23
Axel Branford partió hacia la Arena de Vidrio para el segundo día de competencias.
El Puño de Hierro no era sólo el torneo de pugilismo más importante del mundo. También era el más difícil. El vencedor de aquel certamen en verdad merecería el título y sería recordado como alguien, precisamente, con un puño de hierro. A la postre, una de las mayores dificultades de la competencia radicaba en ese poco espacio de recuperación entre un combate y otro.
En el pugilismo tradicional, el lapso entre dos luchas oficiales es inmenso. Es común que incluso dure meses. Pero no en el Puño de Hierro. La segunda lucha se daba tan sólo un día después de la primera. No importaba si el pugilista se había abierto la ceja el día anterior ni si se había fracturado la mano o si sentía los huesos molidos. Los fanáticos más antiguos habían visto entrar a guerreros en la arena con los ojos tan inflamados que estaban prácticamente ciegos, y a otros combatir con los dedos quebrados. No importaba: aquel era el Puño de Hierro, y quien quisiera entrar en la arena sabía bien a qué se exponía.
Sin embargo, la mayoría de los competidores del segundo día por lo común no llegaban tan lastimados. Previendo la segunda jornada de lucha, los vencedores solían prepararse durante meses para lograr un primer encuentro rápido, con pocas defensas y golpes cortos y poderosos. Axel había preparado y realizado eso contra el adversario de Brëe. Había entrenado tanto para esa situación, que noqueó a su adversario más rápido de lo que nadie recordaba.
Sin embargo, aquel segundo día no sería así.
Era por eso que, mientras lo conducían sobre la misma base formada por el carruaje sin techo improvisado el día anterior, a lo largo del trayecto mantenía sus pensamientos fijos en la arena. Repartía sonrisas, saludaba y agradecía a la multitud, que detenía sus actividades o llegaba corriendo de todas partes para contemplarlo. Pero aquellos eran gestos mecánicos, gestos de quien está acostumbrado a recibir aquel trato igual que como está habituado a respirar. Aquel día la algarabía era mayor que el anterior. Más soldados escoltaban al príncipe, y más aplausos y griterío acompañaban sus pasos.
La jactancia de aquel reino se perpetuaba día tras día, a una velocidad y con una intensidad cada vez más crecientes. Las banderas estaban extendidas en las ventanas. El número de tatuajes en los jóvenes con referencias a Arzallum y a Axel se había duplicado. En el centro de una plaza, una compañía de bufones, pagados por el propio rey Anisio, que llevaban los rostros pintados con polvo y rodeados de decenas de personas, simulaban, de la manera más teatral y caricaturesca posible, las luchas del día anterior durante el gran torneo. Gonta, el obeso pugilista de Cáliz, era representado por un actor con las ropas repletas de cojines que salían por las costuras. Según el bufón que hacía de juez y presentador, el pugilista retratado era «un sujeto tan gordo, pero tan gordo, que cuando se caía de la cama se caía por los dos lados». Radamisto, el gigantesco luchador de Minotaurus, era representado por un actor subido en las espaldas de otro, cuya cara reflejaba la luz del sol.
En la divertida simulación de la lucha del príncipe, el bufón que representaba a Axel usaba una peluca roja y dibujos en el cuerpo que simulaban músculos bien definidos. El pobre adversario de Brëe era caracterizado por un bufón vestido de mujer. En el momento en que ambos quedaban frente a frente, el actor que interpretada a Brëe se ponía a recitar poemas en vez de tomar una posición de lucha. Cuando el juez iniciaba el combate y Axel se le echaba encima, «Menoto» aventaba los libros hacia arriba y se desmayaba del susto.
El público se carcajeaba y aplaudía. Se sentían felices y orgullosos. Estaban confiados de que eran, o de que una vez más eran, la mayor nación del mundo. No importaba si las brujas se encontraban al acecho, pensando en hacer renacer clanes sombríos cuando las personas se fueran a dormir. No importaba si pensaban desafiar de nuevo a las hadas. No importaba si las relaciones entre Arzallum y Minotaurus estuvieran debilitadas ni que una guerra acarreara hambre y desgracia a una población no tan privilegiada.
El hecho era que, si las brujas se atrevían a renacer, los caballeros de rojo estaban de vuelta para cortarles las cabezas o quemarlas en hogueras. Y si Minotaurus pensaba tomar el lugar de Arzallum, que vieran a Axel Branford en aquella arena y recordaran el respeto que el emblema de aquel reino traía con la exhibición.
Pues hablamos de Arzallum y de todo lo que esto significaba.
En la Arena de Vidrio, Hartas, el pugilista de Mosquete, entró con animación. Sentado, Gonta estiraba las manos en un banco de madera para tres personas que el inmenso trasero del pugilista ocupaba casi en su totalidad.
—¿Eres una niña? —preguntó Hartas, mientras pasaba cerca de Gonta. El pugilista de Cáliz lo miró sin sonreír y volvió a sus estiramientos.
Enseguida entró William Gamewell, del reino de Fuerte. William tenía algunas escoriaciones, pero sabía que era bueno jamás quejarse de ellas; finalmente él enfrentaría a Radamisto aquel día. Y tenía miedo. No sólo el temor de no representar bien a su reino, sino de no sobrevivir en el cuadrilátero ante aquel monstruo blanco.
Del otro lado, Ruggiero, el dragón oriental, tenía sentimientos opuestos. Sentado en posición de loto, sin demostrar bien si tenía los ojos abiertos o cerrados, era pura concentración. En situaciones tensas como la de aquella sala, observar a un hombre tan confiado y seguro de sí mismo como aquel era capaz de destruir a los adversarios incluso antes de ser llamados a la arena, pues desesperado es el corazón en crisis que se compara con otro lleno de la paz que él considera imposible alcanzar.
Desde allí escuchaban a las personas que llegaban a la Arena de Vidrio. Aún eran susurros: susurros que todos sabían que se transformarían en estruendo en pocas horas, cuando las emociones tomaran forma y moldearan el éter. Era difícil creer que había pasado un día. La impresión entre cada uno de aquellos pugilistas era que en ningún momento había salido de aquella sala, a no ser para entrar en el cuadrilátero.
Caradoc, de Albión, el guerrero de corte militar, entró en la sala y, como hacían casi todos, no saludó a nadie. Observó de soslayo a Ruggiero, su adversario, y no se sintió bien. Pensó en la hija y la esposa que dejó en casa y en lo que representaba la promesa de llevarles una medalla, y ese pensamiento sólo funcionó como una forma más de presión.
