17

La noche podría haber terminado allí. Y habría sido una buena velada en el Gran Palacio.

—Anisio —dijo Axel, mientras entraba de nuevo al antiguo cuarto de sus padres.

Mas no fue así como la noche terminó.

—¿Otra vez viniste a ver la habitación? —preguntó Anisio, observando el cuadro de su padre, sin mirar a su hermano.

—No, esta vez vine a verte a ti.

Y la atención del rey se concentró en el príncipe. Aquel representaba un embate y un ajuste de cuentas entre los hermanos que ya se esperaba hacía tiempo; hacía demasiado tiempo.

—¿Estás listo para admitirlo hoy, campeón del mundo?

—Deja de hablarme así.

—¿Y cómo debería hablarte, hermano? ¿Como papá hablaba conmigo cuando no estábamos delante de terceros? ¿O como tú me hablaste antes de que yo partiera?

Axel apretó los dientes. Aquello resultaría duro y en extremo difícil. Aquellos recuerdos serían difíciles. Hubo un poco de silencio y el tono de voz de Axel fue sincero cuando al fin preguntó:

—¿Cómo era, Anisio? Cuéntame, ¿cómo era cuando sólo estaban él y tú? ¿Cómo era tu entrenamiento?

—¿Él nunca te contó?

—Me decía que no necesitaba saberlo. Que yo sabía cuanto debía saber.

Anisio lanzó una risa irónica.

—Típico de él. Papá siempre supo qué decir.

—¿Y qué te decía?

Anisio volvió a mirar la pintura de su padre.

—Axel, tú nunca jamás tendrás una idea de lo que fue mi entrenamiento, desde muy joven, para convertirme en el futuro rey de Arzallum. No tienes idea de lo que pasé para aprender desde temprano conceptos que se consideraban primordiales para un líder, ni tienes cómo hacértela —una pausa corta—. ¿Acaso recuerdas mis lecciones en el lago?

—Aprendiste a nadar con papá y el instructor.

—No había instructor. Ni siquiera había papá.

—¿Cómo, por qué?

—Imagínate a un niño de seis años arrancado de su propia cama, desnudo, a quien le cubren la cabeza con una capucha negra y lo arrojan a un lago a la espera de que sobreviva en el agua fría. —Axel abrió mucho los ojos. Quería decir algo, pero no supo qué. Ante la resistencia, Anisio continuó—: ¿Recuerdas las clases de cultura general? ¿Sobre qué cubierto debíamos tomar en la mesa en determinados momentos? ¿Esas mismas clases en las cuales te enorgullecías de enloquecer a tu instructor y de no prestar la mínima atención para conocer con qué cubierto se clavaba un jabalí antes o después de mediodía?

Axel asintió.

—Te gustaban esas clases —intentó decir el hermano.

—Me presionaban los dedos en la mesa con una tabla de cortar carne cada vez que me equivocaba de cubierto.

Axel sintió el estómago revuelto. Esas informaciones eran demasiado surrealistas para el mundo en que él había crecido y del que pensaba haber formado parte.

—Pensaba que te lastimabas las manos en las clases de justas.

—No; en las clases de justas, cada vez que era derribado del caballo, debía escoger entre el desayuno de la mañana siguiente, la comida o la cena. Elegir cuál de las tres comidas eliminaría. Imagina cómo era al día siguiente si caía tres veces. —Axel se encontraba estupefacto—. En realidad nunca me gustaron las justas. Odiaba ese deporte. ¿Sabes cuál era el único que tenía ganas de aprender para competir? El pugilismo —el rostro del hermano palideció—. Pero nunca me fue permitido. Un primer príncipe debía aprender justas.

—Yo… no sé qué decir.

—Mientras que te escuchaba golpear sacos de arena, a mí me obligaban a leer libros enfadosos sobre estrategias militares. Y si me dormía, me despertaban con un baño de agua helada para continuar con la lectura sin cambiarme de ropa. En los días de frío mis dientes castañeteaban en forma incesante mientras intentaba memorizar libros sobre los cuales me harían extensas y detalladas preguntas, pues si no sabía responderlas, pasaría la noche con esas ropas mojadas, rezando para que se secaran solas.

