alguna forma ejemplar al héroe de guerra que tu ejército tampoco fue capaz de atrapar.
—Locksley es un problema pequeño, señor Daveiz.
—Y que, aun así, el señor no resolvió.
—También voto por la magia —dijo Melehan para cortar la ríspida conversación.
—Voto lo mismo.
—Nunca sé para qué tienen dos cabezas, si las opiniones siempre son las mismas —rezongó Oberon.
El mago y rey Oronte tomó la palabra:
—¿Por qué no levantamos la mano y lo decidimos de una vez?
Baba Yaga estuvo de acuerdo, y todos los presentes levantaron la mano a favor de la magia. La inmensa bruja se volvió hacia Helena Bravaria:
—Espero que hayas traído algún desencadenador.
—Un cepillo, con cabellos de la princesa de nieve cepillados por mí misma, ante un espejo.
Gagula comenzó a bailar, excitada, mostrando sus dientes podridos.
—¡Ah, ajá! ¡Que Morgana sea loada! ¡Hace cuánto tiempo no tenemos la oportunidad de hacer una muñeca de vidrio! ¡Eso merece una celebración! ¡Deberíamos cortar cabezas de machos cabríos y cocinar corazones de gallinas!
—Hay algo que debemos decidir aún —volvió a intervenir el barbudo rey Oronte—. ¿Quién irá a buscar a la princesa? De seguro irá escoltada por grupos de soldados competentes, y será mejor enviar un refuerzo como garantía para evitar que los cazadores proporcionen las contramagias otra vez.
—¿Por qué no conjuran demonios, pero ahora más competentes que los del conde Edmundo?
—¿Acaso ofrece usted su sangre, ministro? —preguntó el conde.
—Usen esta —y Ferrabrás sacó tres jeringas llenas de sangre de las presillas de su cinturón—. Es de Radamisto.
—Espero que esos demonios no crucen sus caminos con los de Axel Branford —susurró Oberon—. Sería una vergüenza verlos derrotados como…
Ferrabrás hundió el codo en medio del rostro cicatrizado y provocó que el mago cojo cayera con la mano en la nariz sangrante. Nadie movió un solo dedo ni hizo comentario alguno sobre esa actitud.
—Pues bien —continuó la inmensa Baba Yaga—. Está decidido. Preparen el círculo del pentagrama invertido con la rueda en el centro. Es hora de que conjuremos demonios y transformemos princesas de nieve en vidrio.