Devlin, el pugilista rojo, entró con una especie de tiara en la cabeza, formada por cuerdas trenzadas. Lucía adornos que recordaban su cultura indígena, sus amuletos sombríos y sus tatuajes extraños. Los otros pugilistas allí presentes no sentían exactamente temor ante ese guerrero, sino que en realidad el sentimiento era más de repulsa. Él caminaba como un tótem humano que hubiera cobrado vida y, de vez en cuando, se pasaba la lengua por los labios, como si estuviera hambriento.
El ambiente era tenso. Algunos aún se atendían las lastimaduras del día anterior cuando se escuchó una algazara que venía de afuera. Dos hombres entraron en la sala, uno de la Confederación Real de Pugilismo y otro de la organización del Puño de Hierro. Todos se volvieron hacia ellos y el segundo habló:
—Señores, dentro de una hora daremos inicio al primer combate del día de hoy. A partir de ese comienzo cada lucha ocurrirá con una hora de intervalo. ¿Alguna duda?
Nadie respondió.
—El primer combate de hoy será entre Gonta, de Cáliz, y Hartas, de Mosquete.
Ambos pugilistas se miraron.
Hartas mantenía su sonrisa burlona. Gonta seguía serio y con la expresión cerrada.
Se escuchó el ruido de la puerta al abrirse y una vez más la atención se volvió hacia ella. Entró Radamisto, el gigante blanco. Al contrario de lo que ocurría con Devlin, la mayoría de los pugilistas tenían hacia él un sentimiento de temor.
El representante del torneo continuó:
—La segunda lucha será entre Radamisto, de Minotaurus, y William, de Fuerte. —Radamisto no se preocupó por buscar a William. El joven de Fuerte sintió un sudor frío descender por un lado de su rostro, que congelaba a su paso cada centímetro, y le rezó a cualquier semidiós que le diera vida en ese momento—. Seguirán Ruggiero, de Ofir, y Caradoc, de Albión. Por último, Devlin, de Uruk, enfrentará a… —y el hombre buscó a alguien en la sala.
—Aquí. —Axel entró.
—… Axel, de Arzallum.
Los pugilistas comenzaron a moverse lentamente, haciendo crujir sus articulaciones y estirando los músculos. El representante de la confederación tomó la palabra:
—Señores, quiero decirles que el espectáculo presentado el día de ayer fue uno de los más emocionantes en la historia de este torneo. Por eso les deseo suerte a todos, felicito a los presentes por haber llegado al segundo día y espero que hoy nos den un espectáculo más grande, digno del público que estremecerá esta arena.
Algunos presentes aplaudieron con timidez, mientras que los dos hombres se retiraban. Ruggiero salió de su postura meditativa y comenzó a moverse. Radamisto se quitó la camisa y exhibió los exagerados músculos y las cicatrices de batalla. William rio de algo que dijo Hartas y que Gonta, como siempre, no tomó en serio.
Axel no los escuchó. Estaba serio y concentrado, y sólo asentía con la cabeza en dirección a cada pugilista ante el cual pasaba o con el que intercambiaba miradas. A la orden de su entrenador comenzó sus estiramientos.
—¿Qué venimos a hacer hoy aquí?
—Vencer, vencer.
João Hanson entró a la Arena de Vidrio con la multitud. Albarus Darin estaba a su lado y Andreos los seguía a pocos pasos. No había una sonrisa aún en su rostro, pero al menos parecía haber menos tensión al estar con sus amigos. Andreos pensaba que Hartas, de Mosquete, vencería en la primera lucha. João y Albarus no tenían duda de que el obeso luchador de Cáliz acabaría con él.
Sin embargo, antes de presenciar la lucha, conversó con su hermana. Un diálogo que se desarrolló más o menos así:
—¿Estás seguro de lo que haces? —preguntó ella.
—No importa.
—¿Cómo que «no importa»?
—Aunque tuviera la seguridad de algo, probablemente dudarías de mí.
Aquello hizo hervir a María.
—João, ¿hasta cuándo estarás haciéndote la víctima en esta historia?
João Hanson suspiró.
—Haz lo siguiente, María: sigue tu camino, ¿está bien? Ya no te necesito para decirme lo que debo o no hacer. Tal vez seas la mayor de los dos, pero también tengo la edad suficiente para tomar mis propias elecciones.
—No quiero decirte lo que debes hacer, João —dijo ella con voz suave—. Sólo quería que supieras que yo… que nosotros nos preocupamos por ti.
—Te creo. Dile a mi madre que iré a visitarla todos los días, mientras él esté cortando leña.
—¡No hables así de papá!
—No me digas cómo debo referirme a mi padre.
—Él es nuestro padre.
—¡No, no y no! ¿Y sabes por qué, María? Porque él puede parecer el mismo, pero tú y yo lo vemos como dos personas muy distintas.
—João…
—Y yo respetaré la forma en que lo ves. La respetaré totalmente. A cambio, me gustaría que no critiques la mía.
María abrió la boca para decir algo más, pero João continuó:
—También me gustaría que respetes mi deseo de sólo querer escuchar tus consejos cuando te los pida.
João Hanson se volvió de espaldas y se dirigió a sus amigos.
María Hanson seguía sin saber qué decir.
Y Pablo Hartas, de Mosquete, giró una vez y media en el aire antes de caer al suelo. La multitud gritó. Era un grito de gente enloquecida. Herman Gonta, el pugilista barrigón de Cáliz, se golpeó dos veces en el pecho, llamando a su adversario para el combate. Aquella era la tercera vez, tan sólo en ese round, que Hartas besaba la lona.
El mosquetense se levantó y muchas mujeres le gritaron. Agitó los brazos e hizo girar los hombros en estiramientos improvisados. Tenía la visión debilitada y sentía un ligero gusto a sangre en la boca. Sabía que era a causa de unos cuantos dientes rotos. Comenzó a saltar, con la intención de traer un poco de ligereza a aquel combate.
—El tipo de Mosquete es más delgado. ¡El gordo es muy pesado! ¡Ahora lo verás! —dijo Andreos.
—No estás entendiendo —dijo João—. El tipo de Mosquete es tan ligero que su golpe parece el de una hormiguita para el grandote.
—Sí —dijo Albarus—, y si el gordo acierta uno más de esos porrazos en medio de la cara del tipo, ¡él no despertará hasta el próximo año!
Hartas se lanzó a un ataque un poco menos suicida. Pegaba un jab y se retiraba. Otro y se retiraba. Y otro y otro y otro. Y otro. Y se retiraba. Y se retiraba. Aquello comenzó a irritar a Gonta. El pugilista de Cáliz volvió a golpearse el pecho, llamando a su oponente. Hartas golpeaba y se retiraba. Golpeaba y…
De pronto, Gonta se le echó encima como un toro, en un movimiento mucho más de rabia que de conciencia. Hartas lo esquivó y, entonces, jugó con todas sus fichas.