—¡Yo… yo nunca supe nada de eso! ¿Por qué nunca me lo dijeron? ¿Por qué nunca me contaste nada de eso? ¡Yo era… soy tu hermano, carajo! ¿Por qué tú…?

—Si yo sólo hubiera intentado contarte cómo era mi vida, esta, que ya era una pesadilla, se habría convertido en una sucursal de Aramis.

—Pero papá siempre habló con orgullo de ti, Anisio. Él siempre…

—Papá estaba orgulloso de mí. Así como de ti. En su mente nosotros sólo teníamos responsabilidades diferentes, independientemente de que tuviéramos o no el derecho a escogerlas. Yo sería el rey. Tú el príncipe. Sin opciones.

Axel se sintió tonto. Su presión bajó, pero se mantuvo firme. Se tambaleó un poco, pero se mantuvo impasible. Los recuerdos de su infancia, de su niñez feliz, regresaban y él juntaba las piezas. Recordaba cuántas veces Anisio se lastimaba jugando con otros muchachos mayores con quienes Axel no podía jugar. Y, curiosamente, ni conocer. Cuántas veces llamó a Anisio para flirtear con las hijas de los nobles que visitaban el Gran Palacio y Anisio respondía que existían responsabilidades que Axel no entendería. Y él decía que su hermano era una piedra en el zapato. Recordó las veces en que Anisio parecía más flaco a causa de un exceso de ejercicio. O cuántas veces aparecía con los ojos morados por haberse caído del caballo.

Y recordaba aquel fatídico día. Aquel maldito y fatídico día.

—Por eso —concluyó más que asombrado— siempre vuelves a este cuarto.

—Sí —respondió Anisio, mirando aún la pintura del padre—. Para determinar si lo amo o lo odio.

—¿Y qué has descubierto a lo largo de este tiempo?

—Que aún no lo sé —y el rey, perfecto como el significado del nombre «Anisio», demostró al fin su flaqueza—. ¿Sabes? Entiendo lo que él quiso hacer. Sé que él tenía noción del fardo que cargaría y de que yo debía ser el mejor del mundo en todo lo que tuviera que saber hacer. Y tal vez yo sea hoy cuanto él soñó que fuera. En ese punto sé que él hizo sólo lo que consideró necesario. Por él, por mí y por Arzallum. Sé que en ese aspecto lo hizo por amor.

—¿Pero…?

Anisio se tardó en concluir la frase. Y cuando lo hizo, su tono de voz era trémulo:

—Pero no tenía por qué haber sido así, ¿no crees? —miró a su hermano como si buscara complicidad con aquel argumento—. ¡Carajo! —Axel se asustó de nuevo por algo que debería ser frívolo, pero que para el caso no resultaba así. Era un hecho: él nunca había oído a Anisio decir una sola mala palabra. De por sí era difícil verlo hablando fuera de los pronombres de tratamiento de segunda persona—. Yo era su hijo, Axel. ¿Tú podrías hacer cosas así… con un hijo?

Una lágrima de dolor o de rabia, sólo de uno de los dos sentimientos, descendió del ojo derecho de Anisio.

—Entonces fue por eso. Por eso te fuiste —dijo Axel en voz baja.

—También. Por eso y por ella.

—¿Blanca? Pero si ella era tu prometi…

—No, Blanca no. Otra princesa. Una princesa que invadía mis sueños por la noche, después de un cierto tiempo. Ella casi siempre venía, me ponía en su regazo y me contaba historias. Hablaba sobre destinos y decisiones. Y sobre la libertad de elección.

—¿Qué princesa era esa?

—No tenía un nombre. Yo la llamaba la «princesa olvidada». Era así como la recordaba o intentaba recordarla. Resultaba difícil guardarla en la memoria al despertar, pero la sensación permanecía. Resultaba buena. Buena y suficiente para mantenerme humano en aquella vida que me enloquecía a cada despertar.

