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En el galerón de las cortinas negras, algunas decenas de jóvenes despertaron y se alimentaron con frutas robadas de almacenes. Liriel escogió a algunos de ellos como «supervisores», cuyo solo título generó una especie de segregación entre los otros chicos que vivían bajo la misma ley de las calles. Ser un «supervisor» no tenía nada de especial: tan sólo la función de ayudar a llevar comida y vigilar la limpieza o la ejecución de algunas tareas. Pero parecía ser un grado de suma importancia.
Así, el cargo cambiaría de personas cada semana. El objetivo era que cada uno experimentara un poco cómo se sentía encontrarse un grado arriba en la escala social. Y cuando un ser humano consigue ascender un grado en su sociedad, muchas veces incluso se mostrará dispuesto a morir para no volver a descender.
—¿Qué haremos con esos muchachos, Galford? —preguntó Liriel, observando a los chicos alimentarse como si fueran perros con días sin comer.
—Esta noche iniciaremos su entrenamiento y después saldremos para engrosar las filas de la nueva sociedad.
—¿Y durante el día?
—Aquí, en este galerón, siempre es de noche.