18
Muchas cosas ocurrieron dos semanas después de aquella noche.
Estas fueron algunas de ellas:
Robert de Locksley partió en la madrugada de regreso a Sherwood. Su comitiva comprendía a sus capitanes, Pequeño John, lady Marion y William Scarlet, así como a sus dos miembros más recientes, Snail Galford y Liriel Gabbiani.
Y a casi ocho centenares de jóvenes huérfanos encantados con su carisma.
Helena Bravaria fue cazada por la Guardia Real y debió dejar Arzallum a escondidas, como una condenada, antes de que los Caballeros de Helsing asumieran el caso. Cuando se le preguntó sobre el conocimiento de una posible alianza entre Ferrabrás y Bravaria, el gnomo barón Rumpelstiltskin respondió:
—Majestad, por ética antes no podía hacer tal revelación, pero frente a la situación actual, que lamento, creo tener la libertad y el deber de decir que contábamos con información de que ambos eran aliados y hasta más que eso. A cambio de tal decisión de nuestra parte por no haber hecho tan importante revelación, ofrezco mi auxilio y toda la tecnología de nuestra raza a su disposición para ayudar a Arzallum respecto de cualquier consecuencia de aquella acción.
—¿Y cuándo supo de esa alianza, señor Rumpelstiltskin? —preguntó un rey perplejo.
—En el momento que tuvimos que pagar a los genios, majestad.
—Quiere decir que…
—¿Por qué piensa su majestad que el emperador Ferrabrás afirmó que se encargaría de esa parte?
Entonces el rey se acordó.
«¿Acaso cederás a tus minotaurinas?».
El rey Anisio seguía perplejo.
«No. No serán minotaurinas».
João Hanson continuó trabajando como leñador todos los días, incluso durante el quinto de la semana. Su cuerpo adolescente comenzó a desarrollar músculos, pero sólo esbozaba sonrisas sinceras cuando estaba en presencia de Ariane Narin. María intentaba convencerlo de que volviera a frecuentar las clases de la Escuela Real del Saber, pero el muchacho se rehusaba, como se negaba a entrar en el cuarto de su padre.
Sin embargo, su hermana se sorprendió cuando le dio otro anillo que formaba el par con su anillo de leñador.
—¡Pensé que se lo darías a Ariane!
—Casi lo hice. Pero ella me dio este cordón, que simboliza nuestro vínculo. Además, estuve pensando, y sé que tuvimos nuestras discusiones, pero quería pedirte disculpas por las cosas injustas que te dije. En verdad quería hacerlo. Ariane y tú son las dos chicas más increíbles del mundo, y hasta puedo decir, sin asomo de duda, que Ariane es incluso la mujer de mi vida. Pero eres tú, María, eres tú mi alma gemela…
María Hanson abrazó a su hermano y dos corazones fríos se calentaron.
«Siempre te apoyaré en tus sueños, João».
Ella también quería pedirle disculpas por muchas cosas que había dicho, y sobre todo por las que no había dicho, pero cuando intentó hacerlo él simplemente dijo:
—Lo sé. Y comprendo.
Y João Hanson se marchó a su jornada de trabajo.
Cada vez que alguien cercano le preguntaba si tenía ganas de ver a Ígor Hanson, cerraba su expresión y respondía con un lacónico:
—No.
Blanca Corazón de Nieve habló con Anisio y con su padre Alonso. Cada día el rey de Stallia parecía recuperar una razón hacía mucho tiempo perdida y comprendía las cosas de manera más saludable, y lo que decía ya parecía tener sentido. Seguía siendo «el rey de las lágrimas de invierno, el rey que no lloraba», pero al menos sonreía de vez en cuando.
Por eso, aprovechando esta buena etapa, Blanca Corazón de Nieve les anunció a ambos que en breve volvería a Stallia, mientras su padre se recuperaba en Arzallum.
—Entonces quieres… —intentó decir Anisio.
—No, no quiero. Lideraré a Stallia. Al menos mientras papá no pueda hacerlo.
—¿Y qué pretendes con eso, Blanca? —preguntó su padre, confuso.
—Padre, Locksley quiere la independencia de Sherwood. Y si todo permanece como está, ese hipócrita del primer ministro se unirá a Minotaurus y lo ejecutará de una vez.
—Pero Locksley cometió crímenes contra Stallia.
—En nombre de la libertad de aquellas tierras. Y él acudió a Anisio a pedir ayuda. ¿Comprendes lo que digo, padre? No quiero que mi reino se una al enemigo de la nación de mi futuro marido, que también será la mía cuando me convierta en reina y a la cual aprendo a amar todos los días.
La última vez que vio a Primo Branford con vida, el rey Alonso le hizo un comentario del cual se acordaba en ese momento.
«¡Qué diferencia entre las princesas de hoy y las de nuestro tiempo!, ¿no, Primo?».
En aquel instante ninguno de los dos parecía tener noción ni conciencia de aquella diferencia.