—¿Y no pensabas en Blanca?

—Cuando estaba despierto, no cuando dormía. ¿Acaso tú piensas diferente?

—Pienso en María Hanson despierto o somnoliento.

—¿Y por eso no la visitas desde hace días? Vamos, acepta por qué piensas tanto en esa muchacha.

Axel suspiró con fuerza y dijo, con una expresión menos amistosa:

—¿Y por qué ese día decidiste explotar y tirar por la borda cuanto habías aprendido a guardar dentro de ti?

—Porque la princesa olvidada me llamó y yo no aguanté más.

—Entonces eso fue —dijo el príncipe, mirando hacia abajo—. Ella te llamó a…

—Las Siete Montañas de Arzallum.

Hubo otra pausa. Y más silencio. Axel se pasó la mano por el rostro como si estuviera sucio. Ambos mantenían una expresión seria. Era hora de hacer la pregunta más difícil.

—¿Y dónde entra Bruja en esta historia?

—Ella era la princesa olvidada. —Anisio pareció sentirse mal por contar aquello; por primera vez hablaba de aquella pesadilla con alguien—. Durante ese tiempo ella había preparado el regreso de un avatar. Un avatar ligado a mis sueños.

—Tiene sentido: el heredero Branford…

—Cuando estuve allá, frente a ella, me dijo cosas que acabaron conmigo: que yo era débil, ridículo y patético, y que jamás merecería una corona, ni siquiera en una tierra devastada. Que para reclutar almas humanas para su lado, al contrario de otras entidades, ella no intentaba convencer a sus fieles, sino que mostraba un lado desventajoso y otro placentero. Y les daba la opción de elegir.

—Anisio…

—No intentes consolarme, pues no lo merezco, al menos no en esta situación. ¿Sabes cuál fue el momento más difícil para mí en esa revelación, Axel? Recordar a Blanca. Y los sentimientos que tenía por ella. Su pureza, su delicadeza, su confianza. Yo la había traicionado y la cambié por aquellas opciones, sin darme cuenta. No había comprendido que pasar por todo lo que había pasado desde niño para convertirme en rey tal vez se debía a que ese era el precio para que un hombre tuviera el amor de una mujer como Blanca Corazón de Nieve.

Otra lágrima descendió por su rostro, mas no de rabia ni de odio, sino de remordimiento.

—Comencé a sentirme… «sucio». Así se siente un hombre de cuyo corazón escurre la culpa. ¿Sabes cómo es la sensación de remordimiento cuando recorre tu cuerpo por tu sangre? Así me sentía, y la maldita lo sabía. Siempre supo que así me sentiría. Y fue por eso que ella usó los sentimientos más venenosos que había guardado en mí durante mi crecimiento, y toda la culpa que había dentro de mí por haber mirado hacia atrás cuando estaba a punto de recibir mi premio… para hacer aquello conmigo.

—Anisio…

Axel apretó los párpados cuando todo comenzó a cobrar sentido. Y Anisio concluyó:

—¿Por qué crees que la única persona capaz de romper la magia fue Blanca a través de sentimientos manifestados por la voluntad e ilimitados por la fe? ¿Acaso otra persona podía retirar de mí la culpa en la que yo mismo me aprisionaba? ¿Qué tipo de sentimientos, de no ser el amor y el perdón, anularían el remordimiento y la culpa?

Axel asintió, de nuevo comprensivo. Anisio dijo en tono de lamento:

—¿Sabes?, aquello era una especie de… «peste emocional». Sentimientos malos que afectan al cuerpo, pero nos afectan porque nosotros mismos lo permitimos.

—Quieres decir que…

—Cuando Bruja me hizo sentir por debajo de un hombre a través de mis propios sentimientos negativos, permití que eso ocurriera. Quise que ocurriera. Era un castigo que creía que debía pasar. Y que merecía que pasara —una vez más Axel sintió que se le alteraba la presión y experimentó una confusión momentánea ante tal revelación—. Fue el momento en que sentí que mis entrañas eran arrancadas y la piel de hombre daba paso poco a poco a la macabra piel de animal: al ser humano despreciable convertirse en un grotesco hombre-sapo.

