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En el Salón Real había cierto movimiento. Algunos siervos reales preparaban una «pequeña gran cena» en el comedor, donde había sido instalado un estrado cerca del trono del rey Anisio. Algunos nobles, todos los consejeros reales, la princesa Blanca y el príncipe Axel estaban presentes.

Un siervo real anunció la entrada de Ruggiero.

Encima del estrado había una espada.

Cuando ingresó el oriental, con la capitana Bradamante al frente, la primera sensación de los presentes fue de sorpresa. Había una inmensa alfombra roja que se extendía desde donde estaban hasta los pies del rey, sentado en su trono, algunos escalones arriba. A su derecha, Blanca Corazón de Nieve. A la izquierda, Axel Branford.

En el camino entre ellos, en posición militar, a cada lado de la alfombra roja, estaban ellos. En dos hileras. Los caballeros vestidos con sus aterradoras armaduras rojas.

Los Caballeros de Helsing.

Bradamante caminó entre ellos, seguida por Ruggiero. A cada paso que daba, dos soldados en los flancos hacían un respetuoso saludo ante una mirada militar. Al fondo, con sus capuchas, cada una con sus respectivos colores, los ocho consejeros reales observaban.

El último de la fila de los caballeros rojos era el añoso y obeso coronel Athos Baxter. No parecía estar ni un poco contento con la ceremonia.

Ruggiero caminó y se detuvo al lado de Bradamante, frente a Anisio Branford y al estrado con la espada.

—De rodillas —dijo Anisio y, por más que se tratara de un oriental, Ruggiero se estremeció ante la orden, pues entendía lo que eso representaba.

El rey Anisio sacó la espada de su base y dijo:

—Señor Ruggiero, todos aquí están enterados de que su persona, junto a la de la capitana Bradamante, eliminó a una horda de demonios ante la cual tal vez grupos aquí presentes habrían sucumbido, y que lo hizo como un gesto de altruismo a la patria de Stallia y a las buenas relaciones con Arzallum. La manera más sincera que encontré de agradecer semejante actitud heroica fue de esta forma, manifestada aquí y ahora, y mis consejeros estuvieron de acuerdo.

«Y no confío en el coronel Athos para eso. Le gusta atribuirse demasiados méritos por trabajos ajenos».

Ruggiero pensó que no era casual que el hombre no estuviera muy contento con la ceremonia. La lámina de la espada se apoyó en su hombro derecho.

—Por el poder en nombre del Creador de Nueva Éter y de todos los semidioses que nos dan vida —la lámina pasó al hombro izquierdo de Ruggiero—. Por el poder de la Cruz de Merlín de Avalón, el Sagrado Cristo de Nueva Éter —la lámina quedó de lado, en la parte superior de la cabeza baja—. Y por el etérico que corre en la sangre de las hadas y da vida a este mundo —la espada quedó de pie ante Ruggiero—. De acuerdo con el Consejo Real y con la autoridad atribuida a mí, Anisio Terra Branford, rey de Arzallum, te consagro a ti, Ruggiero, caballero, la bendición de la bandera de Arzallum.

Los Caballeros de Helsing pisaron con potencia, de un modo que estremeció el ambiente y pareció un único movimiento de fuerza y sonido, a una orden de su coronel. El rey Anisio tomó la espada con las dos manos, como si se tratara de un recién nacido, y la ofreció al extranjero.

Siguiendo las instrucciones de Bradamante, Ruggiero besó la lámina y se puso en pie.

Recibió del monarca la espada y también la sujetó cual un niño de brazos. Entonces la apoyó en el suelo.

El monarca dijo:

—Señores, no tenemos más dudas hoy de que el reinicio de esta orden de cazadores de nuevo es necesaria para la supervivencia y la seguridad de esta nación y de toda la humanidad. Sólo he pensado últimamente en cuál sería la mejor forma de administrarla, pues la mayoría de los antiguos cazadores ya no está entre nosotros. Admito que durante este tiempo de ponderación no hallaba un hombre que uniera sabiduría con experiencia y vitalidad para el liderazgo en los entrenamientos y las misiones de campo. Sin embargo, mis pensamientos hoy están más claros, y el Creador parece haber iluminado mis necesidades con un destino inquieto y siempre sorprendente. Por eso, en vez de darme una persona con tales características, el Creador me iluminó con dos.

Los consejeros se miraron sorprendidos. Hacía pocos instantes habían incluso votado por el título y el homenaje al extranjero, por motivos de agradecimiento y buena política con el continente oriental. Pero lo que el rey Anisio decía no había pasado por votación ni era de su conocimiento.

Y nadie habría sido capaz de describir la sorpresa del coronel Athos.

—Sé que muchos dirán que la orden ya posee su figura de comando en la posición del coronel Athos Baxter, consejero Negro de la Sala Redonda y héroe de guerra de Mosquete, que nos honra con su experiencia, y no pongo en duda aquí sus calificaciones ni sus cualidades. Ante la sociedad de Arzallum, como bien pregona la política de esta orden, él será la única figura pública conocida y oficializada por el gobierno real. La cuestión es sólo que me gustaría ponerla también bajo las órdenes prácticas de un arzallino que haya visto y sobrevivido la Cacería de Brujas original, así como luchado al lado de mi padre en aquellos negros tiempos —el gordo coronel, detrás de sus carnes y cabellos y barbas blancos, comenzó a enrojecer y a sudar como un puerco, atónito—. Así que, sin mayores preámbulos, anuncio a todos los presentes que Sabino von Fígaro, consejero Blanco de la Sala Redonda e incuestionable héroe de guerra, ocupará a partir de hoy también la función de general y comandante de la Orden de Helsing.

