24
Robert de Locksley continuaba su peregrinación. Esta vez, sin embargo, ya no iba solo, como hacía poco tiempo. Cada vez que entraba en los pueblos o las tabernas se encontraba menos solo. Su grupo ya era de treinta personas, la mayoría jóvenes de los que ni siquiera conocía su nombre, aunque ellos sí sabían el de él. Continuaban en Stallia, pero en breve partirían a Sherwood, donde estaba su pueblo y aquellos por los cuales moriría o quienes morirían por él.
—¿Cuándo iremos a Sherwood? —preguntó Pequeño John ante una hoguera donde se cocía la carne de algún animal abatido.
—Cuando sea la hora.
—¿Y cuándo llegará esa hora?
—Cuando tengamos en nuestras filas a todos los que aún no están.
Pequeño John se quedó callado. Probó un pedazo de carne y descubrió que seguía cruda.
—¿Cuántos nos faltan, Robert?
—¿En general?
—No, de los principales. De tus capitanes.
—¿Además de ti? Tres. Ya conoces sus nombres.
—Sí. Uno de ellos estaba en el reino de Fuerte. Los otros dos, en Sherwood.
—No, el de Fuerte ya no está allá. Se encuentra en Arzallum.
—¿Quieres ir a Arzallum? —preguntó Marion, aproximándose y sentándose con ellos.
—Sí, iré. Pero sólo con ustedes. Nuestro ejército nos esperará aquí.
—¿Por qué Arzallum? —insistió Marion.
—Porque una vez que guerreemos contra Stallia por la liberación de Sherwood, atraeremos al combate al ejército de Minotaurus. Y no podemos enfrentar a ambos. Además, sólo hay un ejército en el continente capaz de anular a las fuerzas de Minotaurus.
—¿Y crees que el rey Branford llevará a su ejército al campo de batalla sólo porque tú se lo pidas?
Robert se quedó en silencio y luego dijo:
—Él es un hombre justo. Comprenderá nuestra lucha.
—¡Creo que confundes al hijo con el padre! —exclamó Pequeño John—. Primo Branford luchó a nuestro lado, Robert. Pero no sabemos cómo piensa el hijo.
—Por eso necesito ir allá.
Hubo otro silencio entre los tres. Esta vez era un silencio incómodo.
—¿Y Tuck? —preguntó Marion.
—¿Qué pasa con él?
—¿Es uno de los que estás contando entre tus capitanes?
—Claro. Tuck es uno de los nuestros.
—Ya no, Robin.
—No comprendo. —Robert y el propio Pequeño John le prestaron más atención a Marion.
—Hace mucho tiempo que no lo veo, pero nos encontramos cuando salió de aquella prisión.
—¿Y qué fue lo que viste?
—A un hombre… diferente.
—Tuck comparte nuestros ideales.
—No lo niego. Sólo creo que él hoy los pone en práctica de una manera distinta.
—¡Tuck es uno de los nuestros!
—Y si alguien actúa en forma distinta a la tuya no quiere decir que esté equivocado, ¿no es verdad? De lo contrario, si nos pusiéramos a juzgar, en realidad sólo nos equipararíamos con Ferrabrás.
Pequeño John se mordió los labios. Aquel nombre siempre lo incomodaba.
—¿Por qué dices que él actúa diferente?
—No sé explicarlo, porque nunca más lo vi. Pero escucho historias. Historias sobre él, Robin.
—¿Qué tipo de historias?
—Algunos hechos —dijo Pequeño John—. Yo también lo he escuchado, como si se tratara de leyendas urbanas.
—¿Alguno de los dos podría ser más específico? —preguntó Robert de Locksley, un tanto impaciente.
—Dicen que Tuck se volvió un santo —explicó Marion, provocando escalofríos en su amante.
—Dicen que es capaz de curar heridas y multiplicar los panes. Que posee una fe que expulsa a los demonios y que tiene el poder de quitar cualquier culpa que pese sobre las espaldas de un hombre —concluyó Pequeño John.
—Ese no es Tuck. ¡Es el Cristo, Merlín Ambrosius!
—¡No sabemos qué es verdad y qué no! Pero de una cosa sí estamos ciertos: Tuck ahora es un hombre santo, que pregona la no violencia.
—Necesitaré estar frente a frente para creerlo.
Pequeño John se dio por satisfecho con la carne que rumiaba y preguntó con la boca llena:
—¿Y en cuanto al ejército de Stallia, Locksley?
—No me he olvidado de ellos.
—La última vez nos masacraron con aquella embestida. Nuestro grupo fue exterminado ese día.
—¿Cómo fue ese día? Escuché muchas historias, pero nunca creí ninguna —dijo Marion.
—Stallia —explicó Locksley— tiene un ejército diferente. Utiliza una estrategia en el campo de batalla que nunca habíamos visto y por eso nos superaron aquella vez. Sus hombres poseen una estrategia de ataque que va de la flecha a la espada, ¿comprendes?
—No.
—Sus arqueros y sus guerreros son los mismos —dijo Pequeño John—. Están entrenados para usar las dos armas.
—En el campo de batalla levantan sus arcos y lanzan sus flechas —concluyó Locksley—. Y mientras estas siguen en el aire, descendiendo sobre nuestras cabezas, ellos corren hacia nosotros gritando consignas y desenvainando las espadas.
—La visión enloquece a los más débiles.
—Enloquece incluso a los fuertes. Porque ves esas flechas acertando en tus amigos, matando a los hombres a tu lado, y ves también a aquellos guerreros de nieve corriendo como si estuvieran en terreno plano, con las espadas en la mano para cortar lo que aún quede de los que continúan vivos.
—Pasan degollando como gallinas a los que todavía se tambalean o tuvieron la suerte de escapar de la lluvia de flechas. No sabes si llorar, gritar, rendirte o correr.
—Entre esas opciones —dijo Locksley— nos limitamos entonces a llorar o a gritar.
Marion intentó imaginar la escena descrita y no lo consiguió. En su mente había sólo una duda que no quería acallarse:
—Robin, por favor explícame algo.
—Dime.
—Nunca tuviste un ejército de guerreros, pero antes eran jóvenes acostumbrados a luchar en caso de necesidad. Aún así, esos jóvenes sucumbieron ante el Ejército de Nieve. En aquellos días cayeron personas tan maravillosas y diferentes como Stutely y Allan A. Dale. —Robert asintió ante el sombrío apodo de aquella tropa—. Eso me lleva a preguntar: ¿cómo pretendes salir victorioso donde antes no pudiste, con un ejército de jóvenes idealistas que no están acostumbrados ni siquiera a las armas?
—Pequeño John y yo ya hablamos de eso.
—¿Y?
—Esta vez será distinto. Esta vez no nos sorprenderán en el campo de batalla. Nosotros ya conocemos su estrategia y sentimos en carne propia cómo funciona.
—¿Y qué habrá de diferente en el campo de batalla esta vez que no hubo antes?
Pequeño John respondió:
—Habrá fe.
Marion seguía creyendo que todo aquello era una tremenda locura.
—¿Y si la fe no funciona contra las lluvias de flechas?
—Entonces entraremos en Mantaquim y seremos recompensados por el Creador por haber llevado vidas que valieron la pena ser vividas, y seremos eternizados como leyendas indelebles.
—Además —concluyó Pequeño John—, como mínimo habremos vuelto el mundo creado por Él mucho más interesante para sus semidioses, ¿no es verdad?
Los dos amigos comenzaron a reír ante aquella hoguera.
Marion los observaba y seguía creyendo que todo aquello era una locura demasiado grande.