—Anisio, por el Creador.

—Soldados de Arzallum enviados por papá detrás de mí llegaron un poco después, sólo para que yo los viera caer muertos uno a uno ante ella. Era comprensible y difícil creer que un avatar, en la forma de tan bella princesa, fuera capaz de destruir ejércitos.

—¡Imprudencia! ¡Pura imprudencia! ¿Acaso tienes la maldita conciencia del tipo de rituales que ella podría haber practicado con un primer príncipe en esa condición y a su merced?

—No en ese momento. Hoy la tengo, mas no entonces. Todo podría haber sido muy distinto si ellos no fueran…

—Los siete maestres.

—Los sagrados maestres enanos. Suerte para la humanidad que sus caminos se cruzaron con el avatar maldito y lo destruyeron. —Anisio miró de nuevo la pintura de Primo—. Por eso necesitamos cazadores, Axel. La guerra no terminó como parecía. La Cacería de Brujas nunca termina.

Axel asintió y se dirigió hacia la salida del cuarto.

—Necesito descansar y asimilar un poco de todo eso, hermano.

Anisio se volvió hacia él y dijo firme y resonante como un trueno:

—No sin antes admitir lo que sigo esperando, hermano.

Axel suspiró y se volvió con irritación.

—¿Qué quieres que diga? Vamos, dímelo: ¿qué quieres que te diga? —preguntó entre gritos.

—¡Quiero que me digas el maldito porqué! —la voz de Anisio salió de la misma forma—. ¿Por qué fuiste hasta las Siete Montañas detrás de mí, tras decirme todo lo que me dijiste?

—¡No sabía cuanto estoy oyendo ahora, carajo! ¡Cuando entré en esta habitación, aquella noche, sólo te oí decir cosas… horribles a papá! ¡Pensé que actuabas con ingratitud! Como si fueras…

—¿Un niño mimado como tú?

—¡A lo mejor! ¡Tal vez sí, caramba! ¡Fue cosa del momento! ¡Un ataque de cólera! Algo equivocado, ahora lo veo, pero yo no lo consideraba así entonces. ¡No tenía cómo saberlo, carajo!

—¿«No tenías», Axel? ¿O no querías? ¿Alguna vez, a lo largo de nuestra infancia, tuvimos una conversación tan sincera como la tenemos ahora?

—¡Eso no hace ninguna diferencia, Anisio! Tienes razón, creí que actuaba en forma correcta, pero me equivoqué. Me equivoqué contigo y te pido disculpas. Creo que sólo… ¡no estaba preparado para ese golpe!

—Me acuerdo. Fue el golpe que hundí en tu cara cuando intentaste apartarme de papá. Y me dijiste que yo ya no era tu hermano. Y que si no aguantaba la presión, me largara ya. —Axel no quería escuchar aquello—. Y todo eso seguido por las últimas e inolvidables palabras… ¿Cómo eran? —en definitiva, él no quería recordarlo—. «Por mí, lo que más quiero ahora es que te mueras…».

Axel debió sujetarse de una silla para no caer. Su respiración era difícil. En realidad, le dolía respirar. Aquellos recuerdos lastimaban más, mucho más que un puñetazo de Radamisto.

Había un espejo cerca de la silla y Axel odió su propio reflejo.

—Yo… —intentó decir.

—¿Sin embargo, de repente llamas a tu guardaespaldas y te embarcas solo en una jornada heroica tras de mí? ¡Pues también tengo la certeza del porqué! ¡Sólo quiero que lo admitas! ¡Y lo harás hoy!

—Me arrepentí de mis palabras. Tenía que… —Axel sólo podía mirar a Anisio a través del espejo.

—¡Mentira! Te arrepentiste de ellas mucho después. No entonces. Así que no fue por eso.