¡Un jab y directo, directo, directo, directo, uno, dos, tres, cuatro, cinco, esquiva y uno, dos, tres, esquiva y uno, dos, tres! Gonta intentó dar un golpe con el codo. Hartas lo esquivó y lo golpeó con violencia en un costado. Gonta se dobló, sintiendo una punzada.
Las mujeres enloquecieron.
—¿Sabes… —Hartas habría querido decir más rápido aquella frase, pero su aliento se le agotaba debido al estilo de lucha intensiva que había adoptado—… lo que hacemos con hombres como tú en Mosquete?
Gonta avanzó en busca de arrancar la cabeza del mosquetense, que lo esquivó una vez más, pero no reunió las fuerzas para golpear de vuelta. Sonó el gong que anunciaba el final del round.
Antes de dirigirse a su esquina, Hartas concluyó:
—¡Los perforamos con floretes y aprovechamos la grasa que sale para freír papas!
Gonta se sentó en la silla lateral, con la expresión hermética. Sin embargo, se sentó con tanta brutalidad que el banco se quebró. La Arena de Vidrio se volvió una gran algarabía y las personas rieron con fuerza. Gonta se levantó despacio y escuchó a su entrenador decirle:
—¿Qué significa un hombre de tu tamaño?
—¡Un hombre que tiene tanta fuerza dentro de sí que se desborda del cuerpo para caber dentro de él!
—¡Entonces toma esa fuerza, entra ahí y borra la sonrisa de ese patán y de toda esa gente! ¡Ahora!
Sonó el gong. Gonta volvió bufando. Hartas imaginó que continuaría aguantando aquellas secuencias sin perder el aliento de una vez. Y cuando el pesado y furioso pugilista de Cáliz avanzó contra él, descubrió la respuesta.
No.
Hartas se escapó del primero. Y también del segundo y del tercero. Y golpeó de regreso. Una, dos, tres, cuatro, cinco veces. Pero en la sexta… a partir de allí sus puñetazos ya no hicieron efecto. Su aliento estaba débil y cada vez más sentía que enfrentaba a un adversario que no se inmutaba ante sus golpes. Al menos no en aquel estado de furia en que él mismo lo había puesto.
Gonta golpeó fuerte una, dos, tres veces. Hartas sintió como si estuviera vomitando las entrañas. Intentó buscar al juez para pedirle que interrumpiera el combate, pero ya era demasiado tarde. Gonta lo agarró del brazo, lo jaló hacia sí y le dio un directo que hizo que los más cercanos escucharan el ¡crac! de la nariz al partirse. Después hubo un segundo golpe en el estómago, que lo hizo escupir sangre sobre su propio contrincante.
Gonta preparó aún un tercer golpe, pero el juez gritó y suspendió el combate antes de que hubiera una muerte en ese torneo. Cuando Hartas fue liberado, el cuerpo se desmadejó como un saco de papas. Los equipos de paramédicos corrieron para retirarlo del lugar e intentar salvarle la vida. El público no gritó ni celebró, todavía un poco conmocionado. Y Gonta, bañado en la sangre escupida por su adversario, alzó los dos brazos y lanzó hurras como lo haría un oso.
Con excepción de su entrenador, nadie más en aquella arena emitió una sola risa.
—¡Guau! —dijo William, regresando a la sala de los pugilistas y dirigiéndose hacia donde estaba Axel—. Gonta destruyó a Hartas. Sacaron al tipo en camilla de la arena.
—Es parte de esto.
—Ojalá que el tipo sobreviva.
—No deberías preocuparte por él en este momento, William. ¿No eres el próximo?
William pareció congelarse.
—Sí —dijo, suspirando.
Al fondo, Radamisto reiniciaba sus poderosos estiramientos.
—¿Qué piensas? —le preguntó William a Axel.
—¿Sobre…?
—¡Rayos, sobre mis oportunidades! ¿Crees que tengo alguna contra ese gigante?
—¿Qué esperas que te diga, William?
—¡Que sí!
—Entonces estoy seguro de que tienes oportunidades contra él.
—Eso me sonó un poco falso.
—¿Quieres que cambie de opinión?
—¡No!
—¡Por el Creador! —Axel sonrió—. ¡Pareces una mujer!
Ambos rieron. Las risas atrajeron la atención de todos, incluso la de Radamisto y su expresión hermética. El gigante blanco dio algunos golpes en una de las columnas de la sala y algunas cosas cayeron del techo.
—¿Qué crees que debo hacer en el combate?
—¿No tienes un entrenador? —preguntó Axel, buscando al sujeto que, por cierto, no estaba allí.
—No es tan bueno. Se encuentra más nervioso que yo.
Axel suspiró.
—Bueno, nota que Radamisto es diestro. Así que trata siempre de quedar lejos de su brazo derecho e invertir su guardia. Él es fuerte, pero pesado. Tú eres más rápido que él y puedes golpearlo y retirarte. Golpear y retirar.
—¡Hartas intentó hacer eso con Gonta y por poco sale muerto del cuadrilátero!
—Hartas no tenía el aliento suficiente para llevar una lucha así.
—¿Y cómo puedes saberlo si no la viste?
—Él hablaba de más.
William calló y quedó pensativo. No dijo nada más hasta la hora de su lucha.
João Hanson reía de alguna broma sobre el descubrimiento de la pubertad con sus amigos, cuando escuchó una voz que habría reconocido con los ojos cerrados y debajo del agua:
—¡João!
Era Ariane Narin.
—¡Hola, tipo, ya te extrañaba! ¿No?
Ella lo abrazó con fuerza delante de sus amigos. João se sintió un poco avergonzado por tener las miradas encima de él y dio la espalda a los muchachos.
—Yo también —dijo, en voz baja.
—¡Pues no parece! ¿Y por qué susurras?
Los amigos alrededor comenzaron a reír. João miró por encima de su hombro, tomó a la chica de la mano y la alejó de allí.
—João, ¿sientes vergüenza de mí, eh? Porque si es así, sólo dímelo y yo…
—¡Para, Ariane! ¿Cómo voy a sentirme avergonzado de ti? Yo te adoro.
El muchacho dijo aquello con una naturalidad espantosa, que ni él mismo percibió. Pero Ariane sí.
—Es sólo que yo… todavía no me acostumbro, ¿sabes?, a tener novia. Y además ellos se han estado burlando de mí últimamente.
—¿Por qué? —dijo ella, con las manos en la cintura y haciendo cara de indignación—. ¿Por qué creen que se pueden burlar de mi novio?
—Ay, Ariane, no te lo diré.
—¿Y por qué no? —la voz iba subiendo de tono.
