17

El rey Anisio Branford estaba en su cuarto, leyendo manuscritos con conocimientos que en algún momento necesitaría tener. Llamaron dos veces a la puerta y él interrumpió su lectura para autorizar la entrada del visitante.

—Con permiso, majestad.

Anisio se sorprendió con la llegada de Sabino von Fígaro, su consejero blanco.

—¿Profesor Sabino?

—Pido disculpas por la falta de protocolo, rey Branford. Por su sorpresa, veo que debería haber pedido que me anunciaran antes.

El rey Anisio cambió de expresión.

—No te preocupes, consejero. Pensé que se trataba de la princesa Blanca.

—Comprendo. Admito que para una persona que espera ver a alguien como la princesa de los Corazón de Nieve, encontrarse con alguien menos agraciado debe resultar un verdadero impacto.

Anisio sonrió.

—¿Qué te trae por aquí, consejero?

—Majestad, espero que estés consciente de qué importante fue la amistad entre tu padre y yo en las vidas de ambos.

Anisio se tensó. Siempre lo hacía cuando el asunto era su padre.

—Sí, lo estoy, profesor, no sólo de la buena amistad entre ustedes, sino también de la contribución que ambos hicieron a la Cacería de Brujas.

—Precisamente. Y por eso quise aprovechar este momento de calma para venir en persona hasta aquí a decir a su majestad que es el hijo de uno de los mejores amigos que tuve en la vida, y que mi lealtad y mi vida respecto de ti son de la misma intensidad que con tu padre.

—Eso significa mucho para mí.

—Majestad…

Sabino hizo una señal con la cabeza, y ya se retiraba cuando oyó:

—Profesor…

—Dime, majestad.

—Estabas con él cuando… ocurrió, ¿cierto?

Fue el turno de que Sabino se tensara. El esbelto y fino profesor apretó los labios en señal de lamentación y movió la cabeza.

—Yo estaba en la catedral, sí.

—¿Sabes? Me gustaría haber estado allí también.

—Lo creo. Pero me parece que su majestad no debería sentirse culpable. A final de cuentas, de haber estado allí es probable no hoy no estuvieras vivo, esperando la llegada de la princesa Blanca en estos aposentos.

Anisio reflexionó.

—¿Sabes? Hasta hoy, desde la ceremonia pública, jamás he regresado a la tumba de mi padre. Al menos no solo, ¿entiendes? —Sabino pensó que el rey casi lloraba delante de él. Entonces los ojos del monarca se miraron en los suyos—. ¿Crees que habría logrado salvarlo si hubiese hecho otra elección?

—No, majestad, así como tu hermano lo intentó y tampoco lo consiguió.

Anisio cambió la expresión y se puso serio.

Sabino se dio cuenta.

—¿Qué pensaste del desempeño de Axel hoy? —dijo, con una voz que no expresaba orgullo ni desprecio.

—Creo que fue soberbio. El pueblo está orgulloso. Me parece que su majestad también.

Anisio no respondió. Sólo asintió con la cabeza, pensativo.

—Axel tiene un papel importante para la nación.

—¿Te refieres al aspecto moral o estratégico?

—Al espiritual.

Sabino concordó. Anisio concluyó:

—Lo que me lleva a pensar en las distracciones en el camino que él debe seguir.

Sabino suspiró con pesadez. Se encontraba en una posición delicada ante aquella cuestión.

—Creo que, para un joven como él, habrá muchas en el camino, es cierto. Por eso, con todo respeto, lo considero una dádiva cuando tales distracciones no lo desvirtúan; por el contrario, no sólo ennoblecen su camino, sino que lo fortalecen y lo complementan.

—Tú la conoces bien, ¿no? —preguntó el rey, en forma directa.

—Fue mi alumna y hoy toma el escaño de profesora en mi lugar en la Escuela Real del Saber.

El rey intentó esforzarse por parecer simpático.

—Entiende, Sabino, no es nada personal.

—Nada en política parece serlo.

—Temo que estamos en tiempos de preguerra. Y temo que Axel no comprenda lo que está en juego. Ni cuál es el papel de cada uno de nosotros en el tablero.

—Con todo respeto, su majestad, tras la exhibición que vimos hoy, creo que sí lo comprende.

Anisio reflexionó de nuevo. Sabino pensaba otra vez en retirarse cuando:

—¿Profesor?

—Dime, majestad.

—¿Qué pensaste de mi tercer deseo durante mi coronación como rey?

Sabino no supo qué decir.

—No sé si esté en posición de juzgar el deseo de un rey.

—Sólo cuando tu rey te lo permite.

Sabino tragó con dificultad. Por más que el que se hallaba ante él fuera un descendiente de un Branford, no se trataba de Primo. Había sido entrenado para serlo, es verdad, mas no lo era. Le faltaba experiencia. Además, Anisio Branford tenía algo… «sombrío» dentro de sí que asustaba a Sabino von Fígaro. Una mirada siniestra que no sería percibida en los salones reales, pero que probablemente resultaría auténtica en la Sala Redonda, cuando estuviera ante sus consejeros en tiempos de guerra.

—Majestad, me parece que tu tercer deseo fue equivalente a pegarle a una colmena de abejas… después de untarse el cuerpo desnudo con miel.

—¿Habrías actuado diferente de haber estado en mi lugar?

Una pregunta difícil y capciosa.

—Con toda seguridad, rey Branford, habría honrado la memoria de tu padre y actuado en la misma forma.

—¿Piensas que Locksley se quedará quieto? ¿Al menos por un tiempo?

—Creo que un hombre como Locksley no nació para quedarse quieto. Oiremos hablar de él de nuevo y más rápido de lo que nos gustaría.

—¿Y si él lo intentara, Sabino?

El viejo profesor sabía a qué se refería el monarca y a dónde quería llegar. Una encrucijada que reunía a Locksley, Ferrabrás y los Corazón de Nieve.

—Será complicado. Su majestad le concedió la libertad. Para resultar coherente con esa actitud, deberías apoyarlo hasta el final.

—No pienso pelear con Stallia por Locksley.

—Tal vez. Acaso en verdad no puedas ni debas pelear con Stallia por él… Pero tal vez puedas o debas hacerlo con Minotaurus.