—¡Soy tu hermano, Anisio! ¡Era mi obligación!

—Tú mismo abdicaste de esa condición.

—¡Vi la tristeza de mamá! Estaba enloqueciendo. Debía saber lo que te había pa…

—¡Mentira! —explotó Anisio—. ¡Deja de decir mentiras, muchacho! ¡Sé que tú nunca actuaste movido por el altruismo que los bardos intentan transmitir! ¡Siempre fuiste un niño mimado y sólo por ti fuiste hasta allá detrás de mí!

—Yo sólo quería…

—¡Actúa como hombre y admítelo en mi cara!

—Yo sólo…

—¡Quiero la verdad, Axel!

—Yo…

—¡Hoy…!

—…

—¡… yo quiero…!

—…

—¡… la porquería…!

—…

—¡… de…!

—…

—¡… verdad!

—¡Está bien! —el espejo estalló en pedazos cuando fue golpeado por el puño real. Axel se volvió hacia su hermano y gritó, rendido—: ¡Lo admito! ¡Maldición, lo admito! ¿Tanto quieres que admita por qué fui detrás de ti a las Siete Montañas? Te lo diré: ¡porque no quería ser rey!

Hubo un cruel silencio, de esos que anteceden al pleito. Axel se limpió las lágrimas que insistían en escurrirle por el rostro.

—Tú habías sido entrenado para eso —dijo, aún entre lágrimas—. Eras el primer príncipe. Tú tenías esa responsabilidad. No yo. Maldición: eras tú, no yo.

La revelación tocó de manera distinta a cada uno, pero lo hizo con ambos y profundamente.

«Estoy tan feliz porque encontré a mis amigos…».

Por el rostro impasible de Anisio Branford, resultaba imposible decir qué tipo de sentimientos corrían y permanecerían allí.

«Ellos están en mi cabeza…».

Y ante aquel escenario de lágrimas y silencio, los dos hermanos se dieron cuenta de que estaban de pie, a la misma distancia de la pintura de Primo Branford.

«Yo soy tan feo, pero está bien…».

Y los trozos mayores del espejo partido, que yacían en el suelo, reflejaban la pintura.

«Porque tú también lo eres…».

Y cada fragmento devolvía el reflejo de una parte y de una forma diferente de toda la imagen que reflejaba.

«Nosotros rompemos nuestros espejos…».

Axel percibió que su mano sangraba un poco. Y otra vez se dirigió a la salida del cuarto.

—No lo olvides, ¿está bien? —resonó la voz de Anisio tras de sí—. No olvides que también tienes responsabilidades que deben ser cumplidas y que están próximas.

—Lo sé —dijo Axel, sin voltear—. Se lo diré a ella. Y… —se volvió antes de salir—. Anisio… quería… otra vez… pedirte dis…

—Olvídalo. Al fin lo conseguiste. Eres el campeón del mundo. Poco a poco estás aprendiendo a asumir grandes responsabilidades. Yo sólo necesito en verdad que entiendas por qué hoy eres el primer príncipe de Arzallum. Y necesitaré que no lo olvides más… hermano.

Axel sintió que su pecho latía con fuerza de adentro hacia afuera.

«¿Qué piensas, Anisio?».

Había reconocido el tono de la última palabra: no había remordimiento, rabia ni ironía en aquel término.

Cuando entró a su propia habitación aquella noche, Axel Branford lloró sin parar por un caudal de sentimientos que no sabía si era lo bastante hombre para asumir. Eran sentimientos intensos que se contradecían y que lo asustaban. Sentimientos que lo perseguirían y de los que ni él ni otro Branford escaparían ya.

«¿Sobre qué?».

Sentimientos que venían del pasado. Que rodeaban su presente.

Y lo más aterrador: sentimientos que en breve él sabía que pertenecerían a su inevitable futuro.

«¿Crees que todavía podremos… recomenzar?».

Tal vez entre los dos hermanos aquel sería el inicio de un buen y nuevo comienzo.