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Es difícil, muy difícil, definir lo que representó aquella semana para un arzallino.
Imagina que todo aquello en lo que crees, toda la fuerza transmitida a tu pueblo, toda la confianza que depositaste en tus representantes, toda la superioridad cultural y militar que te fue ratificada y revelada por tus antepasados, e incluso toda la esperanza en un futuro legado a tus descendientes naturales, estuviese a punto de ser puesto a prueba en un solo día.
Imagina el choque entre una lanza que se considera indestructible contra un escudo que se considera inamovible. Imagina la posibilidad de que tu bandera ondee en lo alto de un podio donde todas las demás no se mantuvieron, así como la posibilidad de que esté en el suelo pisoteada por tu peor enemigo. Ahora imagina la angustia de la espera para descubrir en qué posición quedará.
Imagina eso, mi amigo, e imaginarás a Arzallum.
Las personas trabajaron durante aquella semana sólo porque había una programación mental grabada por la rutina constante, que les recordaba qué hacer y cómo hacerlo. Sin embargo, sus pensamientos siempre estaban muy lejos del alcance de cualquier mano. Las personas trabajaban, pero no pensaban en el negocio. Otras sembraban y no pensaban en las cosechas. Los niños estudiaban y sus pensamientos estaban lejos de los estudios.
La mente y los pensamientos de las personas y de los ancianos y de los niños siempre estaban lejos. Lejos de ellos, pero cerca de sus corazones. Pues estaban en las arenas, en los cuartos, en las salas de entrenamiento, en cuadriláteros de diversos tamaños.
Estaban en Axel Terra Branford.
Cada día que Axel despertó durante aquella semana sintió el mundo palpitar en forma diferente respecto de él. No podía dejar el Gran Palacio y casi no conseguía andar por las calles de la ciudad. Siembre había sido un ídolo popular. Siempre había sido adorado por la plebe, tanto por las criaturas que deseaban verlo, como por las mujeres que anhelaban tenerlo o por los hombres que buscaban ser como él. Caminaba incluso por el Gran Palacio y sentía la mirada diferente de los siervos reales, que parecían reverenciarlo más de lo necesario o no lo tocaban como si fuera un hombre, sino un semidiós. O la manifestación de los mejores sentimientos de los semidioses.
Axel se daba cuenta de que nunca jamás había estado tan cerca de Primo Branford, su padre. Nunca jamás se había aproximado tanto a la figura del más grande de todos los reyes. Su figura histórica en relación con su pueblo se hallaba en un ascenso tan grande, que los bardos ya cantaban su nombre como «el más grande de todos los príncipes». Y el miedo a decepcionar a su pueblo y a toda la esperanza depositada haría que cualquiera sintiera que se le congelaban los pies.
De vez en cuando, a solas y sin que nadie lo viera, sentía náuseas y nudos en el estómago. Amaba a su padre y a todo lo que este representaba, pero no se sentía listo para sustituirlo en la necesidad de una nación por un héroe. La posibilidad de fracasar y llevarse con él los sueños de millones de personas que vivían bajo aquella bandera era un fardo muy pesado de cargar. Entre curaciones y baños en tina con aguas fluidificadas por hadas, se sentía solitario en un destino tan incierto, que lo marcaría por el resto de su vida.
Melioso, su entrenador, lo protegía lo mejor que podía. Él y Muralla evitaban que demasiadas personas tuvieran acceso al príncipe y que aquella euforia que corría por el reino, mucho más allá de las fronteras de Andreanne, entrara en ese palacio. El hecho era que Axel ya no sólo representaba a Arzallum en aquel torneo. Todas las naciones contrarias a los pensamientos y a la filosofía de Minotaurus adoraban a Branford como ídolo y volcaban en él sus creencias y sus oraciones.
Más que a cualquier otra persona, Axel extrañaba a María Hanson. No la veía hacía tanto tiempo que casi no recordaba cuándo había sido la última vez. Quería abrazarla y contarle el miedo que se admitía a sí mismo cuando estaba solo. Quería permanecer recostado a su lado identificando estrellas mientras le contaba la historia de algunas de ellas. No sabía si deseaba entrar en esa arena con la oportunidad de fracaso tan próxima a la de gloria. No tenía esa certeza, o al menos ya no. Sabía, sin embargo, que Melioso tenía razón incluso en cuanto a la presencia de la joven en aquel lugar. Ella en verdad lo sacaría de concentración en aquel camino sin regreso. Ella no le quitaría la fuerza para entrar en la arena, pero lo haría flaquear. Pues lo haría pensar cómo sería nacer plebeyo y llevar una vida simple, en vez de ser uno de los hombres más conocidos del mundo, a punto de escribir la historia.
Entonces Axel contempló el cuadro con los bustos de sus padres y les prometió que al menos daría lo mejor de sí cuando llegara la hora. Sí, incluso más que lo mejor.
María Hanson tendría que esperar.
La Escuela Real del Saber volvió a sus actividades aquella semana, pero sus alumnos no estaban muy interesados en matemáticas ni filosofía. La única manera de mantener la atención de aquellos grupos era hablar sobre política y las divergencias de ideas, por ejemplo, entre las naciones de Gordio y Tagwood, Aragón y Röok o, claro, Arzallum y Minotaurus. En su papel de nueva profesora, María Hanson explicaba la idea de eugenesia: el mito de la raza superior pregonado por la familia Ferrabrás. Explicaba la extinción de la monarquía y la autoproclamación como imperio ante una imposición militar.