«He de convertirme en una princesa que estará al lado de su marido en la Sala Redonda del Gran Palacio en momentos de conflicto, en vez de llorar por su regreso después de una batalla incierta».
El siguiente comentario de Primo Branford no se le salía de la cabeza.
«No sé por qué no dudo de eso, Blanca. Ni por qué no te reprendo».
El rey Alonso se dio cuenta de que el maldito sabía: sí, lo sabía. Incluso después de su muerte, Primo Branford seguía siendo un visionario.
Axel Branford le pidió a Muralla que lo acompañara en un futuro viaje a otro reino, y el trol, sorprendentemente, afirmó que su protegido debería ir sin él.
Pues él aún tenía un compromiso por cumplir.
Ariane Narin tenía los cabellos mojados tras lavarlos en una palangana y enjuagarlos ante un espejo en su habitación. Observaba su reflejo y le gustaba lo que veía: le agradaba su cabello, los senos que crecían a una velocidad más lenta de lo que ella quisiera, sí, pero al menos lo hacían, y le gustaba su cuerpo de adolescente de catorce años que se iba convirtiendo en el de una mujer.
Su corazón se detuvo cuando vio a la Banshee en el reflejo.
Había un poco de suciedad en el vidrio y Ariane le pasó la toalla mojada para dejarlo húmedo y empañado. Cuando iba a limpiarlo, ella estaba allí.
La mujer de cabellos rojos y despeinados se acercó a sus espaldas, pero la chica no se quiso volver para quedar frente a ella. Através de ese mismo bizarro reflejo ella vio el dedo de la Banshee pasar junto a su cabeza y tocar sus cabellos. Estaba frío a su lado, pues cuanto provenía de ella era frío también. El dedo tocó el espejo empañado y aquella mujer llorona escribió un nombre. Cuando Ariane pestañeó, la Banshee ya no estaba allí.
Pero el nombre permanecía.
«Radamisto».
María Hanson había salido muy cansada de su clase ese día en particular. Sin embargo, un curioso recado encima de una mesa le dio instrucciones que le quitaron el aliento, pues traía recuerdos demasiado poderosos para ser olvidados.
«¿Tú… me sorprenderías? En la campanada del séptimo día. A la misma hora. En el mismo lugar».
Eso decía el recado, y había un paquete junto a él, que contenía el vestido más bonito nacido de los sueños de una muchacha. Un lindo vestido de lino, color amarillo oro, teñido con cera de abeja.
Y con zapatos. De cristal.
Y allí estaba ella, en ese momento, vestida como la estrella de un gran baile, a la espera de algo que le parecía apenas un intenso déjà vu. Al fondo resonaba la campana de la catedral. También estaba el muro frente al teatro de la Majestad, donde todo comenzó: detalles intensos valorados por el alma femenina, mucho más de lo que el alma masculina jamás comprenderá.
«¿Dices hoy?».
Entonces, al fondo, se aproximó un carruaje. ¡Por el Creador, el carruaje! Él había traído incluso el mismo carruaje.
«Un día».
Sin embargo, esta vez no había burros jalando de un ruidoso carro cubierto de heno, sino un bellísimo carruaje noble, jalado por dos caballos. Blancos.
En el cielo brillaban estrellas cuyos nombres ella ya había aprendido.
«Nosotras soñamos con príncipes y caballos blancos. Soñamos con tocar las estrellas y, así como los semidioses, con que jamás seamos olvidadas…».
Él vestía un esmoquin que le daba una apariencia semidivina. Había una máscara en sus ojos. Y un sombrero noble en su cabeza. Pero ella lo reconocía. Lo habría reconocido aunque le quitaran la vista y sólo la dejaran tocar aquel rostro.
Había una flor en su mano, que prendió en el cabello de ella. La escena era la repetición de varias y diversas metáforas y clichés ya utilizados por otros bardos para narrar todas las historias de amor. Pero era justo todo lo que María Hanson había soñado. Todo lugar común. Todos los clichés que una muchacha anhelaría. Aunque fuera por una noche.
—¿Sorprendida? —preguntó él y la pregunta le arrancó una sonrisa y casi lágrimas.
«Cuando estés preparada».
Tuhanny rasgó el cielo, mas no gritó. A su alrededor, las estrellas titilaban como fuegos artificiales.
«No quiero estar preparada. Creo que nunca lo estaré. Por eso quiero que me sorprendas…».
Axel la alzó y caminó con ella en brazos hasta el banco del conductor. La sentó y la besó en el rostro. María Hanson quería decir algo, aunque fuera para agradecer lo que él hacía, pero se sentía demasiado conmocionada incluso para recordar cómo se hablaba aquella lengua altiva.
El príncipe se sentó a su lado y el carruaje, en aquella noche inolvidable, se puso en marcha.
Al escuchar la conversación de algunos cazadores en el centro de Andreanne, Ariane Narin se enteró de que el pugilista Radamisto había fallecido en el Hospital Real.
Los cabellos de la joven se erizaron de inmediato.