—Porque nunca sé cómo reaccionarás en esos casos. Según la ocasión, incluso te puedes poner en mi contra.
Siguiendo su natural instinto femenino, en cuanto Ariane entendió el conflicto de la situación, cambió de inmediato su postura, ya agresiva, por una dócil, como es típico en la hembra al percibir que el macho ha tomado una actitud defensiva ante algo que ella pretende saber. Entonces dijo con una voz mansa, mientras acariciaba el brazo del muchacho con las dos manos:
—João, ¿qué es eso? Soy tu novia —resulta interesante cómo ese título es usado con frecuencia para justificar una serie de acciones e incluso de exigencias—. Puedes confiar en mí, así como yo confío mucho en ti. ¿No dices tú mismo que me adoras?
Él asintió con la cabeza.
—¿Entonces? Yo también te adoro —y lo abrazó con fuerza; él habría querido resistirse, pero ¿qué podía hacer? Adoraba a esa muchacha—. ¡Tú eres mi Joãocito lindo!
João suspiró e hizo una mueca.
—¿Por qué todo el mundo me sigue llamando con ese ridículo apodo, eh?
—No es ridículo. Quiero decir, tal vez si otro niño te llama así resultaría ridículo, pero, bueno, cuando las niñas te lo decimos, ¡ahí sí que no! ¡Entonces suena lindo! —una pausa y un cambio súbito en el tono de voz—: Por cierto, la única niña que te puede llamar así soy yo, ¿me escuchas?
—Sí, Ariane, sí —respondió el muchacho, que intentaba negar una atracción imposible de ser explicada incluso por el más talentoso de los poetas.
Y después de un fuerte abrazo, dotada de su natural instinto femenino, ella aprovechó el momento para realizar el ataque que esperaba desde el principio:
—Bueno, ahora cuéntame por qué esos bobos se reían de ti.
—Por nada. Me estaban fastidiando porque soy el único con novia que jamás ha besado de lengua.
Ariane se apartó de súbito y regresó las manos a la cintura.
—¿Cómo? ¿Y tú qué opinas al respecto?
—¡Creo que tienen razón!
—¿Ah sí? ¡Ah, entonces, si crees que tienen razón, quédate con ellos! ¡Porque yo soy una chica de respeto, y para estar conmigo tendrás que hacer méritos!
—Ariane…
—¿No puedes respetar mi momento? ¡Quiero besarte! Sólo que aún no estoy lista. Nosotras, las chicas, somos así, ¿qué le vamos a hacer? No somos apresuraditas como ustedes.
—Ariane…
—¡Tardamos más para arreglarnos, para ir al baño, para tomar decisiones importantes!
João se irritó a su vez, como es típico en los hombres cuando algo les es negado más de una vez:
—¿Lo ves? ¡Y luego reclamabas que nadie quería ser tu novio!
La muchacha hirvió.
—¿Ah, sí? ¿En verdad quieres saber? ¡Tal vez sea porque no necesito de uno! —gritó, atrayendo miradas a la escena. Miradas que de nuevo incomodaron a João. Mientras se apartaba, la escuchó decir—: ¿Quieres saber por qué quería esperar para besarte de lengua? —el corazón de João se detuvo. Abrió la boca de par en par. Los ojos se le desorbitaron—. ¡Porque ya he besado de lengua a otro antes que a ti! —el mundo pareció girar más despacio—. ¡Sólo que fue hace mucho tiempo y no me gustó! ¡Por eso quería estar preparada, para que cuando llegara el momento contigo resultara perfecto! ¿Me escuchas, so… insensible? ¿Y quieres saber algo? ¡Ya no me interesa!
Y Ariane se dio la vuelta y salió caminando, irritada. Alrededor de João Hanson varias miradas lo seguían, entre risas y bromas. Pero a él no le importaba. João no veía ni escuchaba nada. En el pecho sólo sentía una punzada que le hería el corazón y le calentaba el estómago de una manera casi venenosa. Percibió a Héctor Farmer que lo observaba a lo lejos. Como en todos los demás, había una sonrisa extremadamente burlona en la cara del muchacho. Por lo común, después de semejante situación, habría ido en busca del consejo de su hermana, o de su madre, o de Ariane, o quizá de su propio padre. Mas no ahora.
Pues fue allí cuando, por primera vez, João Hanson se dio cuenta de qué tan solo comenzaba a sentirse.
William recibió un gancho en el estómago que lo tiró al suelo con violencia. Sin embargo, lo peor no era el maldito dolor que cada golpe le provocaba. Eran los gritos. Los berridos de los fanáticos de aquella maldita nación que en su poco tiempo de vida ya había aprendido a odiar. Los gritos de Minotaurus.
Se levantó cuando el conteo del juez se acercaba al ocho. Alzó los brazos para mostrar que deseaba continuar. Radamisto, en su esquina, volvió al centro del cuadrilátero, y el juez reinició la lucha. William se aproximó con la guardia alta.
«Bueno, nota que Radamisto es diestro».
¿Y él no lo sabía? ¿O con el golpe de qué puño crees que él había ido a dar al suelo poco antes?
«Así que trata siempre de quedar lejos de su brazo derecho e invertir su guardia».
Invertir la guardia. William cambió de posición y se movió en semicírculos, intentando mantenerse del lado izquierdo de Radamisto. El gigante blanco se sintió incómodo, pero lanzaba jabs con el brazo izquierdo hacia el frente que lastimaban la guardia de William.
«Él es fuerte, pero pesado. Tú eres más rápido que él y puedes golpearlo y retirarte. Golpear y retirar».
Golpear y retirar. Golpear y retirar. El gigante arriesgó un directo de derecha, abriendo el lado izquierdo. William salió y… ¡bam! El golpe pegó en su costado izquierdo. Radamisto pareció irritarse más que sentir el golpe.
«Él es fuerte, pero pesado».
William comparaba su momento al de un leñador que intentaba derrumbar un árbol gigantesco y bien enraizado. Un leñador que sólo necesitaba un hacha bien afilada y fuerza, pero también técnica. A final de cuentas no era sólo cuestión de pegarle a un tronco. Era también cuestión de…
¡Fue entonces cuando William tuvo una idea!
Radamisto avanzó contra él. De nuevo el pugilista de Fuerte salió y, ¡bam!, el gigante trabó los dientes. William sonrió. A la postre, por más que intentara esconderlo, él lo sabía: el pugilista de Minotaurus al fin había sentido dolor.
«Él es fuerte, pero pesado».
William se dio cuenta de que la cuestión, para que un leñador derrumbara un árbol, no era sólo pegar con fuerza y con un arma bien afilada.
Se trataba golpear varias veces en el mismo punto.
