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María Hanson le había dado el día libre a su pandilla infanto-juvenil. Ese día se sentía particularmente feliz. Desde que aceptó el consejo de su antiguo profesor, Sabino von Fígaro, en la actualidad el octavo consejero real de la Sala Redonda del Gran Palacio, las cosas eran así para ella. Felices. Sabino siempre había sido una inspiración, y eso no era exclusivo de él. No se trataba del primer profesor en despertar en sus alumnos mayores sentimientos de búsqueda, idealizaciones y realizaciones de grandes sueños humanos.

Sabino había enseñado a María Hanson, junto con un racimo de alumnos, a razonar. No le importaba que supieran de memoria los nombres de antiguos reyes fallecidos hace mucho tiempo ni la capital de cada reino de los continentes Ocaso o Naciente. Le interesaba hacerlos entender los porqués: saber por qué un noble era noble y por qué un plebeyo era plebeyo, aunque ese pensamiento incitara alguna rebeldía cuando era analizado con frialdad. Quería que sus alumnos aprendieran a leer, escribir y contar. Sabía que el conocimiento universal resultaba prioritario para el conocimiento folclórico, que cada pueblo podía y debía tener su propia cultura, y que eso lo enriquecería, pero con la consciencia de que no debería tratarse de la prioridad popular.

En la sociedad nadie moriría si no conociera la danza típica de su ciudad, pero tal vez sí en caso de que no supiera leer, escribir ni contar.

María observaba el horizonte en ese momento, meditando sobre asuntos como «responsabilidad» y «confianza», cuando sus pensamientos fueron interrumpidos por los gritos. Gritos infantiles, que berreaban aglomerados en un círculo, en medio del cual dos pequeñas pestes se aporreaban entre sí. Sus compañeros no sólo adoraban aquella situación, sino que incitaban la pelea cual si fueran perros. Por más que los adultos intenten frenar ese instinto, los muchachos adoran momentos como ese, cuando se «salen de la rutina». Sin embargo, para la nueva profesora aquel instante no era nada común. Cierto, no se trataba de la primera pelea en que separaría a dos niños sin juicio, pero aun así en esta ocasión se sorprendió de verdad. Y esto era justificable.

Uno de los dos niños era un muchacho robusto y grande para su edad.

El otro, con el rostro sucio por los golpes, era su hermano.