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Axel Branford despertó más temprano que muchos criados del Gran Palacio aquel día. En ese instante estaba en su propio territorio, aporreando a un muñeco de madera al que adoraba golpear en el recinto transformado en centro de entrenamiento. Escuchó pasos que entraban. Pero no interrumpió su calentamiento.
—Deberías ahorrar energía. Puede ser que la necesites más tarde.
Axel interrumpió los golpes y volteó. Ya sudaba bastante. Ante él, observándolo, estaba el luchador del reino de Fuerte.
—William…
—Will.
Axel hizo un movimiento de cabeza que parecía expresar un «lo que sea». Se preparó para reiniciar sus ejercicios, pero frenó sus movimientos. Y desistió.
—Eh… —dijo, suspirando—. ¡Creo que puedes tener razón, Will!
—Estás nervioso, ¿no? Tienes todos los motivos del mundo para estarlo.
—¿Y tú no?
—También. Pero menos que tú.
—¿Y cómo puedes saberlo?
—Yo tengo menos que perder.
Axel pensó que el comentario era curioso. Tomó una toalla y se secó los cabellos.
—Pensé que, como representante de Fuerte, estarías más motivado.
—Y lo estoy. Pero mis responsabilidades son menores que las tuyas.
—¿Porque soy un príncipe?
—Porque eres una nación.
—¿Y acaso tú no deberías serlo también?
—No. Porque yo represento a mi nación en un mero torneo de pugilismo.
—¿Y yo?
—Tú eres una bandera viva en un simulacro de lo que puede llegar a ser la primera guerra de proporciones mundiales.
Axel se mantuvo en silencio.
—Tú, Axel, darás al mundo una vista previa de aquel que será el gobernante de este continente durante la próxima era. Definirás la moral de tu pueblo. O fracasarás en forma estruendosa. Y así hundirás a Arzallum contigo o tendrás un éxito increíble. Y así le dirás al mundo que Arzallum todavía lidera a las naciones.
Axel aún se mantenía en silencio.
—Y entonces, Branford, ¿cuál será el destino de Arzallum en la nueva era?
Axel juraba que deseaba contestar la pregunta. Pero no sabía la respuesta.