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Robert de Locksley había sentido algo distinto cuando pasó por la simple cerca que delimitaba el territorio de Sherwood. Eran apenas unos pasos, pero cada uno recordaba años de soledad y confinamiento. Años en que su mente libre caminaba hasta allí para evitar la locura que asuela al hombre encarcelado.

Sus seguidores iban con él y caminaban a su lado. Por donde pasaban generaban fascinación. Cada carretera, cada pueblo en dirección a Sherwood primero eran presa de la curiosidad cuando aquel grupo se aproximaba entonando canciones de libertad y poemas antiguos. Entonces las personas descubrían a quién seguían. Robert decía algunas palabras. Y colectaba sus espíritus.

Ya era de noche cuando el grupo se detuvo ante aquella herrería. Había pocos hombres trabajando a esa hora, pero quien estuviera en aquel local lo hacía. Afuera, entre cantos de los grillos y olor a sereno, se escuchaba el golpeteo constante y rítmico del martillo en el acero, resonando como una campana que anuncia el fin de un combate.

O el inicio.

Robert dejó al grupo afuera y entró, sólo acompañado por Pequeño John. Al fondo, todavía los sonidos cadenciosos y reverberantes del martillo daban forma al acero. El hombre responsable era bajo y un poco jorobado. También frisaba los cuarenta años, como aquellos dos. Tenía los brazos fuertes y marcados por los años de trabajo con el fuego y el metal. El rostro barbado, los brazos velludos. Y los cabellos rojos, espesos y desgreñados hacia arriba.

—¿Lo ves, Pequeño John? Al menos uno de nosotros conserva sus orígenes.

El sonido del golpe en el metal se detuvo. El hombre miró por encima de su hombro, sonrió y volvió a golpear. El metal en sus manos parecía estar dando forma a una espada.

—Se tardaron…

Robert y John se miraron, sorprendidos. Se aproximaron. El chaparrito jorobado en ningún momento se levantó para saludarlos. Alrededor de su cuello, sujeto por un cordón, había un manojo de llaves que de vez en cuando tintineaba con movimientos más bruscos.

—¡No era esta la recepción que esperaba, pero es bueno ver que conservas tus orígenes, Much! Esta herrería parece nunca haber interrumpido sus servicios.

—No se trata precisamente de una opción, Locksley. Soy el hijo de un maestre herrero. Fue algo que aprendí a hacer.

—Por lo visto, tu padre estaría muy orgulloso.

Much paró de golpear. Y miró a Pequeño John.

—Por el Creador, ¿tú no paras de crecer, negro maldito?

—En realidad, ya lo hice. Pero parece que tú sigues disminuyendo.

—¿En verdad? No fue eso lo que dijo tu ex novia…

Los tres comenzaron a reír sin parar. Locksley jaló un banco de madera cercano, se sentó y tomó la palabra:

—¿Quieres decir que mantuviste las actividades de tu padre?

—Sí. Él me lo pidió.

—Es comprensible. Miller en verdad se volvió una referencia en esto de las forjas —dijo Pequeño John.

—Sí. Pero no fue por eso que me pidió que continuara su trabajo.

—¿Entonces? —preguntó Locksley.

—No me hizo esa petición por renombre o reputación. Lo hizo porque sabía que estaba demasiado viejo para continuar la lucha, pero tú no.

Robert se detuvo, buscando comprender. Creyó que ya había entendido, pero prefirió decir:

—Explícate.

—La enfermedad lo había dejado ciego y con dolores constantes. Yo sabía que él iba a morir, él sabía que iba a morir, todo el mundo lo sabía. Y mi madre me dijo una vez que era una pena que tú no pudieras estar con él en esos últimos momentos. Porque él te quiso como si fueras un hijo.

—Le debo mucho a tu padre, Much. Mis ideales fueron sembrados por él.

—Él lo sabía. Tanto, que me dijo que no interrumpiera los trabajos. Que tú volverías —los cabellos de Locksley se erizaron; los de Pequeño John también—. Es más, él sabía que volverías. Incluso ciego, todavía se carcajeaba al decir que, si los hombres que le quitaron todo a tu familia no habían podido matar lo mejor que hay en ti, tampoco lo lograría una prisión en un reino frío como Stallia.

—¡Pero yo había sido condenado a prisión perpetua! La tendencia natural habría sido que yo muriera en aquellas celdas.

—No. Antes de morir, mi padre recibió la visita de Tuck. Y nuestro fraile es ahora un hombre diferente. Un hombre santo. Y a partir de su visita, mi padre comenzó a creer que tú no morirías en aquella prisión. Porque él comenzó a sentir fe. Comenzó a creer que existe un Creador que vela por nosotros. Y que, de vez en cuando, cuando lo merecemos, los milagros suceden —los cabellos de ambos continuaban erizados—. Y tenía razón. Al final sucedió un milagro, ¿no?

Los tres quedaron en silencio un momento. Y Robert preguntó:

—Y, Much, ¿qué pasó tras la partida de Miller?

—Desde entonces trabajo de día en los pedidos que me son encomendados, pues necesito comer. Pero de noche, en lo profundo de la madrugada, concluía el pedido de mi padre, esperando el día en que tú entrarías otra vez por esa puerta. —Much se levantó—. Ve sólo este ejemplo: ¡estoy trabajando en esta maldita espada, pero creo que está mal! ¿Qué hora es?

—No sé, pero ya es de madrugada —dijo Pequeño John.

—¿Lo ves? Tal vez sea por eso. Los años van pasando y nuestra vista ya no es la misma.

Much caminó a su manera natural, cojeando un poco, hasta una gran puerta doble de madera, atrancada con dos candados gigantes. Apartó algunas ollas y cosas por el estilo de la puerta y abrió los candados con llaves del manojo que colgaba de su cuello.

—¿Sabes?, mi padre decía que volverías. Y que al fin harías lo que ningún hombre tuvo los arrestos de hacer en este lugar. Según sus palabras, él decía que volverías esta vez para patear el trasero de esos hijos de…

Much empujó una de las puertas, con lo que levantó polvo e incluso pequeños pedazos de madera le cayeron en la cabeza.

—¡Malditas termitas! —rezongó, limpiando el polvo—. ¿Pero dónde estaba?

—En los hijos de… —respondió Pequeño John.

—Ah, sí. Bueno, lo que interesa es que él sabía que tú vendrías a liberar a Sherwood de una vez por todas y a acabar con esa porquería de política de territorio neutral. Solía decir que «es un absurdo que la Iglesia tenga su propio reino dentro de un reino, y Sherwood es una tierra sin gobernante propio».

Much soltó otra cosa y al fin logró abrir la segunda puerta.

—Él dijo que tú buscarías a los otros. Y que formarías un nuevo ejército. Y que era a través de mis manos que él estaría en tu lucha, después de la muerte.

Y Robert de Locksley y el Pequeño John se quedaron boquiabiertos cuando vieron lo que la apertura de aquellas puertas revelaba. Era un recinto grande, del tamaño del aposento de un noble. Pero en su interior estaba el fruto de un resultado trabajoso y primoroso, que seguramente había requerido años de dedicación, paciencia y esfuerzo.

Tal vez casi veinte años de esfuerzo.

—No sé si ya reuniste a tu ejército, Locksley, pero su arsenal y sus vestimentas ya están aquí.