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–¡Métele el dedo en el ojo! ¡En el ojo…! ¡Arráncale el pelo…! ¡Ahí, en la cara! ¡En la cara…! —cosas así eran las que gritaba el grupo de niños en torno a João Hanson y Héctor Farmer para motivar a los dos muchachos. Las niñas cercanas gritaban histéricamente o señalaban hacia la pelea, mientras cuchicheaban con sus amigas y hacían las caras más extrañas.
María llegó corriendo al lugar. Con un único movimiento apartó a Héctor, movida por la adrenalina de la situación, y se colocó en medio de los dos. João todavía pensaba en lanzarse de nuevo sobre su contrincante cuando la hermana gritó:
—¡Ni lo pienses, João Hanson! —y el muchacho palideció con la orden como el más riguroso militar ante un superior.
—Él empezó —se limitó a rezongar, mientras bajaba la guardia despacio; un moretón en el rostro demostraba que la pelea había comenzado antes de que interviniera María.
—¿Pero qué absurdo es este entre ustedes dos? ¿Creen que así se resuelven las cosas? ¿Pegándose el uno al otro en la cara?
João se quedó mudo y adoptó una expresión hermética.
Héctor tomó la palabra:
—¡El príncipe Axel le pega en la cara a los demás y usted no reclama! —surgieron risas de los rincones. João se puso rojo, rogando porque la hermana se defendiera.
—¡Es diferente, Farmer! Él lucha en un cuadrilátero. Se trata de un deporte, y él lo practica para el pueblo. ¡No anda golpeando a los demás en la calle como ustedes! Deberían avergonzarse. ¡Ustedes presumen de ser adolescentes, pero actúan como niños! —aquello sonó fuerte. María había puesto el dedo en el punto flaco de un adolescente: que lo comparen con un niño—. ¡Quiero a los dos en el salón ahora mismo!
Los niños caminaron con María hasta el interior de la Escuela Real del Saber y fueron llevados a una sala distinta, que contaba con pizarrón. Cada uno recibió un pedazo de gis y la orden de escribir de un extremo al otro algo como: «Ya no golpearé en la cara a los demás». Un castigo para niños, y era justo eso lo que perforaba el alma de los dos, mucho peor que si María les hubiera bajado los pantalones para azotar sus traseros con un cinturón de cuero.
—¡Cabello relamido! —decía Farmer, mientras escribía.
—Mariquita Cute-Cute… —susurraba João de regreso, en alusión al apodo infantil que Héctor se había ganado por su culpa y que lo perseguiría por el resto de su vida.
Mientras ambos se tragaban sus egos en aquella sala, María conversaba con la señora Farmer, que no se mostraba nada satisfecha tras escuchar el relato de la profesora. Héctor podría haberse escapado del cinturón en la Escuela Real del Saber, pero al parecer no de un castigo más riguroso en casa, una vez que las puertas de la misma se han cerrado y la gente se despoja de las máscaras sociales.
Cuando la señora Farmer se alejó, indignada y al mismo tiempo avergonzada por su hijo, Ariane Narin, que hasta entonces sólo había observado la situación, se acercó a la profesora:
—María, no seas tan dura con João. Toda la culpa fue del estúpido de Héctor Farmer.
—¡Eso no es excusa, Ariane! ¡João debería controlarse! Piensa si todo en la vida…
—¡No entiendes, María! Los niños tienen esa cosa del honor para acá y el orgullo para allá. Ellos aprenden al imitar a la nobleza.
—¿Y…? ¡Sólo falta que me digas ahora que Héctor Farmer insultó el honor de João!
—No, el de João no…
—¿Entonces el de quién?
—El tuyo.