Contó incluso cómo se habían conocido Axel y ella, y que, sin darse cuenta que hablaba sobre el príncipe, había criticado decisiones políticas del rey Primo Branford, así como lo idiota que se había sentido en los siguientes meses ante aquella metida de pata. La historia atrajo la atención del grupo y se vio obligada a contar todos los días hasta la final del torneo.
Sus clases siempre estaban llenas, con excepción de un único pupitre vacío.
A María le gustaba dar clases. Adoraba enseñar lo poco que sabía, en un intento por tocar la esencia de aquellos niños y adolescentes de manera profunda y memorable, y disfrutaba el desafío de hacerlos prestar atención a cualquier asunto al que se refiriera, en busca de huir de la enseñanza tradicional hacia algo que estuviera más cercano al lenguaje y a la concepción de sus alumnos. Y ella le gustaba a los niños y a los adolescentes.
María era el mito de la muchacha pobre y plebeya que conquistó su sueño. Era lo que todas las muchachas aspiraban a ser, ya fuera en la vida o en el amor.
Sin embargo, por más que disfrutara lo que hacía y por más que se esforzara en ser la mejor profesora, durante aquella semana hubo un diálogo que no se le iba de la mente cada vez que había una pausa entre una clase y otra. Al final, si sonreía delante de sus alumnos para no transmitirles sus problemas personales, por dentro lloraba por el futuro incierto de su padre.
«¿Él… está muerto?».
«No. Pero ni siquiera puede hablar ni levantarse de la cama de tan enfermo que está».
«Por lo que supe, es uno de los precios que hay que pagar».
«Y aún así, incluso a sabiendas de eso, ¿no quieres verlo?».
«No».
La otra voz que resonaba en sus pensamientos era la misma del pupitre vacío.
La voz de João Hanson.
En el centro de Andreanne, João Hanson cargaba bolsas, boleaba zapatos y pintaba paredes. Hacía cualquier trabajo por el cual le pagaran algunas monedas de príncipes. Incluso lo invitaron a convertirse en delincuente, pero se rehusó. Lo llamaron para unirse a un grupo de jóvenes que parecían esconderse en las sombras y prepararse para una guerra que cambiaría al mundo, comandados por uno como ellos, que parecía saber lo que decía.
Y admito que esa propuesta lo tentó.
Pero también la rechazó.
El hecho era que se sentía crecido, tanto en tamaño como en madurez, pero con principios demasiado enraizados dentro de sí para luchar contra ellos. Los muchachos aún se burlaban de sus cabellos lisos con aquel maldito apodo de Joãocito, pero parecía que incluso le gustaba a las chicas algunos años mayores. Algunas le proponían hacer todo lo que su novia no hacía.
Entonces João recordaba las palabras.
Aquellas palabras que le ardían en el pecho como brasas incandescentes.
«¿Ah, sí? ¿Quieres saber? ¡Tal vez sea porque no necesito un novio!».
Entonces miraba a esas muchachas, las cuales eran dos o hasta tres años mayores que él. Y veía sus sonrisas y sus faldas cortas y las miradas que le dirigían.
«¿Y quieres saber por qué quería esperar para besarte de lengua?».
Y de nuevo pensaba en rechazar aquellas propuestas, antes de que su pecho ardiera de nuevo sin que él supiera cómo hacerlo parar.
«¡Porque ya besé de lengua a otro antes que a ti!».
Detener las palabras de Ariane Narin. Parar aquellas malditas palabras de Ariane Narin.
Día tras día Ariane Narin iba aprendiendo cómo «abrir su cáscara». Entendía cómo ir más allá de lo que se consideraba posible o que se creía posible. Aprendía sobre hechizos y rituales y comenzaba a escribir en su Libro de las sombras cuanto consideraba que debía ser escrito. Aún no lograba abandonar el cuerpo físico en forma consciente, con excepción de sus sueños, pero entendía todo aquello que se le transmitía, y todos los días meditaba e intentaba dar lo mejor de sí para alcanzar el próximo paso.
Un día, al percibir la falta de concentración de su discípula, madame Viotti le había dicho que era mejor que no continuaran el entrenamiento hasta que Ariane no resolviera lo que fuera que debiera resolver, de modo que su mente volviera a concentrarse.
Ariane se irritó, pero sabía que ese fastidio era con ella misma. Pensaba en João Hanson, pero al mismo tiempo en una forma de «no pensar» en él —lo cual terminaba por hacerla pensar en él—. Y eso la irritaba más. El hecho era que no lo veía hacía algunos días y, por más que lo echara en falta, lo más extraño era que tampoco tenía ganas de verlo.
Cada vez más Ariane percibía que comenzaba a temer ese encuentro. Si estuvieran hablando del muchacho con el que ella andaba de la mano hasta un año antes, un muchacho dulce, cuya voz fallaba de vez en cuando por los cambios de la adolescencia, y que sufría por los celos que sentía ante la adoración de ella por Axel Branford, entonces Ariane desearía estar en sus brazos más rápido de lo que un claro era capaz de asomarse en un cielo oscuro.
Pero si estuvieran hablando del João Hanson irritable, de voz cada vez más grave y con una cierta rabia ante la vida, siempre en busca de probar algo al mundo y a sí mismo, y que ni siquiera él sabía con exactitud qué era, entonces a ese João Hanson le tenía miedo. Pues no sabía qué esperar de él ni qué significaba para él.
Y por no saber lo que el futuro les reservaba a los dos.
Fue así, entre palabras que no eran dichas y sentimientos demasiado expuestos, como Andreanne pasó aquella semana.
Y el corazón del mundo se preparó.