Y de nuevo esquivó y golpeó. Esquivó y golpeó. La respiración comenzó a acelerarse. La temperatura corporal era cada vez mayor. Radamisto empezó a ponerse cada vez más irritado e irritado e irritado. Finalmente su motivo resultaba justificable: aquel gusano lo hacía doblarse en aquella arena, delante de su emperador. Cuando el cuarto puñetazo le pegó de nuevo a la altura de las costillas del lado izquierdo, Radamisto, en un acto reflejo, cerró la guardia de ese lado y se obligó a invertir su guardia con el brazo derecho al frente.
William Gamewell casi no podía creer que lo había logrado. Entonces sonó el gong del final de ese round. A lo lejos Axel Branford observaba. Aquel era el único combate para el cual se había propuesto salir de la sala y contemplar. Tenía ganas de ir hasta el cuadrilátero y darle otros consejos, tal vez mejores de lo que su técnico le daría, pero es obvio que no lo hizo.
Comenzó el siguiente round. Radamisto se veía diferente. La lectura corporal del gigante blanco demostraba que se encontraba menos consciente y mucho más instintivo. Ya no parecía un ser humano regresando a la arena, sino un animal. Un oso blanco de más de dos metros de altura. Un oso repleto de odio. Un hombre sin noción de los límites.
El juez reinició el combate. Radamisto aún se protegía el lado izquierdo y Axel encontraba interesante aquel cambio de postura: del guerrero frío al guerrero animal. Sólo que ese estado también era peligroso y de hecho tenía un nombre entre los pugilistas: berserker. Un estado en que el oponente no piensa, sólo golpea y golpea y golpea, y se rehúsa a caer. Al menos hasta que su adversario esté incapacitado o muerto. Y cuando un berserker golpea, no conoce la diferencia entre golpear para tirar o golpear para matar.
William sudaba frío. Recibió un jab en medio del rostro y retrocedió, desequilibrado, mientras el oso humano se lanzaba encima de él. Recibió dos golpes más y vio estrellas. Quería moverse, pero le pesaba la respiración.
«Él hablaba de más…».
William paró algunos golpes, que le dejaron marcas rojas en los codos. El dolor era tanto y tan intenso, que las lágrimas brotaban de sus ojos y empeoraban la visión.
«¡Hartas intentó hacer eso con Gonta y por poco sale muerto del cuadrilátero!».
William no quería morir en la arena. No en esa arena. Tenía ideales, un motivo para estar allí, mas no podría retroceder hasta no haber terminado. Y por más que viera estrellas lanzando luces en tres dimensiones ante sus ojos, arriesgó sus fuerzas restantes para llevarse consigo cuando menos un pedazo de su adversario.
«Hartas no tenía el aliento suficiente para llevar una lucha así».
William comenzó a pensar que él mismo tampoco lo tendría. Pero al menos estaba dispuesto a hacer un sacrificio.
Radamisto avanzó una vez más. William esperó y paró el golpe violento al mover el rostro de su trayectoria. Se preparó. Y entonces inspiró su último aliento, rezó a su semidiós preferido y apostó toda la energía que le quedaba en un único y poderoso golpe.
El resultado esa vez no fue un ¡bam!
Fue un ¡crac!
La multitud más próxima alrededor del cuadrilátero alcanzó a escuchar aquel sonido, y se oyó un «¡ohhh!» por parte del público. Radamisto se dobló ante el pugilista de Fuerte y Ferrabrás palideció desde el lugar de honor donde se encontraba. Y fue allí donde el emperador de Minotaurus se levantó sin ninguna compostura y gritó:
—¡Radamisto! ¡Quiero su sangre!
Radamisto abrió mucho los ojos e hizo una mueca rara, mezcla de dolor, vergüenza y odio profundo. El puño de su adversario seguía encajado entre sus costillas quebradas y el guerrero blanco atrapó el brazo derecho del enemigo, ignorando el dolor lacerante que sentía.
Entonces un cabezazo abrió un hueco en la frente de William. Y un directo casi le hundió la parte frontal del cráneo. William vio al mundo teñirse de rojo y comenzó a tambalearse hacia atrás. Radamisto corrió hasta él, preparando un uppercut.
Desde donde estaba, Axel Branford comenzó a gritar desesperado, implorando que terminara la lucha.
El puñetazo del gigante hizo que William se elevara y cayera al suelo con violencia, sin que nadie supiera si estaba vivo o muerto. Se hizo un silencio en la arena, roto en seguida por los gritos de «¡honra y gloria!» de los minotaurinos.
Y mientras el médico en jefe y sus paramédicos corrían a socorrer al derrotado, el gigante blanco se fue hacia el área donde estaban los monarcas. Sería mentira afirmar que algunos no sintieron miedo en ese momento. Entonces estiró el puño derecho cerrado en dirección a Ferrabrás y mostró la sangre que manchaba la atadura. Después se golpeó dos veces en el pecho y gritó con un largo aliento:
—¡Minotaurus!
Axel Branford se volvió de espaldas y regresó a la sala de los pugilistas.
—¿Él está…? —preguntó Caradoc cuando Axel regresó a la sala.
—Sobrevivirá.
—¿Cómo puedes estar seguro, Branford?
—Con fe.
—Izquierda, derecha, izquierda, derecha, izquierda, derecha, una finta, abajo, derecha —volvió a decir, mientras esperaba el resultado final—. Izquierda, derecha, izquierda…
—Oye, João, ¿dónde está tu no…? —intentó preguntar Andreos.
—Cierra la boca.
—¡Eh! Sólo te iba a preguntar si…
—Haz mejor esto: yo no me meto con tu vida. A cambio, tú y todo el mundo harán lo mismo con la mía —y volvió a su mundo, contando otra vez—: Izquierda, derecha, izquierda, derecha…
Ni Andreos ni otro muchacho del grupo que lo rodeaba se atrevió a decir otra cosa a João Hanson.
—¡Ariane! —dijo su madre, entusiasmada, al lado de madame Viotti, cuando su hija se acercó a las dos.
—¡Qué!
Ninguna de las dos señoras abrió la boca para decir nada más.
Axel Branford decidió que ya no saldría de la sala hasta la hora de su combate. Melioso le dio tiempo para concentrarse y él se sentó, observando al pugilista indio golpear al fondo con algunas ramas alrededor de sus hombros y entonar canciones en idiomas indígenas desconocidos. Axel, sentado en posición de loto, como antes lo había estado Ruggiero, visualizaba su próxima lucha y su destino.