Los consejeros reales explotaron en protestas y murmullos. El coronel Athos, conmocionado, era incapaz siquiera de decir algo.

—Pero, majestad —intentó hablar el impulsivo consejero Rojo.

—No está a votación, consejero —advirtió Anisio con vigor—. Y aún no termino.

El consejero se arrodilló.

—Imploro su perdón, majestad.

Sabino von Fígaro, con sus vestiduras claras, tenía una expresión de absoluta estupefacción. Aquello había sido en verdad una sorpresa.

Sin embargo, pasada la conmoción llegó el éxtasis.

—Y hoy no sólo estoy nombrando a Ruggiero como caballero de Arzallum. Lo convoco a convertirse en caballero de la Orden de Helsing —una vez más los caballeros rojos hicieron su movimiento militar de dos pisadas que estremecía al salón. Los consejeros seguían boquiabiertos. Incluso Axel y Blanca estaban sorprendidos—. Y lo convoco a convertirse en el capitán de este grupo renacido.

Si aún existía espacio para protestar, aquí fue utilizado. Axel Branford pensaba que la cara de los consejeros y de los viejos comandantes, atónitos por atestiguar qué decisiones importantes se tomaban sin consultarlos, como en el tiempo de la Cacería de Brujas de Primo Branford, era lo máximo. Y de allí para arriba, Axel percibía cuánto se parecía Anisio a su padre cada día transcurrido. Y cuán fascinante resultaba aquello.

Y cuán aterrador.

—Señor Ruggiero, ¿acepta mi convocatoria?

Ruggiero sintió que su corazón se desbocaba. Era un extranjero en una tierra extranjera y le pedían que formara parte de ella. Tenía una vida al otro lado del mundo y aceptaba que su dharma consistía en vivirla al otro lado del océano. Sin embargo, en poco tiempo había aprendido tanto cada día sobre un mundo fascinante y nuevo, que dejarse seducir por él le resultaba fácil. Pero lo que más le martillaba el cerebro era comprender lo que su Creador esperaba de él en su misión en aquel mundo etérico.

Dicen que si el pedido personal de un rey no hace que una persona se incline por una idea, entonces nada más lo hará. Hasta aquel día, eso parecía ser verdad en Nueva Éter. Sin embargo, Ruggiero estaba ante un pedido personal del más grande de los reyes, y eso no parecía significar nada para él ni pesar en su decisión. Y Axel Branford, desde donde estaba, observó bien las miradas y percibió que existen valores para un hombre más importantes que las órdenes de un rey.

Porque Axel advirtió que lo que hizo que Ruggiero decidiera en aquel instante no fue el destino que le transmitía alguna intuición, sino el intercambio de miradas con una mujer.

—Con placer, majestad.

Bradamante lo intentó, mas no logró ocultar la felicidad que descubrió en sí misma cuando el guerrero oriental aceptó la propuesta. Axel sólo recordaba la mirada de María Hanson, que no estaba presente, y la nostalgia que ya no soportaba más después de estar lejos de ella desde hacía tanto tiempo.

A una seña Sabino avanzó con timidez al centro y se colocó al lado de Ruggiero. El coronel Athos se puso al lado de Sabino, aunque su expresión traicionaba el odio que sentía en esa posición. Una cosa era cierta: en el futuro, las cosas entre él y Sabino von Fígaro no resultarían sencillas.

El rey los hizo volverse a las tropas. Y gritó:

—¡Caballeros, de frente a su comando!

Y al menos setenta hombres en aquel Salón Real pisaron dos veces en el suelo y giraron hacia el centro.

—Tengo aquí, de un lado, la experiencia que los enriquece. En el centro, la sabiduría que necesitan. Y del otro, el liderazgo que los llevará a la guerra. Son estos los tres pilares que los conducirán a la victoria en la guerra sucia.

Anisio hizo un movimiento de cabeza en dirección a Sabino y la transformación fue tan inmediata, pero tan impactante, que resultó aterradora incluso para los consejeros que observaban. Sabino von Fígaro, acostumbrado a hablar bajo y con sabiduría, de repente gritó como un comando de guerra que pararía a un ejército, haciendo que su voz resonara por el gran salón:

—Caballeros de rojo, ¿cuál es vuestra magia?

Setenta guerreros de rojo respondieron en una única y aterradora voz:

—«¡Es la cruz de mi escudo; mi espada y mi guía!».

—Caballeros de rojo, ¿por qué viven con esos hechos?

—«¡Porque honro al dragón de éter vivo en mi pecho!».

De nuevo golpearon con el pie, y entonces llegó el silencio.

—Tropa, descansen.

Otro pisotón y todos se posicionaron, estáticos, con las manos atrás. Sabino miró a Anisio Branford y volvió a sonreír a su manera tímida y educada:

—Majestad, la tropa está lista para cenar.

El rey Anisio Branford pensó que días muy interesantes estaban por venir.