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Aquella era la hora de separar a los hombres de los niños.

João Hanson y Ariane Narin se miraban apartados, en el área dedicada al público infantil y adolescente, aún dentro de la Arena de Vidrio, pero fuera del área de combate. El local comenzaba a llenarse en exceso con los jóvenes de trece a quince años, todos frente a un escenario donde, en poco tiempo, un presentador iniciaría una curiosa competencia de caracterizaciones.

Nadie sabía con exactitud dónde había comenzado esa competencia, pero era un hecho que su origen tenía aires circenses. En ella había una categoría individual y otra en grupo. Los jóvenes se disfrazaban de las leyendas más conocidas de Nueva Éter o incluso de las leyendas locales de las ciudades y efectuaban sus caracterizaciones arriba del escenario. La respuesta del público definía al vencedor. Al principio era más una broma, pero poco a poco la cosa comenzaba a hacerse cada vez más seria. Los disfraces resultaban cada vez más caprichosos e incluso los premios eran cada vez más interesantes.

Ese día el premio sería una espada esculpida en madera, réplica de la usada por los caballeros de Andreanne en los entrenamientos.

Ariane siempre odió esas caracterizaciones. El motivo era obvio: no había una sola presentación en que alguien no tuviera la original idea de vestir una caperuza blanca manchada de tinta roja, mientras que otro simulaba ser un lobo gigante, una abuela descuartizada o un cazador héroe, o los tres juntos. Una vez incluso hubo una gran confusión cuando los organizadores tuvieron que llamar a la Guardia Real después de que un infeliz resolvió presentarse con una caperuza en verdad manchada de sangre, aunque al final se descubrió que era de conejo.

João Hanson tenía el mismo problema, pero nunca lo tomó tan en serio como Ariane. Era comprensible: pese a haber sufrido lo que sufrió y haber visto a su hermana convertida en esclava de una bruja decrépita, él y María Hanson salieron vivos de aquella historia siniestra.

Ariane Narin presenció cómo devoraban a su abuela.

Con todo, aquel día ellos no pensaban en eso. Aquel día sólo pensaban uno en el otro.

—Eh… hola —él se acercó a ella, abriéndose camino entre otros adolescentes.

—Hola —sus rodillas se aflojaron y se sintió estúpida por eso.

Frente a ella estaba João Hanson. El João Hanson. El mismo muchacho que ella había visto durante años, básicamente todos los días. ¿Cuál era la diferencia de una hora para otra, rayos?

—¿Todo está… bien? —preguntó él, sin saber qué hacer. Por su parte, el muchacho se reprochaba su escasez de palabras. ¡Él era un «hombre», caramba! ¿Cómo podía quedarse sin saber qué decirle a una… muchacha?

—Sí. ¿Por qué? —Ariane se mostraba ríspida y por dentro se preguntaba cuál era el maldito motivo de comportarse así con él.

—Eh… por nada —«¡idiota, idiota, idiota!», pensó.

Ambos quedaron en silencio y miraron hacia el escenario, aún sin la presentadora, que se arreglaba en un rincón con un disfraz que recordaba a la armadura usada antiguamente por Primo Branford.

Entonces João sintió que algo comenzaba a quemarlo por dentro. Empezó en el estómago. Y subió, subió convertido en vapor. Llegó al pecho y le agitó el corazón. Y cuando comenzó a subir por la garganta, João Hanson supo que si no decía algo explotaría como un volcán desearía arrojarse contra un peñasco más tarde.

—¡Ariane, debemos hablar! —la voz no le salió aguda. De hecho, muy por el contrario.

Ariane apretó los dientes para ordenar a sus piernas que no se doblaran. Su corazón latía fuerte. El sudor le escurría por la frente. Y ella amó, ¡ah, mi amigo!, amó cuando él sacó un pañuelo de su bolsillo y le limpió el sudor de la frente.

Bueno… está bien, él se había sonado con ese pañuelo días antes, pero creía que ya se había secado y que además le había limpiado el sudor con el otro lado —esperaba—. De cualquier forma, ella no tenía cómo saberlo y adoró el gesto atento.

—¿De qué quieres hablar, João?

—De nosotros dos —dijo él con la firmeza de un preadolescente que, en definitiva, se había convertido ya en un adolescente.

Él la tomó de la mano —como había hecho antes decenas de veces—, pero esa vez fue diferente para Ariane Narin. La chica lo siguió como una zombi, sin saber bien qué pensar ni cómo actuar. Estaba acostumbrada a hablar hasta por los codos, pero no sabía qué decir. No en ese momento. No sobre esos asuntos.

Él la llevó atrás de un pino y la colocó frente a él. Ambos quedaron en silencio de nuevo, mirándose, pero ya no era un silencio incómodo. Se trababa de un silencio… en particular excitante.

—Dime.

Ariane lo miró con aquellos benditos ojos muy abiertos que sólo ella sabía hacer. Él preguntó de nuevo:

—Dime, ¿es verdad?

—¿Qué?

—Que te gusto.

¡Újule! Ariane estaba preocupada de que João escuchara su corazón latiendo de esa manera alocada.

—¡Claro que me gustas, João! ¡Qué idea!

—¡No! ¡Sin rollos, Ariane! ¡Ya te conozco! ¡Quiero saber si yo te gusto! Pero de verdad. Para no hacer el papel de idiota. No esta vez.