Sin embargo, alrededor de sus hombros algo le incomodaba. Era una sensación de hormigueo que comenzaba en el área inmediatamente arriba de donde se iniciaba la columna vertebral. Axel se sentía cansado, aunque ese cansancio no fuera exactamente físico, sino psicológico. Respiración pesada. Escuchaba los gritos provenientes de la arena y se hacía una imagen mental de lo que allí ocurría. Era obvio que al pueblo le gustaba el carismático guerrero oriental y que él debía estarle dando otra de sus zurras, con aquellos golpes diferentes, a Caradoc, un buen adversario, tal vez incluso el mejor de toda Albión, pero no uno de los mejores del Puño de Hierro, como los que restaban.
Caradoc estaba un grado por encima de la media, pero aún por debajo de la cima.
Axel incluso llegó a escuchar el ¡kiai! que precedía al golpe final. Escuchó al público gritando y lo escuchó haciendo el conteo junto con el juez. Escuchó la campana y la euforia. Sabía, pues, que si pasaba a la próxima fase, el dragón oriental estaría en su camino.
«Mañana yo enfrentar a quien estar en mi dharma. No importar quién estar escrito en esas líneas».
¿Estaría Ruggiero escrito en las «líneas del destino» de Axel, o sería el príncipe el que estaba siendo escrito en ese momento en las líneas del oriental? ¿Cuál era la diferencia en esas respuestas? Mientras que el príncipe buscaba una respuesta, su adversario había dejado de golpear ramas contra sus espaldas y ahora caminaba en círculos, brincando en una danza extraña que parecía la de un borracho que estuviera desequilibrado.
Axel se levantó.
—¿Qué hace? —preguntó al entrenador Melioso.
—Lo que deberías estar haciendo tú: preparándose.
—No necesito prepararme.
—¿No?
—No —y Axel apretó los dos puños, haciéndolos chasquear—. Estoy listo.
En el área dedicada a los monarcas, el rey Anisio conversaba con su prometida Blanca Corazón de Nieve, observando al rey Alonso con su acompañante.
—Tu padre parece dedicarle una buena parte de su tiempo a su nueva acompañante, ¿no es así, Blanca?
—Ni me digas.
—Por lo visto ella no parece tener tu aprobación.
Blanca se quedó callada un tiempo, analizando qué decir:
—¿Sabes, Anisio? Quiero que papá sea feliz de nuevo. En verdad lo deseo. Por eso me siento culpable de no simpatizar con esa nueva compañera.
—¿Muy rápido para ocupar el vacío?
—Tal vez. Acaso tenga dificultad en aceptar que otra mujer frecuente los aposentos donde debería estar mi madre.
—O tal vez te rehúses a aceptar que tu padre se recuperó muy rápido de la partida de su esposa.
Blanca volvió a quedar en silencio, reflexionando. Anisio continuó:
—Blanca, ambos perdimos a seres queridos, y sé el dolor que sientes, pero creo que deberías pensar en algo: yo haría todo a mi alcance, e incluso más, por tener a mi padre conmigo y a mi lado en los tiempos actuales. Y si estuviera aquí no sé cómo sería mi reacción si lo viera con otra que no fuera mi madre. Sin embargo, desde el punto de vista de ellas, estoy segura de que les gustaría que el tiempo de nuestros padres no fuera gastado en llantos, sino en sonrisas. Les gustaría que las líneas que están por escribirse en las vidas de ellos fueran alegres, no sombrías. Y que nuestro propio tiempo se invirtiera en apoyarlos, no con pendencias ni actitudes soberbias. Ese razonamiento me lleva a creer que, independientemente de cuán difícil será para nosotros, deberíamos dar al corazón una segunda oportunidad, pues al final de todo se encuentra el amor, ¿no?
Blanca sentía que le ardía el pecho cada vez que su futuro marido abría la boca. A pesar de todo ella misma era una princesa bendecida que conocía el amor.
—¿Y si ella no trajera amor a la vida de mi padre, Anisio?
—Nosotros estaremos vigilando.
La Arena de Vidrio tembló una vez más, causando estremecimientos incluso afuera, donde el comercio proseguía. Se habían presentado dos reacciones del todo diferentes en pocos intervalos de tiempo: primero, aquellos abucheos capaces de detener manadas. En representación de Uruk, con la bandera erguida, Devlin entró en la arena, en medio de sus danzas extrañas. Las personas se fijaban en sus tatuajes e insultaban al pugilista, gritándole los peores apelativos que sus mentes eran capaces de proferir. Con sólo una tira de cuero alrededor de la cabeza, él siguió su camino con una sonrisa casi burlona. Subió al cuadrilátero y saludó a la multitud, que volvió a abuchearlo y a comparar a su madre con animales de gran tamaño.
Entonces llegó el éxtasis que acompañaba a la euforia. Axel Branford, con su manto encapuchado, caminó hasta la arena con pasos cadenciosos, balanceando los hombros. Al fondo, de nuevo la multitud seguía el ritmo de aquella percusión primitiva que resonaba en batidas graves, seguidas de una batida aguda que inflamaba, a través de las palmas, a los miles de corazones. Las mujeres pronunciaba, los niños brincaban, los hombres sonreían. El público pronunciaba su nombre una y otra vez y de cuando en cuando insultaba a Minotaurus, a Radamisto o al propio emperador Ferrabrás, aunque el combate fuera contra Uruk.
Axel subió al cuadrilátero y de nuevo, con un solo movimiento, entregó su manto al entrenador, revelando el calzoncillo con los colores de Arzallum.
El juez aproximó a los adversarios y gritó:
—¡Ya les expliqué las reglas! ¡Sin golpes bajos, sin golpes sucios, sin trampas! ¡Ustedes no están aquí por sus causas, sino a causa de esta multitud que vino a ver un espectáculo! ¡Y quiero que ese espectáculo sea recordado!
Axel miraba a Devlin a los ojos. El urukiano también lo miraba a él. Ambos inquietos, incapaces de mantener una postura estática. La tensión subió entonces hasta el nivel de…
—¡Luchen!
Por increíble que parezca, por primera vez en su historia como pugilista, Axel vio a un adversario lanzársele encima antes de que él tuviera oportunidad de hacerlo primero.
Jab. Jab. Jab. Los puñetazos golpeaban la guardia cerrada del príncipe. Una finta, en la cual Axel no cayó. ¡Y otros jab, jab, jab, directo! El golpe acertó en el puño de guardia de Axel y se lo echó hacia atrás, por lo que golpeó en su propia cara. El príncipe rugió con furia.
Jab. ¡Directo! La cabeza de Devlin se fue hacia atrás, con dos golpes que él ni siquiera vio. La multitud volvió a hacer de aquello un pandemonio. Y el príncipe se lanzó con ella.