María Hanson escuchó el vals que comenzaba a sonar al fondo. Estaba de pie y su vestido desbordaba belleza, al igual que ella. En ese momento bailaba con su príncipe y flotaba en sus manos. Aquello no era sólo un sueño: era el reino prometido de Mantaquim. Aquello consistía en compartir la esencia de las hadas. Estar ante el Creador y conocer la verdad. O acostarse en el regazo de las semidiosas y escuchar todos los deseos y los anhelos femeninos que a ellas les gustaría contar.
La orquesta terminó su música y los ejecutantes se retiraron del salón como si no existieran. Axel dejó que ella se quitara la máscara que le cubría los ojos y ella vio que había fragilidad e incluso cierto temor en los ojos de él.
«Sé que ustedes creen que nosotros acostumbramos tener el control total en este tipo de situación, y que a nosotros incluso nos gusta parecer que tenemos ese control, pero no siempre podemos mostrarnos tan seguros como parecemos querer demostrar…».
Él la jaló fuerte y la besó en una forma diferente. En una forma que nunca había hecho antes. Y aquello fue bueno.
«¿Y de qué depende esa inseguridad?».
María Hanson se sentía única. Y preparada. Lista para él, para entregarse a él, para otorgarle toda su confianza. Antes Axel Branford había sido para ella un mito inalcanzable. Ahora, con sólo pensar en su vida sin él, experimentaba dolor.
«Del valor de la otra persona».
Y era posible ver que, en los ojos de él, el conflicto era el mismo. Pero lo que comenzó a asustar a María fue que las lágrimas que comenzaron a nacer en las expresiones de él eran distintas. No eran las de un hombre asustado. Ni las de un hombre emocionado.
Eran las lágrimas de un hombre angustiado.
«Lo sé. Y eso es lo que nos da temor…».
—¿Axel? —preguntó ella, con la voz temblorosa—. ¿Sientes temor respecto de mí?
Axel dejó que las lágrimas cayeran, como si ya sintiera el dolor que sus palabras causarían.
—Te amo… —dijo él, y el corazón de ella se detuvo—. Mucho… María, quiero que sepas que, durante toda mi vida, tú serás la mujer que conquistó mi corazón por derecho y que eres la primera que se posa en mis pensamientos al despertar, y la última imagen que veo antes de dormir. ¿Puedes… comprender eso? —le era difícil completar las frases en medio de sus lágrimas. María también lloraba, pero esta vez era un llanto que temía lo que sería dicho. Ella asintió—. Estar lejos de ti, y sólo pensar en ese estado de alejamiento, me causa una violencia que me perfora las entrañas y me hace desear nunca haber nacido noble ni príncipe.
—Axel…
—Hoy debería ser el día más feliz de tu vida. Y por eso el día más feliz de la mía. Porque el día que yo haga a una mujer la más feliz del mundo, será el día más valioso de mi existencia. Finalmente habré sido el mejor del mundo… en algo por lo que realmente vale la pena vivir. —María Hanson era sólo lágrimas—. Pero no puedo huir… de la responsabilidad… que mi destino exige. No puedo fallarle dos veces a mi hermano. No puedo poner… mi felicidad… antes que la de una nación… ¿entiendes… mi amor? —ella asintió, todavía en un mar de lágrimas—. Y por eso no puedo continuar a partir de aquí —había un mar de lágrimas también en los ojos de él—. No sería justo. No para ti. No para ti…
—Axel, ¿por qué estás…?
Él apretó los párpados y exprimió las últimas lágrimas antes de decir:
—Tengo una novia prometida. Y es hora de que vaya a su encuentro…
María Hanson sintió que el mundo giraba diferente, más despacio. Su estómago se le quiso salir por la boca y la de adentro de su pecho le dolió. Ella quería decir algo pero, ante lo que sentía, sabía que sólo emitiría gruñidos o vomitaría de nervios. En la escala del estrés, aquella sensación de ruptura amorosa sólo quedaba detrás de la conmoción provocada por la muerte de un pariente o de un anuncio de prisión.
Su reflejo consistió entonces en limpiarse las lágrimas y correr. Correr lejos de él. Correr hacia el carruaje, antes de que se convirtiera en una calabaza. Correr hacia su casa, hacia la vida que siempre había tenido. A la maldita vida que siempre había tenido y que le parecía buena antes de conocer aquella otra. Correr de vuelta a lo concreto, en vez de hacerlo hacia lo abstracto. A la realidad, en vez del sueño.
Axel no fue tras ella. Sabía que no debía hacerlo. Muralla la llevaría a casa, mientras que él se quedaría solitario ante las estrellas de las que casi no recordaba sus nombres. Entonces, entre lágrimas y frustraciones, se arrancó la corbata de moño y caminó con pasos pesados en dirección a la escalinata que daba acceso a aquel salón. Notó que había algo en el decimotercer escalón y fue hasta allí para recogerlo.
Era uno de los zapatos de cristal de María Hanson.
«Entonces… ¿eso significa que yo… tengo valor para ti?».
En las alturas, la estrella de Blake parecía haberse apagado en aquella noche inolvidable.