Él también estaba asustado. Ella podía verlo en sus ojos. Y para Ariane aquello era tan… lindo, que sintió ganas de llorar. Cierto que él no era ningún príncipe Axel Branford, pero ¡al diablo! ¡Ella tampoco era ninguna María Hanson!

—Yo… —intentó decir Ariane.

—Dijiste que soy lindo. ¡Me besaste en la cara y me lo dijiste!

¡Se acordaba! ¡Caramba, se acordaba! Ariane tenía ganas de salir corriendo, encontrar a una mejor amiga cualquiera y comenzar a gritar y a dar saltitos y agitar las manos como si estuvieran en llamas, contando todos los detalles de lo que todavía ocurría allí.

—No recuerdo bien qué me pasó en aquella catedral hace algún tiempo. No me acuerdo bien cómo fue exactamente, ¡pero sé que si hoy sigo vivo, es gracias a ti, Ariane! Y… es decir… eres muy importante para mí y necesito saber, ¿me entiendes?

Ariane tragó en seco. Respiró hondo y reunió el valor para decir:

—Tú… me gustas… Me gustas, João.

João estaba nervioso. ¡Nervioso, qué tonto! ¡Pero ahora tenía que llegar hasta el final, porque después de todo él era un hombre! ¡Ya tenía catorce años! Ya no era ese niñito de trece… de mediados del año anterior. Incluso ya sabía qué le gustaba a las mujeres. Así, abrió el gastado chaleco y buscó en uno de los bolsillos interiores.

Abrió los ojos desesperado cuando no encontró nada. Calmándose, se dio cuenta de que estaba buscando en el bolsillo equivocado. Se sintió un idiota. Había ensayado aquello siete veces ese mismo día y a la mera hora se equivocaba de bolsillo. De cualquier forma, en cuanto buscó en el correcto sacó la «llave de oro» para aquel momento.

Entonces Ariane se puso morada, como si encarnara el dibujo de un corazón.

—¿Quieres ser mi novia, Ariane?

Esta vez la chica no aguantó y comenzó a llorar.

Es cierto que la flor estaba un poco marchita, pero ¡rayos!, ¿crees que a ella le importo? ¡Se sentía en las nubes! ¡Ariane Narin estaba en las nubes! Aquello era perfecto; demasiado perfecto para que una niña de trece años no se derritiera como un bloque de hielo al sol.

—¡Sí quiero, sí! —respondió ella, con firmeza.

Siguieron mirándose. Él sonrió. Ella pensó que aquella sonrisa era maravillosa. Habían llegado al punto en que cualquier cosa que uno hiciera, el otro compartiría esa misma opinión.

Pero el silencio, por más sonrisas que hubiera entre ellos, comenzaba a hacerse demasiado largo.

—¿Qué hacemos ahora? —preguntó ella.

—Ah, no sé… Creo que nos besamos, ¿no?

Ella asintió. La cuestión básica sólo era: ¿cómo, por el amor del Creador, se hacía eso? Ariane cerró los ojos e hizo con la boca un pico desmañado esperando por él. João, que también era el chico menos experimentado del mundo en esa situación, formó otro pico extraño y cerró los ojos con demasiada fuerza.

Ambos se aproximaron. Como los ojos estaban demasiado cerrados, equivocaron el blanco y acabaron pegando los labios en las comisuras de las bocas uno del otro.

El resultado fue… extraño.

—¿Qué te pareció? —preguntó él, rascándose la cabeza, un poco temeroso, pero también confuso.

—¡Ay, pues no sé! Como que creí que sería diferente.

—¿Quieres intentarlo de nuevo?

Ella asintió. Esta vez él dio en el blanco. Los labios quedaron unidos por un buen tiempo y después se despegaron.

—¿Y ahora? —preguntó él.

—Ah, mucho mejor, ¿no? ¡Al menos puedo decir que no tengo la boca virgen de besos largos!

—Pues…

—Y tú tampoco, ¿eh? ¡Yo sé!

João no supo qué decir. No es fácil para un muchacho de catorce años admitir una cosa así.

—Pero me gustó, ¿eh? —dijo ella—. No te preocupes. Todo lo que hiciste fue lindo.

Él sonrió, satisfecho. Y comenzó a sentirse más confiado.

—¿Estás lista para besar de lengua? —preguntó él, más animado.

Ariane se apartó con brusquedad.

—¡Eh!, calma, ¿de acuerdo, João? ¿Qué piensas que soy? —ella puso cara de enojo, ofendida—. ¿Acabas de pedirme que sea tu novia y ya me quieres besar de lengua? Soy una chica de respeto, ¿me estás escuchando?

Se volvió de espaldas y comenzó a andar con prisa de vuelta al sitio donde montaban el palco de las caracterizaciones.

João Hanson se quedó allí, boquiabierto y estático, pensando si un día —sólo un único e inolvidable día— comprendería el pensamiento femenino.

Delante de él, sin que João alcanzara a verla, Ariane Narin sonreía. Sujetaba su rosa y las piernas seguían en busca de fortaleza. No había unicornios. No había ninfas. No había príncipes ni caballos blancos. Pero había magia. Por el resto de su vida, Ariane Narin recordaría aquellos momentos y vería magia en cada detalle.

Pues, para ella, esa era su gran epopeya.

Su máxima fantasía.

Su auténtico cuento de hadas.