Jab. Directo. Jab. Directo. Devlin recibió los cuatro golpes en medio da la cara. Jab. El urukiano bajó el tronco, esquivando el área de ataque y… ¡Bam! El puñetazo acertó en la boca del estómago y le sacó el aire al príncipe. La tímida y monstruosa hinchada de Uruk gritó. Devlin preparó un cruzado que lanzó el rostro del príncipe en un ángulo violento de noventa grados hacia atrás. Axel se tambaleó y por un momento vio a dos adversarios. Devlin se abalanzó hacia él con un cross: un golpe en que el brazo se flexiona y el codo se ubica en un ángulo por encima de la altura del puño.
El golpe descendió y castigó el rostro del príncipe. Por instinto, Axel cerró la guardia y comenzó a sentir la secuencia. Jab, jab, jab, directo, jab, jab, jab, directo. Devlin lanzaba una serie tras otra en un intento de abrir la guardia del príncipe y terminar con aquel combate antes de que…
Sonó el gong. El round terminó.
El rey Gilgamesh, en el área de los reyes, se levantó de manera imponente y lanzó una especie de rugido. La multitud lo abucheó con gusto y volvió a gritar el nombre Axel y a batir sus palmas ritmadas.
Desde su esquina, Melioso preguntaba ansioso y preocupado:
—¿Qué ocurre? ¿Por qué no intercambias golpes con él? ¡Tienes aliento para eso!
—Yo… yo… no sé qué está pasando…
—Branford… —el entrenador le dio dos palmaditas leves en el rostro, intentando atraer la atención y la mirada del príncipe hacia él—. ¡Concéntrate en la lucha, por el amor del Creador! ¿Dónde está tu mente, lejos de este combate?
—¡No lo sé, entrenador! ¡Yo… me estoy sintiendo destruido! Como si llevara días luchando.
—Pero estás en plena forma, así que…
Sonó el gong de reinicio.
Axel apartó a su entrenador y volvió a la arena.
Ariane había dejado de lado un poco su expresión enfurruñada cuando Axel entró a la arena. Tenía ganas de que João estuviera cerca, simplemente para que la escuchara gritar el nombre del príncipe otra vez, de manera emocional y exagerada. Pero, como todos en la arena, también estaba preocupada. Había visto a su ídolo llevarse una zurra en el primer round como nunca un arzallino lo había visto antes. Y, peor, al inicio del segundo round parecía que la escena se repetiría.
Fue entonces cuando notó algo muy extraño.
—Madame… —intentó decir. Sin embargo, madame Viotti no la escuchó en medio del escándalo de la multitud—. ¡Madame!
Madame Viotti e incluso su madre se volvieron asustadas.
—¿Qué pasa, querida? —preguntó la vieja señora.
—¿Por casualidad ahora está permitido que los niños suban al cuadrilátero?
—No, claro que no, querida. ¿Por qué lo preguntas?
—¡Porque hay un niño allí!
Anna Narin y madame Viotti se volvieron asustadas y miraron hacia el cuadrilátero.
No había ningún niño allí.
Axel recibió dos golpes a la altura del hígado, que provocaron una sacudida en el plexo solar, justo debajo de las costillas. El dolor lo quemaba. Se abrazó a su adversario en un clinch para interrumpir la secuencia y se odió por eso. Detestaba a los pugilistas que interrumpían las secuencias por falta de eficiencia y ahora él estaba haciendo lo mismo. Cuando el juez hizo una pausa para separarlo, miró en dirección a su hermano.
Anisio Branford estaba asustado.
Y cuando el juez ordenó reiniciar el combate, Axel descubrió que él también lo estaba.
—Ariane —volvió a decir madame Viotti, con su estilo calmado y profesoral—, dime, ¿dónde hay un niño en el cuadrilátero?
—Del lado de Axel —respondió ella, con firmeza.
Las dos mujeres se miraron, preocupadas.
—¿Y qué está haciendo?
—Agarrando con una mano el calzoncillo de Axel, como si intentara llamar su atención.
—¿Y la otra mano?
—Tiene el pulgar en la boca.
El corazón de madame Viotti se aceleró.
El segundo round terminó. Axel tenía el rostro hinchado. El plexo solar, molido. La respiración, entrecortada, como si luchara en una altitud impensable.
—¡No sé quién eres, pero necesito que regrese el Axel verdadero! —dijo el entrenador a su pupilo—. ¿Me escuchas?
—Lo juro, entrenador: no sé qué está pasando. Me siento débil… Muy débil. —Casi se le habían cerrado los ojos, como si muriera de sueño, cuando Melioso le dio una palmada, esta vez más fuerte que las anteriores. Miró en el fondo de sus ojos. Y preguntó con firmeza:
—¿Qué venimos a hacer aquí?
Axel parecía con la intención de responder, mas no podía. Otra palmada. El público que contemplaba la escena estaba aún más conmocionado.
—¿Qué venimos a hacer aquí?
—A vencer —dijo, con esfuerzo.
—¿Qué venimos a hacer aquí?
—A vencer.
Sonó el gong para que se reiniciara el combate.
—Es magia verde —dijo madame Viotti, preocupada.
—¿Cómo «magia verde»? ¡No sabía que la magia tuviera otro color! —se indignó Ariane.
—Hija, la magia verde se relaciona con la naturaleza, con los espíritus de la naturaleza —dijo Anna.
—¿Pero quién sabe meterse con eso además de las brujas?
—Los chamanes indígenas —respondió Viotti. La señora estaba sorprendida, por lo común ella misma era capaz de ver cosas como esas.
—¡Mira, el round comenzó y ese chamaco sigue encima de Axel! ¡Y lo está sujetando otra vez, pobrecito!
Anna y madame Viotti se miraron, pensativas. Entonces Viotti le hizo una señal afirmativa a Anna, que se inclinó hasta la altura de su hija para demostrar que hablaba en serio:
—Ariane, escucha: ¿recuerdas cuando hablaste con la Banshee una vez?
Ariane se congeló. No siempre es fácil recordar cuando se dialoga con la enviada de la muerte.
Ella asintió. La madre continuó:
—Pues ese niñito que ves es una entidad igual que la Banshee, ¿comprendes?
Los cabellos de Ariane se erizaron. Y dijo:
—Comprendo.
—Él está allí para absorber la energía de Axel e impedirle dar lo mejor de sí. ¿Comprendes que, si no hacemos algo rápido, Axel será destruido en poco tiempo?
—¡Déjate de rollos, madre! —afirmó la chica—. ¡Dime que hay hacer, pero dime ya!
—¡Llámalo, hija!
El corazón se le volvió a acelerar.
—¿Cómo?
—Ya sabes cómo hacerlo. Mira hacia él, cierra los ojos y crea una imagen mental. Luego llámalo.
