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El joven Albarus Darin había subido al escenario, junto con su hermano Andreos y la joven Taruga (simpática abreviatura de «tortuga»), una de las integrantes del club de admiradoras que Ariane creó para Axel Branford y que, últimamente, después de María Hanson, era la mejor amiga de la muchacha. Como los tres estaban reunidos en círculo en el centro, mientras el público aguardaba, era fácil percibir que estaban concibiendo su número en ese mismo momento.
Albarus y Andreos se quitaron la camisa y algunas chicas gritaron en broma. Albarus comenzó a caminar por el escenario de manera caricaturesca, fingiendo exhibir los músculos que no tenía. Mientras tanto, Andreos se amarraba ataduras improvisadas en las manos, prestadas por el niñito que se había presentado como el príncipe Axel.
—¡Eh, gente, aplaudan! —y Albarus comenzó a llamar al público de adolescentes. Lo más increíble es que este le respondió. João y Ariane se miraron, fascinados ante el carisma de esos dos.
—¡Oye… esos dos son dos artistas natos! —dijo João.
—Y un día los veremos en la Majestad…
Cuando todo el público comenzó a aplaudir al ritmo cadencioso y acelerado que Albarus había pedido, el muchacho empezó a entonar un poema improvisado, pero a un ritmo que nadie, pero en verdad nadie, había visto jamás en ningún lugar de Nueva Éter:
—¡Yo soy Héctor Farmer! ¡Y meto porrazos! ¡Y doy porrazos! ¡Y lanzo porrazos! ¡Sólo ando con la banda y nos gusta a los tontos moler! ¡Pero cuando estoy solo, no sé que es una mujer!
La locura. En definitiva el público había entrado en la locura total con lo que estaba presenciando. Todos comenzaron a gritar y a señalar a Héctor Farmer, que perdió el color. Cuando el público dejó de gritar, Andreos prosiguió con el poema rimado, dictado por las palmas constantes del público, pero esta vez acelerando cada vez más la pronunciación de las frases:
—¡Yo soy João Hanson, y aquí hay algo que no se ajusta! ¡Escapé de la Casa de los Dulces, pero ese tipo me asusta! ¡Creo que porque él es más feo que aquella bruja!
El público volvió a gritar. Aquello era tan contagioso, que todos comenzaron a bailar con el mismo ritmo marcado por sus palmas. Andreos volvió a cantar, señalando a Paulo Costard, que había representado el papel de «María Hanson» minutos antes:
—¡Aquel es Paulito, y Paulito es un tipo malo, si le quitas el palo a Paulito, Paulito se queda sin palo! ¡Si Paulito agarra un palo, se volverá muy malo! ¡Paulito te pega y te azota que ni a un animal! ¡Pero si le quitas el palo a Paulito, Paulito se siente mal!
El público estalló en carcajadas. Era tanta la algarabía, que incluso llamó la atención de los adultos que paseaban fuera de las graderías, los cuales corrieron a ver lo que ocurría.
—¡No entiendo de pegar, ni entiendo de dar porrazos! ¡Porque, en mi cabeza, atacar al débil es cosa de fracaso! ¡A nadie humillo para presumir ante la mujerada! ¡El tipo intenta humillarme, pero no consigue ni una enamorada!
Los muchachos comenzaron a lanzar gritos de «¡Yaaa!» y «¡Uuuhhh!» dirigidos a Héctor Farmer y su grupo. Aquella era una rima del todo pobre para los estándares de la poesía erudita, pero ¿a quién allí le gustaría escuchar poesía erudita? Andreos volvió a representar a «Héctor Farmer», acortando la rima esta vez para hacer una entrada para Albarus «João Hanson»:
—¡Escucha aquí, chamaco, sólo hablas de lo que dicen! ¡Pero sólo para que lo sepas: yo ya no soy una boca virgen!
—¡Ese tipo totalmente aún no entendió cómo es! ¡Cuando hablé de besar, estaba hablando de mujer!
El público volvió a berrear como nunca. Aquella masacre pública de Héctor Farmer era mejor que un combate de pugilismo. En el escenario, Andreos imitó a un orangután que se dirigía hacia João Hanson:
—Es mejor parar esto; ¡no es bueno para tu salud!
Albarus abrió los brazos, señalando al público, con cara despreocupada:
—¡Habló para ustedes, el Mariquita Cute-Cute!
El público comenzó a golpear con los pies en éxtasis. Aquello parecía más una versión en pequeño de la multitud que abarrotaba la arena propiamente dicha, la cual hacía poco también se había estremecido. João y Ariane se tapaban la boca y se enjugaban las lágrimas de tanto reír.
Entonces Andreos y Albarus Darin quedaron frente a frente, como si fueran pugilistas. Y mientras el público todavía aplaudía con ese ritmo cadencioso de las palmas, escucharon a la igualmente joven Taruga decir lo más alto que podía, parodiando a su amiga Ariane:
—¡Eeeh! ¿Quién está adentro? ¿Y quién está afuera? ¡Entonces, díganmeee: díganme lo que ellos harán ahora!
Y el público de adolescentes (y algunos adultos también) gritó en respuesta:
—¡Boxe… boxe… boxing!
Los chicos simularon el primer golpe. Andreos exageró el dolor de su «Héctor Farmer», agitando la muñeca y soplándose las manos.
—¡Boxe… boxe… boxing!
El segundo golpe. Andreos agitaba la mano como si estuviera en llamas.
—¡Boxe… boxe… boxing!
El tercer golpe. Andreos cayó de rodillas, simulando el llanto exagerado de un niño. El público aplaudía de pie, como si en verdad acabara de presenciar el combate. «Héctor Farmer» hacía tantas muecas con los ojos abiertos, que más parecía u puerco con los sonidos que emitía. Albarus, paseando por el escenario como el victorioso «João Hanson», tomó distancia, corrió y se lanzó al público. Decenas de brazos evitaron por poco su caída y lo devolvieron hacia las alturas varias veces. El público gritaba tanto «¡Ya ganó!», que nadie más les quitaría el premio a aquellos dos.
Y cuando el muchacho regresó al escenario y saludó al público, junto a su hermano y la sensible Taruga, señaló a la pareja en medio del público y dijo, delante de un Héctor Farmer rojo de rabia:
—¡Señoras y señoras: João Hanson y Ariane Narin!
Y todos se volvieron hacia ellos y les aplaudieron. Fuerte, como si las antiguas «aberraciones» de aquella ciudad, de repente, se hubieran convertido en un símbolo de orgullo y simpatía.
Ariane Narin se preguntó si había en el mundo alguna persona más feliz que la persona que era ella en ese instante.
Y João sintió miedo de aquello, pues había aprendido en propia piel, hasta la médula, que cuando la vida otorga a un ser humano una felicidad tan plena como la que vivía en ese momento, es porque más adelante exigirá un alto precio a cambio.
El joven Hanson aún no tenía cómo saberlo, pero estaba en lo cierto.