Ariane miró al niño, que continuaba sujetando el calzoncillo de Axel, el dedo aún en la boca. Entonces ella cerró los ojos. Visualizó su imagen.
Y lo llamó.
Axel sintió que su rostro golpeaba con fuerza en el suelo. Sentía que el mundo giraba. Había perdido la noción del equilibrio y sus huesos parecían de arena. Escuchó el conteo en un mundo mucho más distante de lo que en verdad estaba. Las propias voces del mundo parecían ya no entrar en su cabeza, y absolutamente todo parecía conducirlo a la oscuridad.
Aun así, la imagen de Anisio Branford asustado se apoderaba de sus pensamientos. Y fue siguiendo esa imagen mental como poco a poco se levantó, mientras rezaba a su Creador por un milagro, si es que una vez más llegaba a ser digno de eso.
—Creo que me escuchó.
—¿Por qué? —preguntó la madre.
—Porque se dirige para acá.
Axel volvió a distinguir el mundo y a escuchar a su pueblo. Se aseguró como pudo algunos momentos más en la guardia y escuchó el final del round.
—¡Branford, o reaccionas en este round o aventaré la toalla! —dijo Melioso.
—Ni lo pienses, entrenador.
Melioso continuaba temeroso, pero le gustó el tono de voz de su pugilista.
—¿Y por qué no debería hacerlo?
Axel esbozó una sonrisa, pues su pecho subía y bajaba como si fuera a vomitar. Inspiró y exhaló varias veces por la nariz, con la boca cerrada, y entonces estabilizó aquello desconocido que sentía. Se levantó incluso antes de escuchar el gong. Y con una sonrisa irónica dijo:
—¿Sabes qué vinimos a hacer hoy aquí, entrenador?
¡El gong sonó!
Axel volvió al cuadrilátero convertido en un predador en busca de su presa, mientras al fondo su entrenador gritaba con voz vibrante:
—¡A vencer!
—¡El niño está llegando! ¡Está llegando! ¡Caray, está llegando!
—No le tengas miedo —dijo madame Viotti.
—¿Miedo? Le arrancaré los cabellos y…
—Ariane —continuó madame Viotti—, entiende, querida, que la culpa de haber sido usado no es suya. Es un espíritu perdido que no encontró su camino y fue utilizado por el pugilista chamán, sin entender con exactitud lo que hacía.
—Ahora estoy confundida. ¿Entonces qué debo hacer?
—Conversa con él. Llévatelo a jugar. Por lo que me describes, sólo eso buscaba con Axel.
El muchacho se detuvo frente a Ariane. Y estiró la mano para tocarla.
Jab. ¡Jab! El primero fue de Devlin. El segundo, la respuesta inmediata de Axel. Jab. ¡Jab! Devlin se asustó con los reflejos del adversario, que a esas alturas ya debería estar acabado. Axel preparó una finta y Devlin recibió un jab, seguido de un cruzado de derecha, de arriba abajo. Y antes de que se diera cuenta de lo que ocurría, el príncipe de rostro hinchado salió golpeando a la masa informe que se movía frente a él.
Jab. Directo. Jab. Directo. Jab. Directo. Cruzado. Cruzado. Cruzado. Un golpe lateral al estómago forzó a Devlin a doblarse, asustado. Cuando comenzó a tambalearse hacia atrás, los rugidos continuaban. Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete. Esta vez era Devlin quien mantenía la guardia cerrada. Entonces el urukiano comenzó a devolver los golpes en un espectáculo difícil incluso de ser explicado por quien no estaba en aquella arena.
Un golpe, un contragolpe, un golpe, un contragolpe, una esquivada, otra, un golpe, otro y otro y otro y otro. Eran tantos golpes que resultaba difícil decir quién llevaba la ventaja.
Anisio Branford se levantó y comenzó a gritar el nombre de su hermano, enloquecido como toda la multitud, de pie en aquella arena ante el milagro. A su lado, Gilgamesh también le gritaba a su guerrero.
Pocos segundos antes de terminar el round llegó el golpe decisivo.
—¿Cómo te llamas? —preguntó Ariane; ante cualquier persona parecía estar hablando sola.
Madame Viotti y Anna Narin sudaban frío, observando a la muchacha, a la espera de alguna respuesta. Entonces escucharon a Ariane preguntar:
—¿Quieres jugar conmigo?
Devlin avanzó para jugar su máxima carta. Inclinó el tronco hacia un lado y lo proyectó con violencia hacia el frente. Uppercut, el temido gancho invertido. El puño subió girando con el tronco, lanzado con violencia hacia la quijada del oponente. Si ese golpe acertaba en el príncipe, el cerebro se impactaría en la caja craneana y se apagaría durante unos momentos.
Sólo que el golpe falló.
Axel lo esquivó, a saber cómo, y preparó el contragolpe. Swing. Un golpe a distancia en que el pugilista traza un círculo con el brazo, el cual describe un largo arco violento que trae una concentración de fuerza tan grande que el brazo debe mantenerse ligeramente doblado para evitar luxaciones. Un golpe peligroso, pues deja la guardia abierta durante la ejecución.
Sin embargo, su potencia, cuando encuentra su blanco, resulta avasalladora.
El golpe dio en un lado del cuello de Devlin y acertó en la arteria carótida, una región pletórica de nervios que lleva la sangre al cerebro. El dolor provocado fue de una intensidad brutal y tan vehemente que por sí solo provocó una violenta suspensión de las actividades motoras. Devlin, de Uruk, cayó como un saco de arroz ante una multitud que no paraba de hacer temblar aquellas estructuras. El médico en jefe y sus paramédicos corrieron a atender al pugilista noqueado, que corría el riesgo de sufrir una parálisis en uno de los lados del cuerpo en caso de que la arteria estuviera lesionada.
El griterío, sin embargo, era tan alto, pero tanto, que nadie escuchó —ni le importó— cuando sonó el gong. Ni cuando el juez declaró el knockout vascular y levantó los brazos del vencedor. Aquella multitud sólo gritaba un nombre. Un único nombre. El rey Gilgamesh reconoció el resultado y felicitó al rey Anisio delante de los demás monarcas. El rey de Arzallum reconoció a su vez que la participación de Uruk en aquel torneo había traído mucho orgullo a aquella nación.
Melioso entró en la arena y puso el manto sobre su pugilista lastimado, listo para retirarlo de allí. Sabía que el público tenía derecho a sentirse eufórico, pero el trabajo de ellos aún no terminaba. De todo lo que habían hecho, y de todo lo que habían pasado durante tantos años al hilo, faltaban sólo dos combates para lograr el gran objetivo final.
Y también sabían lo que habían ido a hacer allí.